Hay una foto, que describo desde la caprichosa memoria, que muestra, en blanco y negro turbio, a Onetti sentado tras su máquina de escribir, que no se ve pero se hace imprescindible para engañar la memoria, mientras vuelve la cabeza para mirar a su mujer, de la que se avizora la espalda, bucles de cabello, el mástil, tocando el violín. Ese volverse hacia la música y la mujer,. pero no abandonar la escritura, describe, en metáfora y en gesto, a Onetti, al grandísimo, semper dolens, siempre amargo, Juan Carlos Onetti. Esta novela, cumbre y a la vez de las primeras, del autor uruguayo, presenta esa escritura tensa, casi epigramática, que nos hace amarlo y a la vez compadecerlo. Larsen, su héroe sin heroísmo, siempre fracasado, siempre acariciando una idea que le haga poderoso y a la vez inmune a sí mismo, intenta aquí regentar un astillero sin actividad, puro óxido y resignación mansa, a la vez que hace por seducir a una mujer. Obviamente, todo saldrá mal. Y en esta lectura última de Onetti se transparenta por un lado la deuda con Roberto Arlt (alguien habrá comparado antes a Remo Erdosain con Larsen) e incluso con la adjetivación de otro uruguayo recriado en Argentina, Horacio Quiroga. El Quiroga fatalista y despojado de "El almohadón de plumas" (que puede leerse en la antología terrorífica de Valdemar). En todo caso, prefiero al otro Onetti, el de "Los adioses", el de "El pozo". Más austero en la derrota, más elegíaco a las claras. Brilla, en la podredumbre, el autor y el personaje que se describe, a través de los ojos de otro, con insobornable honestidad: "Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas"
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