domingo, 27 de mayo de 2012

Meditad que esto ha sucedido

El Día de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto nos pone frente al deber ético de pensar en nuestros demonios
El 28 de enero será, es, un día de inmensa tristeza. Debe serlo, como un deber sagrado, para los que no podemos, no debemos, olvidar. En él se conmemora la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Se trata, por acuerdo de la Asamblea General de la ONU, del Día Internacional de Conmemoración Anual en Memoria de las Víctimas del Holocausto. El término Holocausto, de significado religioso, de ofrenda a una divinidad, no es el más adecuado, ya que asocia al término una cierta racionalidad, un propósito. Más acertado es el término hebreo, Shoah, que significa, concisa y simplemente, tanto masacre como desastre. La tendencia escapista, de consumo rápido y rápido olvido, de nuestra sociedad, su gusto por el hedonismo que rechaza todo lo que sea doloroso o simplemente feo, obliga a soslayar el dictamen tan debatido del filósofo Theodor Adorno que en su “Minima moralia” proclamó, tajante, que  “Escribir un poema después de Auschwitz es barbarie. Después de Auschwitz toda cultura es inmundicia”.
Lasciate ogni speranza...
Sobre las vías, tantos objetos humildes, inútiles

Contra el olvido
El mismo Adorno, en una alocución radiofónica de 1966 reconocería la necesidad de que Auschwitz no fuera, jamás, olvidado: “la educación política debería proponerse como objetivo central impedir que Auschwitz se repita”. Es un deber de todos conjurar ese infierno, que fue EL infierno, del que Auschwitz es sólo el nombre más conocido de las múltiples sedes que el horror tuvo, para que sus puertas, de llamas insaciables, nunca más se abran. Tan inimaginable fue el espanto, el mal absoluto, que el premio Nobel Eli Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo resume con concisión: “Nadie podía imaginar Auschwitz antes de Auschwitz”. En sintonía con él, otro Nobel superviviente, Imre Kertész, remacha: “El campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como realidad”. Otro Nobel, que vivió la guerra desde el lado alemán y siendo un adolescente, Gunter Grass, concluye el póker de citas: Auschwitz “aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”.


Haïm Vidal Sephipha, superviviente sefardí de Auschwitz, formula de forma sencilla esa necesidad de recordar y de contar lo vivido, lo sobrevivido: “Hay que salvar la memoria de todo lo que sucedió en este periodo del nazismo para enseñar que los horrores existieron y existen todavía en este mundo. Del mismo modo que los nazis quisieron exterminar, nosotros debemos exterminar los horrores, el fanatismo y los genocidios de este mundo”. Simon Wiesenthal, el conocido cazanazis que estuvo internado en una docena de campos de concentración, viene a señalar esa necesidad como forma de llevar la contraria a los verdugos. En “Los asesinos están entre nosotros”, Wiesenthal recuerda cómo los soldados de las SS advertían, ufanos, a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros. La historia de los campos, seremos nosotros quien la escriba”.  

Hundidos y salvados
Seis millones de personas murieron en la Shoah, tanto en su primera fase, encargada a los “Einsatzgruppen” (escuadrones militares que en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial exterminaron a un millón de personas en Polonia y la Unión Soviética), como en la fase posterior, conocida como “Solución Final”, en la que los campos de exterminio se erigieron como factorías de muerte. Usando la terminología de Primo Levi (tal vez el más admirado escritor superviviente y que en sus tres libros esenciales sobre la Shoah, “Si esto es un hombre”, “La tregua” y “Los hundidos y los salvados” no se permite una palabra de odio hacia los alemanes), los que sucumbieron, seis millones, son los hundidos; los tres millones de  judíos que quedaban con vida en Europa al terminar la guerra son los salvados. El filósofo Giorgio Agamben, en su ensayo “lo que queda de Auschwitz” advertía (y es algo que también Levi admitía) que el testimonio verdadero de Auschwitz es imposible pues sólo puede venir de los hundidos, los que no volvieron, los que no pudieron relatar la experiencia de su muerte en las cámaras de gas o en los hornos. A lo más, quedan los testimonios póstumos, como los de Ana Frank, que no pudo contar su vida en los campos, o el de Zalman Leventhal, miembro de un sonderkommando [cuadrilla de trabajadores judíos encargado de transportar y manipular los cuerpos de las víctimas en los campos de exterminio], en un testimonio enterrado en el subsuelo de Auschwitz y encontrado 17 años después de la liberación del campo: “Ningún ser humano puede imaginarse los acontecimientos tan exactamente como se produjeron, y de hecho es inimaginable que nuestras experiencias puedan ser restituidas tan exactamente como ocurrieron… nosotros, un pequeño grupo de gente oscura que no dará demasiado que hacer a los historiadores”. El destino de los miembros de los sonderkommando lo expresa Albin Ossowski, superviviente de Auschwitz: “El contacto más trágico que teníamos en el campo era con el Sonderkommando. Lo que describían, lo que tenían que hacer, era horrible. Un hombre dijo que en el grupo que había tenido que quemar estaban los cuerpos de su esposa y sus hijos. Estuvo llorando toda la noche y no podías ayudarle ni hacer nada. Los Sonderkommando vivían sentenciados a muerte, porque al cabo de tres o cuatro meses los alemanes temían que se volvieran locos y los mataban”. Este testimonio, junto a muchos otros, integra el excepcional volumen coordinado por Lyn Smith “Las voces olvidadas del Holocausto” que reúne vivencias recopiladas por el Imperial War Museum, un libro comparable a la otra gran recopilación, de Michal Grynberg, titulada “Voces del gueto de Varsovia”.

