martes, 26 de abril de 2011

La gloria de Rembrandt y la almohada de Tàpies

Nota previa: en abril de 2006 escribí un articulito sobre arte con algún elemento autobiográfico y un poquito de misticismo. Ignoro si se publicó en algún lado. No obstante, considero que puede ser interesante. Avisados están.

Hace unos meses, en las páginas del suplemento “Vivir la Cultura” del diario “Sur”, de cuyos contenidos soy asesor, dedicó una doble página a que tres críticos del diario, coincidiendo con la salida en librerías de “Historia de la belleza” de Umberto Eco, eligiera cada cual su obra de arte más hermosa. Éramos tres: Enrique Castaños, Alfredo Taján y quien esto firma. El resultado fue sorprendente. Castaños (desde siempre volcado en el arte más contemporáneo) eligió la catedral de Chartres, Taján un retrato de María Antonieta por Vigée-Lebrun y yo “Jeremías llorando la destrucción de Jerusalén”, de Rembrandt. Significativa selección. La más moderna de las obras pertenecía al siglo XVIII. Nada de contemporaneidad.

El Jeremías de Rembrandt

            Este hecho da que pensar. ¿Acaso es vacuo, o simplemente feo, el arte actual o el del siglo XX? No y a veces, sería mi respuesta. Lo cierto es que hay una consigna clásica, de la “Epístola a los Pisones” de Horacio, que en pulcro latín dice “exegi monumentum aere perennius”. Lo que en castellano se puede traducir como “erigí un monumento más perenne que el bronce”. Y tal vez sea esa falta de ambición, ese anhelo de intemporalidad, lo que hace fallar al arte de nuestros días. Aunque los pintores y escultores piensan que su arte está concebido para durar y durar. Hagan la prueba de decir, a bote pronto, el nombre de una obra de arte. Lo más seguro es que no salga ninguna actual. ¿Lo han intentado ya? Pues bien, sigamos.

            Rembrandt cumple ahora 400 años. Y su gloria sigue intacta. Cada pincelada suya es emocionante. Es como la música de Bach, tan cargada siempre de compasión. Sus autorretratos nos muestran a un hombre que se siente solo pero manteniendo la dignidad contra viento y marea. Una mortalidad cubierta de oro. Eso es para mí Rembrandt. Sucede también que hay cuadros que de pura belleza se sienten ganas de hincarse de rodillas ante ellos y rezarles. Aunque no se tenga fe. Eso me ha pasado cuando en Madrid me reencontré con “Ofelia” de John Everett Millais. Ya la conocía de haberla visto en Londres, rodeada de otras obras maestras prerrafaelitas. Pero encontrarla en España supuso una conmoción. Minutos de reverente silencio observando los detalles y presintiendo, y sintiendo, que se estaba ante algo mayor, y mejor, que la vida. Era asomarse a la trascendencia. Y con esta palabra nos adentramos en un nuevo camino de este texto de ideas que se bifurcan, de la religión.

John Everett Millais: Ofelia (1850)

 
            Permítanme una nueva ojeada a mi ombligo. Tengan paciencia. Fue hace más de diez años. Era yo crítico musical del extinto “Diario 16 de Málaga” y fui al Teatro Cervantes a oír una ópera. “Lucia di Lammermoor”, de Donizetti. Era una ópera que conocía de sobras. La soprano, estadounidense y joven, desconocida, se llamaba Kathleen Cassello. Hubo un momento, y no de los más intensos de la obra, en que me sentí al borde del derrumbe emocional, de las lágrimas. Se lo comenté a mi acompañante. No podía más. Aquello era superior a mis fuerzas. Y aquella noche tuve un sueño. Sin imágenes. Pero con sonido. Oía la voz de Cassello cantando la ópera completa. Pero bajo su voz había algo que me fue manifestado en el sueño. Algo que venía a significar “esto es la belleza y la verdad”. Y la unión de esos dos elementos significaba Dios. Así, con mayúsculas. Fue lo más parecido a una experiencia mística que he sentido en mi insignificante vida. Me levanté transformado. Ya no era un ateo militante, ni un agnóstico. Pasado el tiempo, tras zozobrar mi vida y recomponerla con otra mujer, aprecié en ella esa misma unión de belleza y verdad, emanada seguramente la primera de la segunda. Y terminé por ser un creyente. En un Dios sin nombre ni forma y al que venera el pueblo de Israel.

