Mientras en la noche de un viernes raro lloviznaba, un revuelo de voces, de pasos, alborotaba el rellano. Una ojeada a
la calle, donde en otras ocasiones aguardaba una ambulancia al vecino de
arriba, nos descubre la imagen insospechada de un coche fúnebre con la puerta
trasera abierta. Un nombre viene a la mente, Ana Mari, y apenas hay tiempo para
que la mente procese el dato cuando aparecen en la acera, saliendo de nuestro
portal, dos operarios llevando el ataúd. Maribel y yo lo miramos, sabemos que
es la última vez, aunque no la veamos, que veremos en su entorno a nuestra
vecina. Atenazada la garganta, que no encuentra palabras que no sean simples,
como “pobre, pobre, pobre Ana Mari”, Maribel se viste con rapidez, y yo opto,
torpe, por acompañarla al rellano iluminado vistiendo colores que gritan.
Allí, ante el ascensor, y en el recibidor
extrañamente iluminado, están los hijos, los nietos. Serenos y apesadumbrados,
y hay abrazos, y hay palabras torpes pero necesarias, y hay lágrimas en Maribel
y casi en mí. Se respira como cuando la tierra se ha aquietado tras un temblor.
Algo así. O como cuando se baja de un barco inestable. De pronto, la presencia
callada de Ana Mari en su casa, oculta en un recodo que sólo delataba una luz
toda la noche encendida, aclarando nuestro pasillo como un faro fiel y
constante desde hace tanto, se hace leyenda, y hay que hacer memoria para
conjurar sus manos delgadas y sarmentosas, su voz que también era delgada, sus
ojos vivísimos y contundentes. La niña de la estación la llamaban cuando era
moza y su padre ferroviario la hacía recorrer el país en acomodos fugaces. La
niña de la estación, que tenía coletas y era hermosa en la Barcelona de 1936 y
allí trabajó, en guerra y en una institución oficial, mientras un joven tal vez malagueño, apenas mayor que ella, colgaba el fusil preguntando por ella, y
volvía a ser soldado para ir a rescatarla aunque para ello tuviera que tomar
una ciudad y ganar una guerra amarga.
Eran las historias que Ana Mari contaba a sus
jóvenes vecinos que éramos nosotros, y sus manos nerviosas levantaban un
retrato para enseñarnos a quien fue su esposo, galán de perfecta fotogenia, y
eran las cosas de Ana Mari así, como los roscos de reyes que abrumadoramente
nos hacía entregar, y pasaron los años, y de ella sabíamos por las mujeres que
las cuidaban, por sus nietos, por sus hijos, que respondían brevemente al
“¿cómo está Ana Mari?” mientras sabíamos, por las últimas conversaciones que
con ella Maribel tuvo, que la lucidez la iba dejando y que su gran
preocupación, apremiante y palpitante, era el destino final del gato negro y
sinuoso, Panchito, que desde hacía una década la acompañaba.
Al día siguiente, en el cementerio, compraremos un
pequeño centro de flores con una cinta que dirá “Mario y Mabel”. Situada a los
pies del féretro, nuestros nombres unidos y fúnebres nos darán una importancia
no buscada, una sensación de extrañeza monstruosa y cruel. Amarga también.
Cuando por la tarde asistamos al funeral, entre las preces y las invocaciones a
la misericordia, un gato solo, y que gime en las habitaciones vacías, ronda por
nuestro pecho, ronronea buscando el alma para con ella restregarse y deja una
tristeza adicional. Maribel, Mabel, prometió a la angustiada Ana Mari, impedir
que a Panchito, una vez ella muriera, nada malo le pasara. Yo me siento inútil,
tal vez porque lo soy. ¿Alguien puede, alguien hay, que pueda adoptar ese gato
grande y negro y tan solo? Desde las sombras, Ana Mari, la niña de la estación,
nuevamente joven y con coletas, nos observa solemnemente triste.
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