[Nota de 2012. Fermín fue amigo mío. Y yo fui su amigo. Murió en 2007, cuando yo aún le debía un escrito, del que nunca le hablé, del que nunca hablé a nadie, y al que aludo en las primeras líneas del artículo, que se se titularía "Estética para Fermín" en el que intentaría consolarle de ese tormento interior de inseguridad y de miedo. Fue un hombre generoso y bueno. Al que sólo se puede recordar con amor. El artículo que sigue, y que para él fue muy valioso, se publicó en el diario Sur sobre diciembre de 2005]
Fermín Durante (Málaga, 1933) luce en su pecho, como dice el viejo poema de Gerard de Nerval, el astro negro de la melancolía. Yo le conozco bien, y de hecho llevo años pensando en escribir una especie de epístola latina, entre senequista y ciceroniana, a Fermín. Porque es algo que sorprende comprobar cómo hay esa melancolía elegante y secreta en su pintura y, más escondida aún, en su persona. Cuántas veces los hombres no están a la altura de sus deseos o de sus obras. Cuántas veces se esfuerzan por negarse a sí mismos el pan y la sal cuando sus merecimientos requieren las más ricas viandas. Y esto es algo que sucede con Durante, a quien considero un virtuoso en su arte y un compañero en la vida. Es de esas personas que uno desearía abrazar cada vez que lo encuentra en vez de sonreírnos y agitar las manos de acera a acera. Porque Fermín, con su magnífica planta de aristócrata romano, se mueve entre nosotros como si huyera, como si llevara la cabeza hundida entre los hombros cuando tampoco eso es cierto. Pero es la impresión que Fermín da.
Rico en vivencias y en anécdotas, Durante comenzó a pintar de joven, en los años cincuenta, con un impresionismo pulcro que más parecía inglés en la pincelada que esa cosa expansiva que hay en Sorolla. Es más, tendía más al cuidado de Fortuny que a la agitación crispada de Van Gogh o los difuminados en fuga de Renoir. Todo este juicio, osado e intuitivo, se basa en un retrato del padre de Fermín que él atesora con esa contención sentimental y sensible que le caracteriza.
Fermín Durante: Quietud
(Museo del Patrimonio Municipal de Málaga, MUPAM)
Porque es el sentimiento algo que destaca a Fermín Durante, y así no se ha convertido a la fe tan común del comercio, de “te pongo joven y hermoso, príncipe de un lluvioso país”, sino que, como en el poema de Baudelaire, remarca la impotencia del sujeto. O al menos no la oculta. Humano, demasiado humano, sabio, ha comprendido “la infinita vanidad de todo”, como amargo reconocía Leopardi, se ha alejado del tráfago de honores y transacciones, de inquinas y conjuras, que distingue el ámbito de la pintura cuando se convierte en un recurso alimenticio, y al tener un medio de vida que es la fotografía, tiene el arte como el medio de trazar su más delicada biografía, tan delicada y cautelosamente que es en la figura de otros donde mejor se confiesa. Y es que, según Pessoa, “el poeta es un fingidor”. Y no es en vano nombrar tantos poetas tan de seguido, nombrar a Nerval, a Baudelaire, Leopardi y Pessoa, al que habría que añadir Mallarmé con su confesión de saber que la carne es triste. Tampoco es baladí que la mitad de los nombrados sean franceses, por las afinidades culturales y familiares que Durante tiene con el país vecino.
Porque es una poética, con lo que conlleva de ética, lo que hay en la pintura de Durante, que nunca será un pintor de multitudes sino un secreto orífice que deja pasar la vida sabiendo lo que la vida es y manteniendo pese a todo la esperanza por titubeante que sea, dejando un legado de bondad, dejando la emoción detenida de una llama en sus lienzos, como hizo Georges de La Tour, impregnando de spleen esa carne mortal, ese misterio perfecto y por tanto intangible que nos presenta con el enigmático fulgor de un John Singer Sargent. Aunque no nos demos cuenta, en cada obra Fermín Durante se confiesa. Hay que ser muy valiente y muy prudente para hacerlo de tal manera. Es algo que sólo está al alcance de quien se pueda llamar, como aquí se hace sin rubor y sin forzar los términos, un Maestro.
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