Las cifras de mortalidad son abrumadoras. Primo Levi, en un texto complementario a “Si esto es un hombre”, hace una comparación con el Gulag soviétrico: “Al parecer, en la Unión Soviética, en el período más duro, la mortandad era de un 30% de la totalidad de los ingresados, un porcentaje sin duda intolerablemente alto; pero en los Lager alemanes la mortandad era del 90-98%”. En el propio cuerpo del libro, pone un ejemplo sencillo: “Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado”. En Bolechow, perteneciente a Polonia en el momento de la Shoah y ubicada actualmente en Polonia, donde vivían en armonía con polacos y ucranianos 6.000 judíos, fueron exterminados el 99’2%. El relato de lo allí sucedido se puede encontrar en el emocionante y abrumador libro “Los hundidos. En busca de seis entre los seis millones”, de Daniel Mendelsohn. En su magnífico relato de investigación, Mendelsohn relata su pesquisa para averiguar cómo murieron, y cómo vivieron, seis familiares suyos asesinados a manos de los nazis. Dentro del libro, recoge el testimonio de una superviviente de Bolechow que es preciso citar para demostrar hasta qué extremo de crueldad inhumana se llegó: “Los alemanes y los ucranianos se ensañaron sobre todo con los niños. Tomaban a los niños por las piernas y les golpeaban la cabeza contra el bordillo de las aceras mientras reían e intentaban matarlos de un solo golpe. Otros lanzaban a los niños desde el primer piso, así que el niño en cuestión caía sobre el pavimento de ladrillo hasta quedar hecho trizas. Los hombres de la Gestapo se jactaban de haber matado a seiscientos niños, y el ucraniano Matowiecki estimó con orgullo que había matado a noventa y seis judíos él solo, en su mayoría niños” Heinrich Himmler ya lo había proclamado en septiembre de 1941 con palabras brutales y directas: “Hasta el niño en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso… Vivimos en una época de hierro, en la que es necesario barrer con escobas de hierro”, y más tarde, en un discurso ante un grupo de generales, en mayo de 1944, buscará una forma elíptica para justificar la  inclusión de los niños en la matanza: “Desde mi punto de vista, como alemanes, por muy profundamente que lo sintamos en nuestros corazones, no tenemos derecho a permitir que crezca una generación de vengadores llenos de odio de la que tengan que ocuparse nuestros hijos y nietos porque nosotros, demasiado débil y cobardemente, se la dejamos”. Pero el paso de la destrucción de los judíos de Europa a través de los Eisantzgruppen al método de los campos de exterminio se dio tras asistir Himmler a una de aquellas acciones de asesinatos en masa. Los testigos cuentan que aquella vez eran menos de doscientas las víctimas y que el cabecilla nazi, llegado un momento, prefería mirar al suelo. También los verdugos empezaban a dar muestras de agotamiento nervioso…
Yizkor
Aparte de los libros de Primo Levi, de Liana Milu, de Jean Améry, de Robert Antelme, Eli Wiesel, Ruth Krüger, Paul Steinberg, Jorge Semprún, Irène Nemirovsky o Imre Kertész, de los diarios de Mihail Sebastian, Wladyslaw Szpilman o Viktor Klemperer, de las memorias de Margarete Buber-Neuman “Prisionera de Stalin y Hitler”, del (por qué no y a la vez cómo no) cómic “Maus” de Art Spiegelman,  de los breves apuntes de los niños Rutka Laskier y Petr Ginz, de los poemas de Paul Celan, Miklos Radnóti, Jirí Orten o  Itsjok Katznelson (muerto en Auschwitz, allí dejó enterrado en tres botellas selladas su sobrecogedor “Canto del pueblo judío asesinado”) quedan, como última frontera contra el olvido, los libros de Yizkor. El término, hebreo, significa literalmente “que Él recuerde” y en un sentido más general “Recordación de las almas”; es una plegaria por el descanso y la elevación de las almas de los difuntos. En palabras de Alejandro Baer, “una de las elaboraciones más significativas y menos conocidas de la memoria judía ante la catástrofe del Holocausto son los libros memoriales o, en yidish, “Yisker Bicher”, escritos por los supervivientes de las ciudades y aldeas judías del Este europeo destruidas por los nazis. Esta literatura memorial comprende más de quinientos volúmenes. Los libros, editados en varios formatos y que pueden tener desde pocas páginas a una extensión de cuatro volúmenes, surgen de la necesidad de dejar un testimonio escrito sobre las comunidades y rendir homenaje a las víctimas. Los libros suplen la ausencia del lugar de memoria –el cementerio- y quedan como legado y monumento para las generaciones futuras”. Esos volúmenes se encargan de aportar vida eterna a las vidas exterminadas por voluntad de los nacionalsocialistas.    

Réquiem
Primo Levi inicia su primer gran libro acerca de la Shoah con un poema intenso y breve que sirve como advertencia y conminación, que sirve ahora para poner fin a estas palabras que quieren ser también un lamento, un réquiem, por tantos inocentes, por tanta ceniza dispersa y sin nombre: “Vosotros que vivís seguros / en vuestras casas caldeadas / vosotros que os encontráis, al volver por la tarde, / la comida caliente y los rostros amigos: / considerad si es un hombre / quien trabaja en el fango / quien no conoce la paz / quien lucha por la mitad de un panecillo / quien muere por un sí o por un no. / Considerad si es una mujer / quien no tiene cabellos ni nombre / ni fuerzas para recordar / vacía la mirada y frío el regazo / como una rana en invierno. / Meditad que esto ha sucedido: / os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones / al estar en casa, al ir por la calle, / al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos. / O que vuestra casa se derrumbe, / la enfermedad os imposibilite, / vuestros descendientes os vuelvan el rostro”.
                                            Artículo publicado en diario Sur el 22 de enero de 2010

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