miércoles, 24 de abril de 2019

Manuel Alcántara: prólogo a "Cinco Quimeras" (1996) de Mario Virgilio Montañez


En junio de 1996, Rafael Inglada me sorprendió con un abrumador regalo: la edición, por sorpresa, de mi librito de poemas en prosa Cinco quimeras (Ediciones Rafael Inglada, colección Las hojas del matarife, nº 1, Málaga, 1996) con un prólogo encargado para la ocasión por Manuel Alcántara. En ese prólogo está todo el cariño y la generosidad de quien siempre se consideró mi viejo amigo. Hoy se cumple una semana de su muerte. El dolor de su ausencia se mantendrá siempre. 


POSTAL PARA MARIO

No sé cómo se ha descuidado tanto, con lo formal que ha sido siempre, pero lo cierto es que Mario Virgilio Montañez cumple treinta años de residencia terrestre. Quiere decirse que sigue siendo joven, pero ya no lo es. (Los únicos cumpleaños que importan son los que tienen cero. A partir de ahora le va a dar lo mismo esa fecha y va a tener el respiro de una década.) ¡Qué cosa tan rara, el tiempo! Un escritor al que él se sabe muy bien, dada su vocación de sudamericano, Borges, lo dijo de un modo insuperable: el tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese tigre.

Quizás para saber todo o casi todo lo que vale la pena saber baste con leer las Coplas de Jorge Manrique y con mirar el mar. Naturalmente, Mario le ha dedicado muchas horas a esas dos cosas, además de a muchas otras: a amar, a conversar, a pensar, a viajar… Acaso no le hubieran sido imprescindibles porque él lo sabe todo desde que era un niño, antes de la barba intermitente y del aspecto de profesor hindú. Sus primeros balbuceos en prosa o en verso, no eran balbuceos. Podía haberlos firmado Sabio Virgilio Montañez. Supongo que se le reveló todo el enigma de la vida cuando se despidió de su madre con un beso en un cristal frío. No lo sé. Sólo sé que tenemos que ir de librerías esta misma semana y que, cada vez que estoy con él, aprendo.

MANUEL ALCÁNTARA

Manuel Alcántara: nota a la edición de "Esta muerte que ha nacido", de Mario Virgilio Montañez (1988)


En  el verano de 1988, estando yo en Argentina, donde se escribieron algunos de esos poemas, Manuel Alcántara, que desde hacía 4 años antes era mi amigo, propició que se publicara en Málaga mi primer libro: Esta muerte que ha nacido, publicado por ängel  Caffarena como número 27 de su colección ängel Poesía, con una ilustración de Eugenio Chicano y nota a la edición de Manuel Alcántara. El tono del librito, en realidad una plaquette, lo delata la cita de Quevedo que lo abre y lo titula, el primer cuarteto de su soneto titilado Lamentación amorosa y postrero sentimiento de amante:

No me aflige morir; no he rehusado
acabar de vivir, ni he pretendido
alargar esta muerte que ha nacido
a un tiempo con la vida y el cuidado.

Lo más valioso de este raro cuadernito es el texto que lo cierra y en el que Manuel Alcántara hacía de mí un elogio del que aún me siento indigno y que muestra  la generosidad del poeta y amigo hacia aquel remoto muchacho de 22 años. He aquí sus palabras:


Era un niño entonces y todo parece indicar que va a seguir siéndolo, ya que ha decidido nacionalizarse en su infancia. Era un niño Mario Virgilio Montañez cuando se le reveló lo único que nos es dado entender mientras vivimos: que la vida es ininteligible. Lo grave fue que esa revelación le sobrevino de modo brusco, en el mismo momento en que murió su madre. A partir de ahí empezó a remover instantes, a reconstruir emociones y a bucear en él mismo para emerger con unas cuantas palabras en las manos. Unas palabras que explicasen lo inexplicable y que levantaran acta de su paso por el mundo. También a partir de ahí empezó a narrar historias, por lo común algo lóbregas.

