viernes, 23 de marzo de 2012

Catódico y sentimental

Dabadabadabadá (sí, sirve como mantra)

       Mis recuerdos son de un comedor en Málaga donde había un televisor, gritos unánimes de madres por los balcones las mañanas de los sábados proclamando, como amantes muecines, “¡el programa infantil”, y la riada infantil que subía hacia los salones estrechos, los ojos como platos ante Torrebruno y sus chaquetas rojas, ante las zalamerías sado-maso de Paula Gardoqui, lo que quisieran echarnos entonces y que cada tarde tras la escuela era “La casa del reloj”, Pedro Meller nombrando a Marta, Popi y Manzanillo e invitando a mirar por la ventana ovalada.
La Casa del Reloj

Eso era antes de que llegara “Un globo, dos globos, tres globos”  que era una modernez, igual que los Teleñecos, que terminaban por cansar, y eso era lo bueno o lo malo de la democracia, que con Franco muerto, y visto en la tele el rancio funeral y el desfile bonito de caballos ante el recién rey un rato después, pues ya no había la cosa aquella de los rombos, tapados con un papelito en una esquina, por si colaba la trampa, y como en la antigua Grecia de cuando Homero la chavalería se convertía en poetas improvisados, en primorosos narradores épicos, que con la cosa de la cadena única, antes del UHF, no había otro tema de conversación que la peli dejada sin ver por padres rigurosos, y había alguien que entonces decía “canta, diosa, del pelópida  Aquiles la cólera funesta, y de cómo al comienzo un coche blanco y de los grandes se para delante de una casa americana con jardín y buzón de esos raros, y se baja una mujer con botas altas, sombrero y unas gafas negras, y su pelo es claro y largo, y llama a la puerta y un hombre le abre mientras ella saca del bolso una pistola con un silenciador, y...”. Así, en esos tiempos de barrio y mataduras en las rodillas, pudieron nacer tantos escritores, por el placer de contar y adornar, de darse a valer porque se conocía una historia que los demás ignoraban. Pero el tiempo, ah, el tiempo, la pelusilla del bozo bajo la nariz, Victoria Vera con sus pechos en blanco y negro ocultos por las barbas de Fernando Guillén, “Judith” de Jean Giraudoux, dato erudito de erotómano adolescente, los programas de nochevieja con platós que parecían el interior de las bolas que se agitan y cae una lluvia de purpurina, Valerio Lazarov que estás en los cielos, cuánto escote sicodélico, cuánta piel para los sueños, la voz de mi madre diciendo “esto en color tiene que ser precioso” y cuando el Mundial de Argentina pudo comprobar que sí, que estaba muy bien “El hombre y la tierra” con el águila culebrera de color águila culebrera. Y las noches de otra vida, con Iñigo los martes desde el Florida Park, Lola Flores buscando el zarcillo caído entre claveles, y Uri Geller que no me arregló ningún reloj porque yo no tenía reloj, ni pude retorcer ninguna cuchara, pero de pronto Alfonso del Real se ponía a lucir un pelucón de colores, “Sumarísimo”, con el ballet de Don Lurio, que no era el Ballet Zoom ni tenía a Giorgio Aresu ni a Bob Nico. 


Don Lurio y el Ballet Zoom

 Y José Luis Fradejas con traje con chaleco, toma elegancia, presentaba los sábados “La juventud baila” dentro de “Aplauso” y, sí, ríanse, una tarde recorrí todos los quioscos de Huelin buscando la revista Aplauso. Porque, en el fondo, somos lo que recordamos, lo que hemos visto, la España de los Botejara, Herta Frankel y la perrita Marilyn, el retaco de Mariano Medina, el gangoseo de Alfonso Sánchez, la audiencia ha decidido que debe abandonar la casa María José Galera, no lloréis que me voy a casar con ella, ¿pero quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?, gritos como ¡Todo el mundo al suelo!, ¡Arriba la Esteban!, restos remotos de memoria que nos llevan al tiempo en que todos los patos se llamaban Saturnino y los niños eran amigos de canguros, osos o delfines.

Artículo inédito, escrito en 2007
con motivo del cincuentenario de la televisión en España

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