Ahora que Gadafi se atrinchera en Trípoli mientras su país es terreno para las llamas y la desolación, recuerdo cuando en el buzón de casa, en el viejo barrio de la infancia, recibía los boletines de la embajada de Libia (papel de periódico, y como título “Al Yamahiriya”), a los que se unían los de Irak (la revista “Tigris” y el boletín “Qadissiat Saddam”) y los envíos esporádicos de la Unión Soviética (los tomos de papel barato para aprender ruso a través de Radio Moscú), la RDA (papel de alta calidad, fotos de delicioso color, la sonrisa de Honecker), de Nicaragua sandinista y de la Yugoslavia post-Tito. Todo el eje del mal en el buzón de los hermanos Montañez. Un siniestro destino cerniéndose sobre aquellos países que, en su mayor parte, desaparecerían tras aquella voracidad de los dos mocosos que enviaban escuetas cartas a las embajadas en las que se pedía información sobre aquellos países remotos. Y revolucionarios. Todo ese espejismo se derrumbó lenta pero estrepitosamente (en los hechos históricos pero también en mi interior). El loco Gadafi, el inspirador de aquella propaganda devorada en casa, ya no es el paladín raro de esa adolescencia errónea. El grito de John Wilkes Booth tras asesinar a Lincoln vuelve a sonar en tantas gargantas, y también en la mía, cuando la revolución incierta de hoy sirve para la nostalgia de quien fui, de quienes fuimos.
Espléndido.
ResponderEliminarGracias, Miguel Ángel. Al fin y al cabo, lo que me ha salido es un trocito de autobiografía en el que la revolución libia hace de mi magdalena de Proust. Me temo que me irán saliendo más textos así. Un abrazo.
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