viernes, 30 de septiembre de 2011

Miguel Servet: El fuego y la palabra

Se cumplen 500 años del nacimiento de Miguel Servet, hombre de fe y hombre de ciencia, hereje y rebelde, que fue perseguido y muerto por sus ideas incómodas y peligrosas

Medio milenio se cumple del nacimiento de uno de esos raros españoles que aspiraron a transformar su época y sucumbieron a ella. Miguel Servet, científico y hereje, que aspiró a ser especialista y docto en materias tan diversas como medicina, geografía, imprenta, teología y exégesis, ha quedado como lo que finalmente fue: una llama deslumbradora y trágica, una presencia incómoda e incomprendida. Un maldito que quiso ser un genio. Esta es su historia.
La forja
Nacer en Villanueva de Sigena (532 habitantes en 2004), en los Monegros de Huesca, el 29 de septiembre de 1511 supondrá para su pueblo la adjudicación del título de villa por parte de las autoridades de la Segunda República, en 1931, como reconocimiento al sabio y rebelde, y a éste le facilitará, cuando las cosas se pongan difíciles, el apellido que adoptará, Villeneuve, para ocultar el suyo. Hijo del notario de un monasterio y de una descendiente de conversos (el segundo apellido materno, Zaporta, delata el hecho), entró pronto como paje y secretario de Juan de Quintana, confesor de Carlos V, al que acompañará en sus andanzas europeas entre las que destaca la doble coronación del emperador en Bolonia en 1530. Asqueado por el boato, dos años más tarde escribirá sobre aquella ceremonia “El Papa se hace llevar en hombros ¡No se digna echar pie a tierra por no ensuciar su Santidad! Se hace llevar en hombros por los hombres y se hace adorar como si fuese Dios; cosa que ningún impío osó jamás hacer desde que el mundo es mundo [...] ¡Oh, Bestia, la más vil de las bestias, la más desvergonzada de las rameras!”. Las simpatías que empieza a abrigar en Bolonia hacia la Reforma protestante, que anhelaba la pureza y la renuncia al oropel, eran patentes. El paso hacia la heterodoxia era inevitable, y más tras conocer a los dirigentes reformistas Ecolampadio, Bucero y Schwenckfeld tras haber, en vano, intentado entrevistarse con Erasmo. Pero pronto sus puntos de vista disidentes respecto a la Reforma le convertirán en un hereje entre los herejes. Stefan Zweig, en un libro modélico y vibrante (a Enrique Castaños debo la recomendación del sumamente recomendable “Castellio contra Calvin. Conciencia contra violencia”) pinta un retrato no demasiado halagüeño de Servet, a quien le da el papel y mérito de víctima ejemplar: “Tampoco Miguel Servet se convirtió en una personalidad memorable en virtud de un genio extraordinario, sino únicamente gracias a su terrible final. En este hombre singular los talentos se mezclan de modo muy diverso, aunque sin un orden afortunado: un intelecto enérgico, despierto, curioso y tenaz, pero que con luz muy tenue divaga de un problema a otro; un genuino deseo de encontrar la verdad, aunque incapacitado para la transparencia creativa. Francotirador a un tiempo en la filosofía, la medicina y la teología, este espíritu fáustico no encaja plenamente en ninguna ciencia, aunque en todas se inmiscuye. Deslumbrante de cuando en cuando en algunas de sus audaces observaciones, con sus irreflexivas charlatanerías acaba por resultar enojoso”. 
Arde en las cosas un horror antiguo...

La ruta
Marcelino Menéndez y Pelayo, en su “Historia de los heterodoxos españoles” traza un retrato y un juicio de Servet de gran interés: “Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. [...] Campeón de la libertad humana y de la eficacia de las obras, hirió de muerte el sistema antropológico de la Reforma. Aquella sombría tristeza de Witemberg no era para su alma, toda luz, vida y movimiento. Hábil en la disputa, más que paciente en la observación, corrieron sus años en el tumulto de las escuelas entre controversias, litigios y cuchilladas. Ardiente de cabeza y manso de corazón, generoso y leal con sus enemigos, hasta con el mismo Calvino, no fue ni pudo ser, sin embargo, como Tollin supone, un hombre pacífico, sabio y erudito, que prefiere el silencio de su gabinete a los ruidos de la plaza pública. Ese ideal bourgeois es el de un profesor o pastor alemán de nuestros días, pero en ninguna manera el de Miguel Servet, extremoso en todo, voluntario e inquieto, errante siempre, como el judío de la leyenda, espíritu salamandra, cuyo centro es el fuego”.
Calvino, o los peligros de virtud

