miércoles, 30 de julio de 2014

Sin piedad, sin esperanza

El título es el de un libro de David Solar. El año de la primera edición es 2002, la dedicatoria del volumen es "A todas las víctimas de todas las injusticias". El subtítulo del mismo, "Palestinos e israelíes, la tragedia que no cesa". Doce años han pasado, y el título y subtítulo vuelven a ser certeros.  Soy sionista, y me considero, también, judío. Sionista que significa defender el derecho a la existencia del estado de Israel, pero ello no quiere decir que los palestinos no tengan derecho a tener su propio estado. Duele ver, en boca de gente de izquierda y de extrema derecha, el sionismo como encarnación de todos los males, duele ver cómo una vez más, a día de hoy, se vuelve a juzgar lo que pasa demonizando sólo a uno de los bandos en cuestión. Yo, aquí y hoy, condeno y rechazo la actitud de Israel. Yo, aquí y hoy, condeno y rechazo la actitud de Hamas. No caigo en la ceguera de los sumisos, en la disciplina de "son los míos, y los míos nunca se equivocan". Otras veces he escrito aquí sobre los terroristas de Hamas. Siguen siendo lo mismo: terroristas, cobardes capaces de poner un niño como frágil escudo de un arma. Lo mismo de siempre, al fin y al cabo. El fanatismo, la Yihad, toda esa mierda. Pero lo que ha cambiado es la actitud de Israel, capaz de optar por la fuerza bruta, por la desproporción, por renunciar a todo filtro ético. Hamas es culpable. Israel es culpable. Y cuando digo Hamas no me refiero a los civiles que quisieran tener un suelo propio con su bandera y su pan (es algo a lo que se renunció en 1948: mientras Israel proclamaba su estado obedeciendo el mandato de Naciones Unidas, el bando árabe renunció a crear el suyo propio para atacar a Israel; ahora se intenta volver a 1948. Que se hayan perdido todos estos años, toda esta sangre, responde al error irracional de los dirigentes musulmanes de entonces, y de los que siguieron apostando por la vía sangrienta). Y cuando digo Israel no me refiero a los civiles que quieren seguir teniendo su suelo, su bandera y su pan sin que les caigan cohetes enviados desde Gaza. Me refiero a un grupo que está considerado como terrorista por la Unión Europea, que es Hamas. Me refiero al gobierno de Netanyahu que ordena al Tzahal (las fuerzas de defensa de Israel) bombardear sin contemplaciones. Unos hijos de puta musulmanes secuestraron y asesinaron a tres adolescentes judíos, unos hijos de puta judíos asesinaron con inaudita crueldad a un adolescente musulman. Y ahora otros malnacidos islámicos lanzan cohetes asesinos sobre suelo Israelí, y políticos malnacidos mandan al Tzahal arrasar con Gaza. A este paso, nadie es inocente. Defiendo, defenderé siempre, como sionista, el derecho a existir de Israel. Y del nonato estado de Palestina. Defiendo, defenderé siempre, como humano, el derecho a vivir de todos, musulmanes y judíos. Por ello, no puedo apoyar, hoy, ahora, la actitud del gobierno israelí y su ejército. Y condenaré, como siempre, las tropelías y los crímenes de Hamas. 







lunes, 28 de julio de 2014

Lecturas: Alfonso XIV. Un crimen de estado (Lluís-Anton Baulenas)

Sin pena ni gloria. Es el lema que podría figurar en el escudo de armas de la mayoría de los libros que terminan en la sección de saldos, en las librerías de ocasión. Por mucho que estén atestadas de Quijotes, Odiseas, Regentas u otros clásicos, lo normal es que se conviertan en purgatorios de libros, esperando el definitivo infierno que será una planta de reciclaje o la gloria de una segunda vida en una biblioteca propicia. Es lo que pasó con el presente volumen, seleccionado en una de esas librerías de chollos y apuestas, pensando que  tenía entre manos una ucronía. Pero no lo es. Se trata de una novela negra que toma como base de partida una hipótesis creíble. Alfonso XIII rechaza la paternidad sobre un nuevo embarazo de la reina Victoria Eugenia (ausencias de ambos en los momentos clave, le causan dudas razonables al rey infiel). Ese niño será entregado a una familia adicta, y el bastardo nunca sabrá de su condición. En pleno franquismo, a semanas de la boda ateniense de Juan Carlos de Borbón, Franco decide que no sea el hijo de don Juan el heredero de la corona y el reino sino el inconsciente bastardo (aunque en puridad no lo sea, al tener a reyes como padre y madre).
 

