domingo, 26 de octubre de 2014

Más víboras lúbricas (y catalanas)

Comienzo a pensar en hacer las maletas. En mirar como un desesperado viajero el mapa del mundo y empezar a buscar un país en el que vivir sin miedo, sin asco. Aparte de las insensateces que uno lee en Internet y que con alarmante tranquilidad sostienen que la España actual es lo mismo que la Alemania nazi, el Chile de Pinochet o la propia España de Franco (hay quien escribe eso y ni se despeina, en un alarde de ignorancia demasiado frecuente), aparte de eso, digo, me encuentro esta mañana con un indicio alarmante de hasta dónde podemos llegar con la división creciente entre los españoles. Con un indicio de los que te hacen decir "quizás no merezca la pena seguir aquí, quizás vivir aquí sea peligroso". Dejo la grave obertura y relato el hecho.

Mi mujer me muestra un comentario en el grupo de Guasap (ahora, dicen, la palabra es correcta para la Real Academia) en el que participa y que reúne algo tan inocuo como un grupo de compañeros de colegio en Barcelona. En él, a veces habían aparecido mensajes llamando a participar en el referéndum ilegal del próximo 9 de noviembre, en él se habían subido imágenes de propaganda con la banderita estrellada de marras. Todo eso que se puede esperar de gente que vive inmersa en la circunstancia, en la promesa de la quimera, en la retórica vocinglera e inmediata según la cual no tienen libertad y son expoliados, todo eso. Palabras, palabras, palabras. O tres veces paraules. Y entonces se armó la podrida. Alguien pone, en castellano, lo siguiente:

El discurso mas reciente y tramposo de toda esta gente es la "tolerancia", el "respeto" a las opiniones ajenas, cuando saben por supuesto que sus planteamientos son del todo absurdos y engañosos. Ofrecen respetar y tolerar otros puntos de vista cuando es la gente consciente quienes desperdician su tiempo en estas movidas que no tienen fundamento alguno y que veremos caer, como a un "gigante con pies de barro". Por muchos millones invertidos, las mentiras no se sostienen. Por mucho que quieran repartirse el pastel entre ellos, el pueblo acabará sabiendo que toda la vida les han estado robando en casa y no desde fuera. Mucho tendrían que engañar para poder seguir saqueando la economía local, quejándose de lo que tributan a España. Lo mas triste del ahora es como hacen la "vista gorda" o creen mártires de la independencia a quienes les han robado y que ahora rinden cuentas sucias. Y lo que está por destapar...



Todo esto, insisto, después de llamamientos insistentes a saltarse la legalidad que todos acordamos el 6 de diciembre de 1978. El resultado fue que alguien, familiar además de mi esposa, anunció su abandono del grupo por ser inadmisible tanto veneno y tanto odio. Un adiós anunciado, además, entre insultos. Es lo que tenemos. Que una vez más sólo se permite (no hablo del poder, hablo de lo más cercano, de las actitudes cotidianas -y catalanas-) cantar a coro, repetir las consignas oficiales (in-depen-den-cia ja, volem votar  y demás mantras y balidos). Se da por sentado, se exige, que el otro opine y obre y obedezca como nosotros. Y la más mínima disidencia, la mínima singularidad, pasa a ser objeto de descalificación, zapatazo y portazo. Triste España la nuestra, triste España la que está poblada de gente así, como el que repite eso de que estamos en una dictadura espantosa o agarra un cabreo monumental cuando alguien levanta un dedo y dice "su" verdad. Me aterra el panorama, me asquea. De pronto, hemos retrocedido varios siglos. Mientras el coro, con diversos acentos, ensalza y reclama las viejas cadenas, buscando atarse con unas forjadas con el oxidado acero de Moscú o con el oro suizo de los próceres de la independencia catalana. Mi padre vivió, en su infancia, una guerra civil. Con este desprecio a la inteligencia, con esta renuncia a la mesura, no descarto vivir otra. Miedo. Asco. Y en todas partes. Que Dios se apiade de nosotros.

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