En 1531 publica, en latín, un libro peligroso, “Los errores acerca de la Trinidad”, seguido al año siguiente de “Diálogos sobre la Trinidad” con los que logra enfurecer por igual a católicos y protestantes, por mucho que ensalzara la figura de Cristo como Salvador. Evangelista Vilanova expone que “según Servet, la doctrina trinitaria tal como la enseñaba la Iglesia era algo imaginario; era en último término, un producto de la filosofía griega, que destruye la verdad de la unidad de Dios. Esta doctrina, además, es responsable de que los judíos y los mahometanos se mantengan en la increencia y no acepten la verdad del cristianismo [...] Por  otra parte, Servet afirma que la doctrina trinitaria da lugar al “triteísmo”, que es una adoración atea de tres ídolos”.  Bucero desde el púlpito pide que “le arranquen las entrañas de su cuerpo en vida”. Con tales ideas, el rastro de Servet huele a humo. Considerado persona non grata en Basilea y Estrasburgo, huye y cambia su nombre por el de Michel de Villeneuve. En 1533 y 1534 estuvo en París, donde escucha a Calvino, hayando amparo y anonimato en Lyon, donde trabaja en la imprenta de los hermanos Trechsel.  En 1537 se instala en París, donde estudia Medicina y Astrología y descubre la circulación de la sangre (en la que, además estaba presente el alma). La comunicación del descubrimiento, más adelante, en un libro de Teología, quedará inadvertida excepto para unos pocos. Tras París seguirá la huida y el encubrimiento: Avignon, Montpellier, Lyon. Vienne-Dauphiné, Charlieu. En 1548, protegido por un arzobispo, se nacionaliza francés y trabaja en Vienne como médico. Nadie sabe que el doctor Villeneuve tiene una doble vida. Y comete el error trágico de enviar su nuevo libro en latín, “La restitución del Cristianismo”, que se publica falseando el impresor y lugar de impresión y firmado como M. S. V. (Miguel Servet Villanovus) al reformador Calvino, que domina Ginebra a rezos y fuego. Un lugar en el que no sólo la música, sino el mero sonido de las campanas, estaban prohibidos por frívolos.
La llama
Además del envío de una copia de su manuscrito, Servet mantiene una fatigosa correspondencia teológica con Calvino, cuya escasa paciencia mengua rápido. Desde Ginebra, hace que una tercera persona denuncie a Servet a Ias autoridades francesas y católicas descubriendo su identidad. Para entonces, Servet vive en palacio arzobispal de Vienne. Detenido, se evade. Es acusado en Vienne de herejía escandalosa, sedición, evasión y rebelión y condenado a morir en la hoguera rodeado de fardos de papel que representan sus libros. La condena es cumplida en efigie.

El lugar en el que busca refugio es Ginebra. Un error que le costará la vida. Allí, insensato, acude a la  iglesia de San Pedro, en la que predica Calvino, en la que es reconocido y a cuya puerta, tras el oficio, es detenido. Del 13 de agosto al 27 de octubre de 1553 transcurre el juicio, en el que Servet planta cara a sus acusadores mientras vive en un sórdido calabozo que hace dirigir un ruego a sus carceleros: “Os ruego, por el amor de Cristo, que no me neguéis lo que concederíais a un turco o a un criminal. De todo aquello que habéis ordenado para mi aseo, no se ha hecho nada. Estoy en un estado aún más lamentable que antes”.
Calvino y Servet. Theodor Pixis, 1861

En los interrogatorios participa, impasible, el propio Calvino. Zweig relata con patética concisión el desenlace: “El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo, sus ojos ya desacostumbrados ven de nuevo la luz del cielo”.  Ante el Ayuntamiento se le lee la sentencia: “Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante”. En la pira, alimentada con madera verde para una combustión lenta, se encomienda a Dios: “Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten puedad de mí”. Con las manos atadas al poste, susurra “Oh Dios, Dios mío”. Uno de sus perseguidores le reprocha: “¿No tienes nada más que decir?”. Servet replica “¿Qué otra cosa podría hacer sino hablar de Dios”.  Y así hará, ya arropado de llamas: “¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!”. La respuesta será el silencio, el viento. Las cenizas.

Enseñanzas y epitafios
Marcelino Menéndez y Pelayo, pese a su afán de ortodoxia, guarda respeto por el aragonés, de quien llegará a decir que “El suplicio de Servet, ya lo dijo Voltaire, es mil veces más censurable que todas las hogueras de la Inquisición española, porque estas no abrasaron a un sólo sabio”, opinión que antes compartió Edward Gibbon, el historiador inglés del siglo XVIII, al afirmar que “Estoy mucho más profundamente escandalizado por el solo suplicio de Servet que por los cientos de personas inmoladas en los autos de fe de España y Portugal”. Voltaire, que no ahorró alusiones a Servet, sostenía que “La detención de Servet en Ginebra, donde no había publicado ni dogmatizado y donde en consecuencia, no podía ser entregado a la justicia, debe considerarse como una barbarie y un insulto al derecho de las naciones”. Pero la más atinada conclusión deducida de la muerte de Servet es la que formuló Sebastián Castellio, al que sólo la enfermedad libró de también perecer bajo la tiranía de Calvino y que, a su vez, son palabras sagradas: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. No se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe [...] Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre”.


En el lugar donde se erigió la pira, ridículamente al lado de una carretera por la que pasan indiferentes los vehículos que atraviesan un falso túnel, un monolito de piedra, situado cuando se cumplían 350 años de la ejecución, rememora el hecho: “El 27 de octubre de 1553 murio en la hoguera en Champel Miguel Servet de Villanueva de Aragón nacido el 29 de septiembre de 1511”. Al dorso de la piedra, otra inscripción más extensa pretende, como estas páginas, hacerle una mínima justicia nombrando al asesino y omitiendo, a la vez que la honran, a la víctima:  “Hijos respetuosos y agradecidos de Calvino nuestro gran reformador pero condenando un error que lo fue de su siglo y firmemente ligados a la libertad de conciencia según los verdaderos principios de la Reforma y del Evangelio hemos erigido este monumento expiatorio el 27 de octubre de 1903”.

Artículo publicado en diario Sur el 24 de septiembre de 2011

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