Poeta cierto y prosista cierto, no es temerario aventurar que Mario Virgilio va a dar mucho que hablar y, sobre todo, mucho que leer. Su timidez se extingue cuando está ante los folios y ordena sus confesiones o sus coartadas. Mientras, estudia, se deja examinar por sus profesores, acude a una exposición o una cita y lo mira todo con un asombro ponderado, a través de los cristales de unas gafitas plateadas, como de joyero de novela de Simenon o de seminarista antiguo. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que este jovencísimo escritor no es él más que cuando está solo. Tampoco es una prueba de sagacidad predecir que estamos ante un pura raza de las letras, ese oficio que según Ramón Gómez de la Serna consiste en meterse en casa a escribir sin saber si se está haciendo por la vida o por la  muerte. Alcance las metas que alcance, que puede alcanzarlas todas, este muchacho que tiene aire de sobrino de Kafka, sabe ya que lo único importante es el camino.

Una vez más, es Ángel Caffarena –Arcángel Caffarena, para los íntimos- el que hace posible la primera publicación de un poeta. Mario Virgilio Montañez, que ganó el Premio Hucha de Oro cuando tenía 19 años, es conocido por sus relatos en el suplemento literario del Sur”, pero ésta es su primera entrega poética. Aquí comparecen inviernos y pupilas, llantos pétreos, buques inmóviles y murciélagos silenciosos. Un mundo inventado para averiguar cómo es el mundo.

MANUEL ALCÁNTARA





miércoles, 17 de abril de 2019

Manuel Alcántara, in memoriam



En un rato, Manolo, iré a verte. Esta vez no podrás llevarte las manos a la cabeza, amagando la risa, al verme de pronto con tantos kilos que desmerecían la imagen que de mí tenías como profesor hindú o como joyero de novela de Simenon. Estarás ahí, flaco y sin que te molesten las piernas que te hacían quejarte de que ahora toda esa distancia era larga. Es ahora que ya no necesitaré repetirme tu número de teléfono para descubrir que es de los escasísimos que he memorizado para siempre y que no quiero olvidarlo porque es una forma de engañarme para creer que sigues existiendo, compartiendo aunque sea sólo el clima (hoy cielo gris, amenazando lluvia en este miércoles santo pero que quedará en nada, ya no lo verás), para consolarme de tanto ignorante y tanto depredador social, para seguir acogiéndome a tu magisterio de tantas tardes y tantas noches (para Alcántara, las mañanas eran un bulo). Manolo fue junto a mi tío Pepe Fernández Silva y Ernesto Sabato (vecinos ambos de Santos Lugares) quien más influyó en mí. Para hacer que tenga yo el carácter que tengo, para que sea mi visión de la vida la que fui pellizcando de los tres. Tal vez, ahora que nombro a Manolo y a Ernesto, sea adecuado copiar una columna de 2 de mayo de 2011 en la que generosamente me nombra y glosa un encuentro que entre ellos facilité y que es también su propia necrológica a ese otro amigo, ese otro maestro:


ERNESTO SABATO


El héroe civil se ha decidido a entrar en la tumba cuando le faltaban unos días para cumplir los cien años de residencia terrestre, después de haber atravesado un largo túnel. En los últimos tiempos, que él sabía distinguir de los anteriores, aunque sospechara que el tiempo es plano y tiene una extraña simultaneidad siempre presente, no salía de su casa no de su conciencia. Era Sabato, al que le incorporamos un esdrújulo y le llamamos Sábato, un hombre a la vez secreto y cordial, atribulado y animoso. Debo a Mario Virgilio Montañéz, además de otras cosas y otras prosas, haber conocido a esa singular criatura. Mario, que desde chico tuvo vocación hispanoamericana, también llamada iberoamericana o sudamericana, iba a verle a Santos Lugares. Ningún nombre más apropiado para una peregrinación literaria. Cuando don Ernesto pasó por Málaga le llamó, quizá para demostrar que la amistad puede brincar sobre los calendarios. Más o menos unos setenta años de diferencia les unía.

