A Jose Luis y Llucía,
amigos portugueses (y macaenses)
Hay lugares que nunca imaginaste
visitar y un día los habitaste. Es el caso, en mi persona, de Saint Augustine
en Florida, de Estambul, de Seúl, de Lima, de Mérida en Yucatán. Otros tenían
en sí una seducción literaria o simplemente eufónica que cuando las
circunstancias lo permitieron te hacen sentir que cumples con un destino sutil
y maravilloso. Es el caso de Praga, de Varsovia. De Macao.
Porque allá a lo lejos hay una
película de Orson Welles, Una historia
inmortal se tituló en España, y en su versión original, francesa, Une histoire inmortelle, de 1968, que en
la bruma de mi memoria me asombró con aquella historia breve de mercaderes en
Macao en el siglo XIX, con profecías, música laberíntica y narcótica de Eric
Satie y exteriores que sólo más tarde supe que eran castellanos (sobre todo de
la localidad, de nombre tan falsa y deliciosamente chino, de Chinchón). Pero en
esa lejana juventud también estaba una cancioncilla de Guillermina Motta en
catalán, de 1981, que hablaba de ese enclave todavía portugués como un lugar de
peligro y aventuras (En la noche silenciosa, /resuenan pasos por el puerto. /
Brilla una daga. Gozosa, /siento el chaf de un hombre muerto. /…/ Soy la reina
de Macao, / puerto turbio y peligroso. /Un junco es mi palacio, /amarrado en
lugar dudoso. / Macao, Macao, /cuando uno se levanta, ¡el otro se cae! /
Portugueses y chinos, ingleses y americanos, / alemanes y franceses, / rusos y
catalanes, / los gángsteres más peligrosos / en los mercados de droga y oro /
velan, atentos y confundidos, los movimientos de mi corazón). La ciudad
decadente de Welles, con sus escalinatas, viento y columnas, era la misma de la
fantochada de Motta. De ahí que cuando surgió, gracias a la confluencia entre
una importante empresa hotelera macanesa y el Museo Casa Natal Picasso al que
dedico mis afanes, supe que disfrutaría la experiencia de pasar un par de semanas
trabajando en Macao. No me equivoqué.
Llegando al aeropuerto de Hong
Kong, y accediendo a Macao por carretera gracias al prodigioso puente Hong
Kong-Zhuhai-Macao, de 55 kilómetros, el paisaje permite espantarse del perfil
de Hong Kong, propicio a ensoñaciones con Godzilla, pero no, todavía, del
encanto recoleto, conmovedor, de Macao. El paisaje de Macao se diferencia según
zonas, que enumeraremos en sentido ascendente de sur a norte: la isla de
Coloane, tranquila y poco desarrollada turísticamente, la isla de Taipa,
razonablemente entretenida, la isla artificial llamada Cotai (COloane + TAIpa)
situada entre ellas, y al norte, unida a la China continental, la península de
Macao.
Tras dejar atrás el abominable paisaje urbano de Hong Kong, cuando llegué a Macao no sabía bien qué esperar. Había oído hablar de su fama como Las Vegas de Asia, un rincón en el que el lujo y el juego se
encuentran en cada esquina, pero a medida que mis pasos avanzaban por sus calles,
me di cuenta de que la ciudad no era solo una tierra de casinos y neones
brillantes una vez se sale de Cotai, donde tuve la sede de mi trabajo. Macao es mucho más, un trozo de Europa en pleno corazón de Asia, con una
historia que se siente como un puente entre dos mundos, un eco lejano de los
tiempos coloniales portugués y la vibrante expansión china.
Cotai es imaginación y poder económico. Arquitectura historicista y sin complejos, como la elegancia francesa, con tejados de pizarra con mansardas y profusión de columnas, del modélico Grand Lisboa Palace, los asombrosos espectáculos nocturnos de saltos de agua y música del Wynn Palace (con fachada curva casi idéntica a su matriz en Las Vegas), el Morpheus diseñado por Zaha Hadid con líneas reticulares, el Londoner con su Big Ben, su evocación de las Casas del Parlamento y a la vez de la Abadía de Westminster (y en su recepción una recreación del monumento de Eros de Piccadilly Circus sobredimensionado), el Venetian con su combinación de palacios, canales y campanarios, y el lujo extremo de los comercios de su interior, el disparate del Parisian con su torre Eiffel con bombillas y música, o el atractiva Art Déco del Studio City.
Pero por abracadabrante que sea Cotai, esa casi obscena ausencia de pudor arquitectónico, Macao no es solo un lugar que se ve; es un espacio que se siente, se percibe en sus capas de historia, cultura y tradiciones. Aunque para ello habrá que salir de Cotai. Al caminar por Coloane, Taipa o la península de Macao, hay algo gratísimo y emocionante en el aire, una mezcla de nostalgia y modernidad, que te envuelve de inmediato. Algo que te responde afirmativamente a la pregunta que siempre me hago en otros países: ¿podría ser feliz viviendo aquí?
Los edificios coloniales que encuentras en Taipa, Coloane y Macao hablan de la presencia portuguesa de más de 400 años y que se mantiene en la toponimia y en gratas costumbres, como las misas católicas en portugués. Aquella a la que asistí en Nossa Senhora do Carmo, en Taipa, se mantendrá siempre en mi memoria.
Coloane es apacible. Deseable.
Y la joya es Macao, la península. Donde los edificios como el Grand Lisboa, con su silueta osada, convive con casitas humildes.
Siendo el corazón de la ciudad la Plaza Senado (largo do Senado) con su conjunto arquitectónico administrativo portugués, las calles parecen alejarse de ese rincón profano para buscar el alma, sagrada, de la ciudad.
En las calles cercanas, mensajes inesperados, en la proximidad de lo inaprensible, pueden despertar las lágrimas.
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