Quien ha nacido en una casa que
es un derroche, en pastiche, de mocárabes, una ensoñación arábiga que en la
calle Sánchez Pastor pone un trozo de decorado de Lawrence de Arabia, no
puede ser nunca un espíritu geométrico ni ascético. Por ello, cuando uno sabe
que en esa casa nació en 1935 Eugenio Chicano y que en ella fue niño, no debe
extrañarse que su pintura posea esos rasgos, que su conversación sea como es,
que hasta su amistad sea, de tan directa,
abrumadora.
Más allá de la anécdota de este
escenario, la obra de Chicano, seguramente la más popular entre sus paisanos,
es resultado de una época y de una biografía y, por lo tanto, mutable,
variable, sin que vaya imitándose a sí misma. Así, si nos remontamos a las obras
del Chicano más joven, encontramos en primer lugar una estética de lo social,
una especie de épica de los trabajadores, que venía a recoger el aliento de los
muralistas mexicanos y el de Vela Zanetti. Todo esto si se le quieren buscar
referencias. Pero sería agotador
pretender reseñar, aunque fuera como apuntes, las referencias e indicaciones de
lectura de la obra de Chicano. Baste con señalar en los años 60 lo que él
siempre llama “Arte crítica” en la que las figuras humanas son rostros
aplastados y resecos, desinflados y víctimas de un pesar que los deshumaniza y
que manifiesta la podredumbre de una época. Hasta este momento, Chicano ha
formado parte del grupo de jóvenes artistas que ahora conocemos como de los
cincuenta y que bajo la reclamación del creador del cubismo constituyeron la
Peña Montmartre y el Grupo Picasso. Regía España un general con gesto de
bronce.
Después, a inicios de los
setenta, coincidiendo con sus primeros contactos, y finalmente residencia, con
Italia, es la “Nueva Figuración” la que lo absorbe, metiendo a sus seres
informes de los sesenta en una estética maquinista y vertiginosa en la que va
incluyendo sinuosas bandas rojas que atraviesan sus óleos y que serán elementos
característicos en las décadas siguientes, desde la serie de homenajes en los
setenta a la serie que se denomina “Poética de un Fotograma” en los ochenta.
Más tarde vendrá la serie de grandes cuadros para la Bienal del Deporte en 1992
o, en esa misma década final del siglo pasado, la “Suite Málaga” en la que, con
estilos muy diversos, desde lo matizado y tenue hasta lo violento y pleno de
aristas, es el paisaje de Málaga lo que da unidad a esta serie polimorfa. Más
recientemente llegará la serie de pinturas dedicadas a la copla española en la
que Chicano recapitula sus modos y maneras con el pretexto de la cultura popular.
Obsérvese lo meritorio de haber
llegado hasta este punto, hablando de Chicano, sin haberlo llamado pintor pop,
aunque lo sea, porque en él (con su manera de entender la pintura como goce puro
para quien la crea y como medio para conseguir imágenes de plena efectividad,
directas, que no necesiten teorizaciones y deconstrucciones para llegar al
observador) la pintura se convierte en
icono directo que va más allá de lo correcto, de lo académico, de las
categorías y de las conveniencias, tal como él mismo ha sido siempre, alguien
que gusta del flamenco o de la copla pero conociendo bien la ópera, un artista
que no vive con la mente puesta en el Parnaso pero que a la vez rigió,
apasionadamente, la Fundación Picasso, que tal vez sea el mejor
pintor-cartelista que este lugar ha dado, aparte de sus murales, alguien que sabe poner, con los ojos
cerrados, el pincel en el centro de la diana.
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