Un vistazo al periódico digital trae la punzada y la oración. Ha muerto Dámaso Ruano. Lo comento, en un aeropuerto, con Maribel, que también lo conoció. Pobrecito, dictaminamos ambos. Con piedad y con dolor por ese hombre menudo, sonriente, más callado de lo que debiera. Lo recuerdo en su piso-estudio en El Palo, acompañado de Pilar, que siempre fue guardiana, compañera, musa, experta, ángel, buscando algo que regalarnos, con nosotros abrumados y finalmente aceptando un magnífico y grandioso grabado. Sabía por noticias lejanas que Dámaso había entrado tranquilamente en la niebla. Ahora, cuando es inmune al dolor y a la pérdida, cuando es inmortal, cuando más duele imaginarlo en esa lejanía en la que nunca le faltó la sonrisa. Busco entre mis escritos alguno que sirva para homenajearlo y encuentro uno de mis "Perfiles de artistas" que publiqué en Sur hacia 2005. Son las flores que tengo más a mano para Dámaso. Y para Pilar Cervera:
Dámaso Ruano (Tetuán, 1938)
tiene, con la edad y el gesto, algo de profeta, algo más bien de apóstol que,
habiendo presenciado todo tipo de prodigios y certezas, ha decidido guardarse
para sí toda la verdad y toda la pasión, sabiendo que es más importante la
vivencia que el testimonio y que, como el conde Arnaldos del viejo romance,
prefiere guardar su cantar sólo para quien con él va. Pero esta fábula,
prescindible, del artista huidizo o callado tiene su punto débil, su
refutación, en la simple palabra artista, en el tantas veces nombrado y tantas
veces múltiples y tornadizo arte. Porque Ruano, lo saben los paladares más
exquisitos, se explica con absoluta potencia en su obra que, como aquella
vestidura nombrada en alguno de los evangelios, tiene el aspecto del relámpago.
Dámaso
puede recordar, con su obra abstracta, pura, compleja, al arte de quien mayor
afinidad puede tener con él en el siglo XX y que, sin parecerse en nada, a no
ser en compartir estos adjetivos, es fácil nombrar al hablar de Ruano: Mark Rothko.
O lo que es lo mismo, a la pintura más espiritual del siglo pasado. Porque
espiritual puede llamarse ese ascenso de Dámaso Ruano por la belleza, partiendo
de un grupo, el que solemos llamar por comodidad de los años cincuenta, con el
que tiene en común, a lo más, la cronología y un vago aire de familia en las
primeras obras, impregnadas de post-cubismo y de clara voluntad de divergencia
respecto a los dogmas estéticos del nacional-naturalismo. En ese páramo
cultural, Dámaso prefirió optar por el ejercicio heroico de los eremitas de la
Tebaida, de los estilitas (no de los estilistas, ojo) y subido a una columna
como el Simón de Buñuel o a un mero peñasco, abismarse en la contemplación
morosa y detallada de cada línea, real o vislumbrada en el delirio o la
vigilia, del desierto, del horizonte, de los rosicleres o albores (permítanme
la cursilería expresiva), hasta depurar en la pupila las lecciones de esa
geometría invisible y cegadora para devolvernos esa lección de color y de
líneas.
Porque
Dámaso Ruano no es un místico aunque pueda parecerlo, sino más bien un
neoclásico, en el sentido casi pitagórico del término: es alguien que busca en
la proporción, en la exactitud, en el rigor, en la austeridad, el equilibrio,
las claves de esa cosa absurda e imprescindible que llamamos belleza. Porque
Dámaso rechaza el adorno, la floritura, las musiquillas de violín, las poses
heroicas o trágicas, los gestos manieristas, las retóricas decorativas, los
gritos y las romanzas de los tenores huecos. Nada de eso. Como Leonardo da
Vinci, Dámaso sabe que la pintura es algo mental, por lo que no necesita
referentes que no procedan de la propia mente, de la propia intuición y pasión,
del artista. Así, con una voluntad asimilable a la de Lucio Muñoz y Gerardo
Rueda, es el color, su distribución en planos contrapuestos o complementarios,
tensos o armónicos, lo que define su pintura más característica. Renunciando al
mundo, a sus pompas y vanidades, es en el color, simplemente en el color y su
distribución, con sus matices y sus zozobras, con sus rasgaduras separando
zonas, con sus maderas plenas de texturas, donde reside el poder y la gloria de
Dámaso Ruano, que con esa matemática afilada de los volúmenes y la composición,
logra esa poesía muda, que logra significar para nosotros justamente eso que
ansiamos y no conseguimos, algo que acaso solamente sea accesible para los que
hayan compartido la comunión de los justos y la remisión de nuestros muchos
pecados: una belleza que no necesita nombre ni palabras para expresarse. Y muchos
menos éstas.
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