En pleno trance de la sucesión de Juan Carlos I a Felipe VI, la lectura se hacía propicia. El propio apellido del autor, Baulenas, parecía convertirse en una versión catalana de Bolena. Por medio, esperas en aeropuertos, vuelos largos, noches de hotel. La elección fue fácil. También la lectura. Lo que al comienzo se lee con agrado, con escenas chocantes, terminará siendo algo rutinario, algo mil veces visto en cualquier película de suspense, en la que el traidor obvio es alguien muy cercano y una finta argumental final impone su tachán y la conclusión. Nada más que eso. La Barcelona de 1962, con transformistas y con clubs privados de señoritos más o menos crápulas, tampoco es muy creíble, aunque sí interesante. Por todo ello, por no cumplir con lo que faja y contraportada prometían aporte del subtítulo torpe y casi estúpido-, por no entrar en las intrigas políticas del Régimen y la Corona, por ser una novela negra más, por no ser siquiera una ucronía torpe, el interés se apaga y se cierra el libro que tendrá como destino inminente el reciclaje. Sin pena ni gloria.

martes, 1 de julio de 2014

Dámaso Ruano, in memoriam

Un vistazo al periódico digital trae la punzada y la oración. Ha muerto Dámaso Ruano. Lo comento, en un aeropuerto, con Maribel, que también lo conoció. Pobrecito, dictaminamos ambos. Con piedad y con dolor por ese hombre menudo, sonriente, más callado de lo que debiera. Lo recuerdo en su piso-estudio en El Palo, acompañado de Pilar, que siempre fue guardiana, compañera, musa, experta, ángel, buscando algo que regalarnos, con nosotros abrumados y finalmente aceptando un magnífico y grandioso grabado.  Sabía por noticias lejanas que Dámaso había entrado tranquilamente en la niebla. Ahora, cuando es inmune al dolor y a la pérdida, cuando es inmortal, cuando más duele imaginarlo en esa lejanía en la que nunca le faltó la sonrisa. Busco entre mis escritos alguno que sirva para homenajearlo y encuentro uno de mis "Perfiles de artistas" que publiqué en Sur hacia 2005. Son las flores que  tengo más a mano para Dámaso. Y para Pilar Cervera:


Dámaso Ruano (Tetuán, 1938) tiene, con la edad y el gesto, algo de profeta, algo más bien de apóstol que, habiendo presenciado todo tipo de prodigios y certezas, ha decidido guardarse para sí toda la verdad y toda la pasión, sabiendo que es más importante la vivencia que el testimonio y que, como el conde Arnaldos del viejo romance, prefiere guardar su cantar sólo para quien con él va. Pero esta fábula, prescindible, del artista huidizo o callado tiene su punto débil, su refutación, en la simple palabra artista, en el tantas veces nombrado y tantas veces múltiples y tornadizo arte. Porque Ruano, lo saben los paladares más exquisitos, se explica con absoluta potencia en su obra que, como aquella vestidura nombrada en alguno de los evangelios, tiene el aspecto del relámpago.

            Dámaso puede recordar, con su obra abstracta, pura, compleja, al arte de quien mayor afinidad puede tener con él en el siglo XX y que, sin parecerse en nada, a no ser en compartir estos adjetivos, es fácil nombrar al hablar de Ruano: Mark Rothko. O lo que es lo mismo, a la pintura más espiritual del siglo pasado. Porque espiritual puede llamarse ese ascenso de Dámaso Ruano por la belleza, partiendo de un grupo, el que solemos llamar por comodidad de los años cincuenta, con el que tiene en común, a lo más, la cronología y un vago aire de familia en las primeras obras, impregnadas de post-cubismo y de clara voluntad de divergencia respecto a los dogmas estéticos del nacional-naturalismo. En ese páramo cultural, Dámaso prefirió optar por el ejercicio heroico de los eremitas de la Tebaida, de los estilitas (no de los estilistas, ojo) y subido a una columna como el Simón de Buñuel o a un mero peñasco, abismarse en la contemplación morosa y detallada de cada línea, real o vislumbrada en el delirio o la vigilia, del desierto, del horizonte, de los rosicleres o albores (permítanme la cursilería expresiva), hasta depurar en la pupila las lecciones de esa geometría invisible y cegadora para devolvernos esa lección de color y de líneas.

            Porque Dámaso Ruano no es un místico aunque pueda parecerlo, sino más bien un neoclásico, en el sentido casi pitagórico del término: es alguien que busca en la proporción, en la exactitud, en el rigor, en la austeridad, el equilibrio, las claves de esa cosa absurda e imprescindible que llamamos belleza. Porque Dámaso rechaza el adorno, la floritura, las musiquillas de violín, las poses heroicas o trágicas, los gestos manieristas, las retóricas decorativas, los gritos y las romanzas de los tenores huecos. Nada de eso. Como Leonardo da Vinci, Dámaso sabe que la pintura es algo mental, por lo que no necesita referentes que no procedan de la propia mente, de la propia intuición y pasión, del artista. Así, con una voluntad asimilable a la de Lucio Muñoz y Gerardo Rueda, es el color, su distribución en planos contrapuestos o complementarios, tensos o armónicos, lo que define su pintura más característica. Renunciando al mundo, a sus pompas y vanidades, es en el color, simplemente en el color y su distribución, con sus matices y sus zozobras, con sus rasgaduras separando zonas, con sus maderas plenas de texturas, donde reside el poder y la gloria de Dámaso Ruano, que con esa matemática afilada de los volúmenes y la composición, logra esa poesía muda, que logra significar para nosotros justamente eso que ansiamos y no conseguimos, algo que acaso solamente sea accesible para los que hayan compartido la comunión de los justos y la remisión de nuestros muchos pecados: una belleza que no necesita nombre ni palabras para expresarse. Y muchos menos éstas.