martes, 29 de agosto de 2017

Lecturas: El trasfondo humano de la guerra. Con el ejército soviético de Stalingrado a Berlín (Michael Jones)

Un buen libro con un título engañoso y malo. El original en inglés es Total war. From Stalingrad to Berlin. Es decir, Guerra total. Que es lo que hubo y es lo que hay en estas páginas. No suspiritos y cartitas. Que también las hay dentro pero no va de eso este libro. Con una sólida documentación, este volumen hubiera necesitado más páginas, muchas más de las 333 de esta edición de Crítica, para dar cabida a lo que era su objetivo: contar la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista soviético desde Stalingrado hasta la conquista de Berlín y desde el punto de vista subjetivo de los soldados. El enfoque es el adecuado, y Jones narra con pericia y poniendo las cosas claras desde un comienzo. Ya en el prefacio lo advierte: La respuesta de algunas tropas soviéticas al llegar a territorio alemán -donde cometieron toda una serie de atrocidades contra la población civil- fue igualmente vergonzosa. En este libro, los combatientes rusos hablan sinceramente de las violaciones, los asesinatos y los saqueos cometidos por los de su propio bando. Aquellas acciones ensuciaron el heroísmo del Ejército Rojo. 




En el apresurado repaso a los hechos, que son narrados sólo para dar lugar a los testimonios, se señala la responsabilidad de Ilyá Ehrenburg sobre la conducta de sus lectores, y no se esconde la dejación de responsabilidades de los mandos soviéticos que permitieron tanto asesinato innecesario, tanta violación, hasta que tardíamente le pusieron coto. Como tampoco se obvian las atrocidades nazis. Por medio, asistimos a la nostalgia del poeta Pavel Antokolsky, padre de un caído de 18 años y autor de un celebrado poema sobre esa pérdida, titulado escueta y elocuentemente Hijo (el poema, aquí en español), y revelaciones terribles. Tal vez la peor de ellas sea la que cierra el libro y que da voz al soldado que en la famosa foto ondea la bandera soviética sobre el Reichstag y cuya identidad, Alexei Kovalev, se ocultó durante décadas para otorgarle a otro ese momento eterno de gloria. Explorador en el Ejército Rojo, este veterano de mil combates, se sincera con Michael Jones (es pertinente la larga cita en la que reproduzco el final del libro):


"Como explorador con labores de reconocimiento, siempre iba por delante de nuestro ejército y tenía que reunir datos para la inteligencia. Usaba a la gente local; los abordaba y les preguntaba por el paradero de los alemanes. Eran rusos, gente buena, y querían ayudarme. Me decían todo lo que sabían". Kovalev se esforzó por continuar. Le resultaba difícil decir esto, sobre todo a un occidental. Pero Kovalev me miró a los ojos y siguió: 

"Imagine esto. Cojo a una joven rusa, que está lavando la ropa en el río, a un niño que juega en un pueblo, o a un anciano sentado a la puerta de su casa. Les pregunto. Ellos me ayudan en todo lo que pueden. Y entonces, la "norma férrea de nuestro ejército": tengo que matar a mis fuentes, sin excepción. No puedo correr el riesgo de que los alemanes los capturen, interroguen y descubran que nuestras tropas están en las inmediaciones. No puedo poner en peligro a todo nuestro ejército por la vida de una sola persona".

Kovalev hizo un gesto repentino con la mano. Tenía lágrimas en los ojos. "Les cortaba el cuello con un cuchillo. Maté a centenares de los nuestros, personas decentes, amables, honradas. Los maté, los asesiné para poder derrotar a los alemanes. Este es el precio que pagué. Tengo que vivir con esto cada día, durante toda mi vida".

Una victoria extraordinaria, sustentada en un sufrimiento inimaginable. Y una bandera roja ondea sobre el Reichstag.


miércoles, 9 de agosto de 2017

Lecturas: El espejo blanco. Viajeros españoles en la URSS (Andreu Navarra)