He recordado alguna vez nuestra reunión en un hotel malagueño desde cuya ventana asiste el Mediterráneo como invitado. Pidió un té y nos habló de Matilde, su mujer, que no andaba bien de salud ya entonces. Nos sentamos en unos sofás muy bajos.

-«Ahora parece que los diseñan para cocodrilos», dijo.

Tenía el gran escritor algo de vendedor de cupones de la esperanza y algo de búho con permiso para salir de día.

Jamás he visto un rostro humano donde se hubiera inscrito de modo semejante el dolor colectivo. Si es cierto que cualquier persona, a partir de los cincuenta años, es responsable de su cara, hay que reconocer que esa forma facial de asumir los acontecimientos era su carné de identidad. Sobre todo desde que presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Era como si todas las investigaciones y todos los pésames de aquella época terrible le hubieran pasado factura.



Por mi parte, en enero de 2008, cuando cumplió 80 años Manolo, urdí un homenaje en las páginas del diario Sur. Entre las diversas voces que se sumaban, estaba también la mía, que lo conocí en mayo de 1984 cuando yo tenía 17 años. Ahí va mi contribución de entonces:

EL REY (y yo) 

Se hace raro el caso de Manuel Alcántara, al que los malagueños señalan cuando pasa por la calle y no son escasos los que le interrumpen para felicitarle por su labor, y hasta le piden que firme, para enmarcarla, la última página del diario “Sur”. Es insólito, y gratificante, que alguien con la palabra escrita haya ganado tanta popularidad en esta ciudad que él tanto ama y que le corresponde como pocos de sus hijos lo han conseguido. Esta fama, y general reconocimiento, de Alcántara tienen sus causas en la calidad de su escritura, que alcanza tal nivel que es difícil decir si se le prefiere como articulista o como poeta. En todo caso, tengo el honor de poder decir que como realmente más me gusta es como persona. Con un modo de hacer las cosas que es más británico que andaluz, por huir de lo abrumador y manejarse en el registro de la discreción elegante, Manuel Alcántara trata a sus amigos con detalles constantes de generosidad y de tolerancia, de comprensión y afecto. Ha pasado un cuarto de siglo desde que fui un muchacho que al hablar por vez primera con él me temblaban las piernas y me sentía indigno de poder tutearlo. Hoy, las piernas están firmes, pero me sigo sintiendo indigno de tutearlo, de considerarme a su nivel, de llamarlo Manolo. Es poco lo que aquí digo, y tantísimo lo que le debo que sólo puedo, en esta fecha, repetir torpe lo que hace poco, en otro homenaje, le decía Garci: ¡Larga vida al rey! 


La penúltima vez que nos vimos, Manolo, estabas flaco y quejoso de las distancias, y estábamos saliendo de un homenaje que celebraba por anticipado tus 90 años (esos temidos años que terminan en cero) y deseando compartir un dry Martini con los amigos, entre los que me incluiste. De aquella última cena (te has muerto, Manolo, pocas horas después de recogerse la cofradía del Rescate en la calle que fuera en la que nacísteis tanto tú como mi madre) quedó una foto que nos tomó Teodoro León Gross. Tantos años de amistad, más o menos asidua, más o menos interrumpida, con mi aversión al postureo, hace que sean muy pocas, casi inexistentes, las imágenes que compartimos. Pero no importa, Manolo. Sé que mi Olivetti turquesa que te legué hace veinte años estuvo en las mejores manos y que ahora nadie será digno de volver a usarla. En todo caso, y aunque tan amigo de los tangos bien seguro que me citarías aquel verso de Manzi de "ya nunca me verás como me vieras", te aviso de que dentro de un rato nos veremos en el Ayuntamiento, mi querido Manolo.