Kathleen Cassello como Lucia di Lammermoor
            Es entonces, y aquí regresamos al Arte, y espero no volver a contar experiencias propias, cuando se añade ese otro factor a esta ecuación. La trascendencia, entendida ésta como lo que, siempre subjetivamente, nos es superior. Lo que subjetivamente apreciado (sé que la objetividad es una quimera) se nos muestra como ajeno a las leyes de la lógica, de la química que se ha querido convertir en la explicación de todo proceso. ¿Qué es la belleza? No lo sé, y cada vez estoy más lejos de saberlo. ¿Qué es la verdad? Misma respuesta. Pero sé, siento, que la unión de esos dos elementos es lo que dota de intemporalidad a una obra de arte. Por poner unos ejemplos de artistas en ejercicio, sé que Guillermo Pérez Villalta, José María Larrondo, Miquel Barceló, Ouka Lele, Miguel Oriola, Chema Cobo o Bola Barrionuevo reúnen esos dos elementos. Y, por lo tanto, es trascendente su arte. Del mismo modo, al ser un buen observador desprejuiciado, lo que pintan autores malagueños tan clásicos como Fermín Durante o Francisco Torres Mata, o tan en contra de las normas tradicionales como Jorge Lindell o Enrique Brinkmann, o de cuadros tan desasosegantes como los de Francisco Peinado, también tienen esa voluntad de resistir al tiempo. Con complacencia hacia la realidad, o en rebelión contra ella, todos luchan, a base de fe en lo que hacen, contra el tiempo. La posteridad es algo que desconocemos. Y que todo gran artista desdeña. Además, si llega, tampoco significa que la obra y el artista valgan la pena: puede deberse a un capricho del mercado, en el que artistas muy mediocres siguen cotizándose. Pero ya no se trata de Arte sino de Negocios. Pero vayamos ahora hacia otro desvío de este “slalom” algo titubeante y acelerado.  La ambición de la obra de Tàpies.

"Diálogo", de Fermín Durante.
Tan inmenso artista como amigo.
Obviamente, lo echo de menos

            ¿Y por qué Tàpies? Porque, además de ser el patriarca de la vanguardia española, es el artista que más incomprensión sigue provocando. Aparte de ser el más ambicioso de ellos. Sus materiales, cotidianos y humildes, como el famoso calcetín, o almohadas fijadas sobre cualquier superficie, empujan al espectador medio (en un país donde la insensibilidad hacia lo difícil o extraño brilla especialmente) al desprecio por su obra. A mí, personalmente, me gusta Tàpies. Me gusta su búsqueda constante e independiente, su coherencia en no refrenarse sabiendo que lo que hace, seguramente, no gustará. Pero Tàpies tiene un riesgo, que es el de que para apreciar su obra se necesitaría la explicación del propio artista, tan interior y complejo es su mundo. Dudo que la opinión de un experto coincida con la del propio autor. Y ese riesgo, ese “pero” es el que hace que ferias como ARCO se conviertan en escaparates de pasmos, en sustitutos de las viejas barracas de prodigios y monstruos de las ferias antañonas. Se habla de la cultura, posmoderna hay quien la llama, del “todo vale”. Y está bien que todo valga. Pero, seamos honestos, ¿vale que una artista se dedique a lamer el suelo de todo su stand como acción artística? No. Son formas de llamar la atención. Aunque se me pueda tildar de reaccionario después de haber hecho una apología de Tàpies a pesar de Tàpies. Y más después de haber hablado de la gloria de Rembrandt, el pintor más humano que este planeta haya producido.

            Y aquí cerramos el bucle. Verdad y belleza. Unidas. Sin duda hay verdad (una verdad oculta encerrada en una sima oscura) en Tàpies. Pero hay verdad y belleza en Rembrandt. Como la hay en Millais. O en “Monje a la orilla del mar” de Caspar David Friedrich. O en “Las Meninas”. O en “El osario” o “La vida” de Picasso, o en todo Ramón Casas, o en los retratos de Pavel Tretiakov pintados por el ruso Ilia Repin o los paisajes de Isaac Levitan. De igual forma que sólo hay belleza en la fascinante pintura “pompier”, cuyo mayor representante, William-Adolphe Bouguereau, o la de Laurence Alma-Tadema, seducen de forma muy especial. Por ello, retomando a Horacio, habría que, para alcanzar la perennidad, exigir al menos verdad en la obra de arte. Y verdad no significa realismo. Fijémonos entonces en la pintura de Jean-Michael Basquiat. Especialmente extraña, violenta. Hasta fea, según opiniones. Pero cargada de verdad. Como está plena de belleza parte importantísima de la obra de Dalí pero, al mismo tiempo, ausente de verdad.

Antoni Tàpies: Despertar sobtat [Despertar repentino], 1993

            Sí, estamos de acuerdo. Todos estos términos de verdad y belleza son rancios, y tanto que hasta se ha citado aquí, en rigurosa versión original, a Horacio. Y que mucho de lo escrito podría haberlo hecho Luzán en el siglo XVIII, y que hay un poquito de Aristóteles y una pizca de Platón en todo lo dicho. Como ven, sobre gustos hay muchísimo escrito. Incluido este artículo en el que no se pretende sentar cátedra ni poseer la razón. Lo dicho: es un texto escrito desde la subjetividad, una apuesta por la verdad (que es múltiple) unida a la belleza (subjetiva también por excelencia). Para no abrir un debate, sino para hacer pensar en el gusto artístico, sobre la Estética, aunque no era el propósito. Mientras cada cual reacciona sobre lo escrito, el autor, fatigado, se apoya sobre la almohada de Tàpies para soñar con la gloria de Rembrandt. Y el resto es silencio.

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