Mi lecturas rusas y soviéticas vienen de antiguo, pero mis ocupaciones en la Colección del Museo Ruso San Petersburgo/Málaga me llevan a incidir en ellas. Esta vez fue un coloquio entre Elvira Roca, amiguísima desde siempre, y Andreu Navarra, a propósito de la rusofobia y la rusofobia, lo que me llevó, a posteriori (lo confieso) a sumergirme en ambos libros. Sumamente incitado por la amenísima cena que con ambos tuve y con el amigo y compañero ideal que es Ignacio Jáuregui. Andreu, con su aspecto joven (que lo es, sobre todo comparado conmigo), su verbo directo, su conversación de colegas de toda la vida, choca con su libro, docto y sumamente documentado. Navarra se ha leído casi todo lo que los españoles que en su día pasaron por la URSS y muchísimo e lo que contaron los que conocieron la Rusia imperial. Con una exposición clara, certera, apasionada cuando debe serlo (como cuando confronta los méritos de los libros sobre la experiencia soviética a cargo de Luiza Iordache, que no tiene complacencias con los matarifes del martillo y la hoz, y Natalia Kharitonova, tibia y cobarde en el rechazo), Andreu Navarra recorre las visiones de unos y otros, desde los que buscaron por curiosidad qué podía haber de nuevo o de bueno en el experimento soviético, a los que fueron a por adoctrinamiento y recetas para importar en España, los socialistas que supieron espantarse a tiempo, los catalanes (con un insospechado Josep Pla entre ellos) que iban a bichear la cuestión de las (pluri)nacionalidades, los comunistas allí atrapados tras la guerra y sus putaditas asesinas entre ellos, los divisionarios arrogantes y a menudo cerriles, y los viajeros (Montserrat Roig, Vázquez Montalbán) de los últimos años de la URSS. Por medio, figuras como Julián Juderías, el tan querible Chaves Nogales, la rescatable Sofía Casanova. Y Dionisio Ridruejo, de quien rescato una cita sobre el destino atroz de los judíos rusos durante la Guerra: Aún en Radozscovice he visto pasar pasar un grupo de judíos, marcados, abatidos, con la mirada vaga. No sé de dónde ni hacia dónde. Pienso, mientras siento una gran piedad, que una cosa es la formulación de la teoría y otra la de los hechos. Comprendo la reacción antisemítica del Estado Alemán. Se comprende por la historia de los últimos veinte años. […] Pero si esto –e incluso las articulares razones nazis– se comprende, deja de comprenderse tan pronto como nos encontramos, en concreto, cara a cara, con el hecho humano: estos judíos traídos a Polonia o extraídos de ella que sufren, trabajan, probablemente mueren. Si se comprende no se acepta. Ante estos pobres, temblorosos seres concretos, se hunde la razón de toda la teoría.

Un libro, pues, que no es una apología atolondrada ni una condena a la manera azulenca del Rusia es culpable. Hay aquí mucha inteligencia y mucha capacidad de exponer la complejidad de esos años blancos y rojos. 


martes, 8 de agosto de 2017

Lecturas: Una sensación extraña (Orhan Pamuk)

Sigo mis lecturas de todo Pamuk, atrancándome en el último capítulo de Me llamo Rojo (próximamente en este blog) y saltándome en el orden cronológico dos títulos (Estambul y El novelista ingenuo y sentimental). Y me encuentro con su última ficción capaz de tocar el espíritu y el corazón del lector. Pero tal vez de un tipo de lector sobre todo. Del mío. Me aclaro, del que proviene de una clase que no es la media-media como me sucede en este momento de mi vida sino que ha conocido no la miseria y el hambre pero sí la vida que hay que lucharla cada día (y aquí homenajeo a mi desmejorado padre, homenajeo a mi madre difunta y a tantos familiares y vecinos que supieron lo que era la vida en una barriada obrera de los años 60 y 70. Pero no vengo aquí a ponerle un marco suburbano a mi irrelevante ombligo, no vengo a dar pena, a dármela de pobre (de más pobre). No, vengo a invocar la capacidad para la empatía de los personajes, de algunos personajes, de Pamuk. De lo que le hace ser un autor extraordinario. Porque aquí es un vendedor turco de boza (un bebedizo de trigo fermentado muy apreciado en la Turquía más tradicional) , de nombre Mevlut, que lleva una vida más o menos calamitosa, más o menos dichosa, absolutamente creíble, desde su infancia en una aldea turca de finales de los años 50 hasta su madurez en el Estambul de ayer mismo. Una historia cotidiana, sencilla, con sus tragedias más o menos grandes (dos muertes hay en esta historia, ambas imprevistas), dos alegrías que a la larga permanecen y perviven. Todo ello sobre el trasfondo de un Estambul amado por Mevlut y que no es el del barrio de Nisantasi, tan recorrido por Pamuk, sino el de los suburbios pobres que en el barrio céntrico de Beyoglu ve el espejo de la vida más grata pero que, ay, es ajena y fugitiva.

Nos encontramos con una novela que sin ser extraordinaria te hace desear que sus personajes (ninguno un villano y todos con sus sueños irrealizables) tengan más voda que mostrar y que sentir. Una novela que tiene un largo subtítulo que explica de qué va el libro: Una historia obre la vida, las aventuras, los sueños y los amigos de Mevlut Karatas, el vendedor de boza, y una fotografía de la vida de Estambul entre 1969 y 2012, descrita desde la perspectiva de numerosas personas. Nada menos. Y por ello Pamuk recurre a darle voz, a veces por un par de páginas, a veces por un breve párrafo, a multitud de personajes que toman la voz en primera persona para completar lo que el narrador nos cuenta en tercera pero desde el punto de vista del querible Mevlut. Para dar solidez al conjunto, el autor completa el volumen con una cronología de los hechos (que es mejor no consultar antes de tiempo para evitar que ese conocimiento te hurte sorpresas) y hasta un índice analítico sobre los personajes. Como si de una biografía académica se tratara. Añade el libro además el atractivo, sorprendente, de ilustraciones hechas por el imprevisible Pamuk.



Muy recomendable. Delicioso. Una lectura aconsejable para iniciarse en la obra del gran autor turco. Que hasta te hace querer probar la boza (en el primer vídeo, una visión breve muy neutra, en el segundo una chavala con gracia dudosa prueba y comenta en español lo que Mevlut convierte en el eje de su vida).