El nombre imprime carácter, dicen. O lo exige. En las ciudades, hacen referencia a ríos, a montañas, a vergeles, a la inminencia del mar. En el caso de Málaga, no hay lugar para lirismos. Los comerciantes fenicios que aquí se asentaron nos dejaron un nombre que describía la actividad principal del lugar: Malaka, factoría de salazón de pescados. Este compromiso con la industria conservera se quedó en el Mundo Antiguo, cuando las vasijas de barro llevaban el gárum malagueño a los principales puntos, los más exigentes en sus gustos, del Mediterráneo.
Garum (piletas de)
bajo el Rectorado de la Universidad de Málaga
Ese origen modesto, práctico, comercial sin más, de una ciudad que se puede rastrear hasta el siglo VII antes de Cristo, ha forjado en sus habitantes un carácter que es consecuencia de su historia y que constituye el principal atractivo, la clave fundamental, para comprender y asumir el hecho malagueño. Aquí nunca oirá el forastero decir al malacitano que esta ciudad es, en hipérbole que tan general acogida tiene en otros lugares, “lo mejor del mundo”.
Aquí tenemos una excelente catedral, pero está incompleta; tenemos un interesante teatro romano, que es pequeño, tenemos dos fortalezas islámicas que distan de la majestuosidad de la Alhambra, tenemos restos fenicios y alguno bizantino, pero están bajo tierra y sin interés artístico, tenemos como orgullo ser cuna del sabio entre los sabios que fue el hebreo Salomón Ibn Gabirol y del creador entre creadores que se llamó Pablo Ruiz Picasso. Un acervo cultural, y patrimonial, destacable con un paisaje urbano que es de claro sabor decimonónico. Pero eso no nos hace engreírnos en localismos más o menos fundamentalistas. La experiencia de pasear por Málaga, de visitarla, es grata, amable, amena. Pero no es excepcional. Porque, y en esto estarán de acuerdo la gran mayoría de los malagueños, si bien Málaga no es la ciudad más hermosa del orbe, sí está entre las que se puede decir que “se vive como en ningún lado”.
La benignidad del clima, la aceptación de que el mar significa siempre apertura y disposición a que todo viajero tenga en esta orilla fácil acomodo (fenicios y griegos y cartagineses y romanos y bizantinos y árabes y cristianos buscaron tener Málaga como patria), la aceptación de lo que somos, resultado de la superposición de culturas, han conseguido que la vida en Málaga, en esta primigenia fábrica de conservas, se interprete como una de las Bellas Artes. Esa forma de ser, de estar, de saberse provincia, con su ritmo pausado y sin engreimiento, pero tan cargada de historia como si fuésemos la capital de un viejo y desaparecido imperio, da sentido a una filosofía vital, que es una mezcla de estoicismo y epicureísmo, que hace que da otorga carácter fríamente realista al retrato que, no de la ciudad sino de la vida en ella, evoca Vicente Aleixandre en su conocido y emocionado poema “Ciudad del paraíso” (“Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. / Colgada del imponente monte, / apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules…”).
Pero si no bastara con el atractivo de la vida aquí, conviene ofrecer algo más y que escasas ciudades poseen: la capacidad de reunir atractivos y épocas muy diversas en un recorrido de pocos metros. Dejando a nuestras espaldas el mar, el Mare Nostrum mítico de Roma y de Grecia, crucen el Parque de Málaga, del siglo XIX, tomen por calle Alcazabilla circundando el elegante Palacio de la Aduana, del siglo XVIII, encuentren a su lado el Teatro Romano del siglo I aposentado junto a la entrada de la Alcazaba árabe del siglo XI, que es a su vez custodiada por otra fortaleza musulmana, la de Gibralfaro, del siglo XIV, mientras al otro lado de la calle tienen la vieja Judería medieval, el Museo Picasso del siglo XXI, la iglesia de Santiago, del siglo XVI, para llegar a la Plaza de la Merced, del siglo XIX, con un obelisco funerario bajo el que reposan el general Torrijos y sus compañeros, mártires de la libertad, y en la que está abierta al público la Casa Natal de Picasso. Todo este vértigo de cultura y de siglos se da en escasos quinientos metros. Sin que los malagueños alardeen de esta riqueza, sin que dejen de primar la calidad de la vida, la pequeña vida cotidiana, sobre la calidad de nuestro patrimonio, de nuestro paisaje urbano. Pero si se quiere conjugar arte, historia y cultura con vida y emoción, la síntesis se da en estas calles en primavera. Se trata de la fastuosa y barroca Semana Santa, en la que el desfile de las imágenes sagradas (no las llamen pasos: aquí son tronos) a hombros de los hombres de trono (no los llamen costaleros) que los llevan meciéndolos rítmicamente, como si acunaran piadosamente tanto dolor y tanto drama, al compás de marchas procesionales, produce en el espectador, sea cual sea su fe o su ausencia, la sensación de asistir a una experiencia que ha dejado de ser estética o cultural para ser pura emotividad. La piel erizada, los ojos húmedos, el nudo en la garganta, son habituales en estos días en las calles de Málaga.
Sunt lachrymae rerum
Que aquí se gestara la Generación del 27 pasa a ser otra anécdota que delata el verdadero carácter de una ciudad que no vive ensimismada, que es imán para millones de visitantes que le guardan reiterada fidelidad, una ciudad que, más allá de su nombre y de su origen, vive con los ojos y los brazos abiertos, que sigue siendo la misma que retratara, pleno de cariño, Hans Christian Andersen en el viaje que aquí hizo en 1863: "En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Un propio modo de vivir, la naturaleza, el mar abierto, todo cuanto para mí es vital e imprescindible lo hallé aquí; y algo todavía más importante: gente amable".
A veces pasan cosas
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