lunes, 14 de febrero de 2011

MARI CARMEN CORCELLES, LA PAVOROSA SIMETRÍA DE LA FELICIDAD

Página web oficial de Corcelles. Entre los artistas sobre los que he escrito y con los que mantengo amistad, Mari Carmen Corcelles, junto a su marido Juan Béjar, tiene un lugar muy especial. Inaugura ella (en breve llegará el momento de Juan) el rescate de los textos que sobre artistas (en su mayor parte malagueños) fui publicando semanalmente en las páginas de Sur. Suena a forzosa disculpa, a cortesía ajada, pero todo mérito que pueda caber en estos textos es responsabilidad única de los pintores, escultores y fotógrafos que los protagonizan y motivan. Ahí va el perfil, tal cual se publicó:
 
               

“Cada vez que pongo la última pincelada en un cuadro, me siento dominado por la idea de que he olvidado todo lo que sabía sobre mi arte y de que tendré que descubrirlo todo de nuevo. Es como si te despertaras, tuvieras que escribir un discurso y entonces te dieras cuenta de que no puedes recordar las más sencillas reglas gramaticales”. Esta confesión de Balthus ha debido sentirla más de una vez, es decir, cuando termina cada una de sus pinturas, Mari Carmen Corcelles (Málaga, 1947). No hay que mirar sus pinturas. Que son de esos cuadros que algunos llaman naïf y se equivocan al hacerlo, porque la palabra francesa significa ingenuo, y no hay ingenuidad en esta forma de pintar. Todo lo contrario. Hay una madurez que tiene aprendida bien la lección de la Historia del Arte (y permitan aquí mi personal adhesión a los que luchan contra eliminación de esta licenciatura universitaria) y mientras en el naïf hay por lo general improvisación, una voluntaria (o no) impresión de que el cuadro se construye solo, a la buena de Dios, sin bocetos, sin maduración de la idea, en Corcelles hay todo lo contrario. Porque lo que hay por lo general de ingenuidad es aquí sólo optimismo. Los colores no son planos, no hay primitivismo alguno. En cambio, nos encontramos con una geometría perfecta que sabe conducir la mirada de un lado a otro, en diagonal, en zigzag, en trayectorias horizontales y verticales, que permiten una segunda lectura de la obra: más allá de la vegetación o de los señores de bigotes y de corazón roto (se les nota en la circunspección sin sonrisas, en el pudor pálido que los domina, hay una arquitectura interior que obra con la perfección de los maestros del Renacimiento. No es simple nostalgia del pasado lo que nos plantea Corcelles, sino una reivindicación del orden secreto del universo. Detrás de esta pintura aparentemente sencilla están las esperanzas cristalinas de los pitagóricos, de los platónicos. Y alrededor circulan lentos, o más bien se detienen, caballeros que pueden responder a ese término tan antiguo de los pollos-pera, damiselas insatisfechas en su candor, niños que seguirán siendo solemnes y animales que nos observan e interrogan desde su inocencia edénica. Nada menos.

No es Mari Carmen Corcelles una pintora de domingo (los pintores de festivos y fiestas de guardar no tienen a su espalda un público fiel, ni han pasado, como ella, por la Escuela de Bellas Artes, de la que le ha quedado un gran interés, y cuidado, por los aspectos más formales de la pintura). Como sucede con el Aduanero Rousseau (era inevitable, lo es, que este nombre aparezca siempre cuando de la pintura de Corcelles se trata), ha sabido encontrar un puente entre el realismo y el surrealismo. Sus figuras que posan hieráticas sobre horizontes puros, contra paisajes inmaculados, nos hacen preguntarnos qué mundo es ese que tanto se parece al nuestro y al que el nuestro, ay, no se parece. Qué vida es esa que es la quisiéramos para nosotros pero que sin embargo no nos atrevemos, de puro miedosos con un temor que no nos atrevemos a analizar, a vivir plenamente. Y entonces llega la tristeza, la melancolía que vemos en esos animales y personas, auténticas estatuas de ellas mismas, que algo nos ocultan. Y es como asomarse al otro lado del espejo y retirar raudos la cabeza ante el vértigo que esa serena, serenísima, realidad nos plantea. William Blake hablaba de la pavorosa simetría del tigre. Yo hablo de la pavorosa simetría de la felicidad, que nos es tan ajena, tan lejana, tan irrecuperable.
Artículo publicado en diario SUR, 17 de junio de 2005

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