martes, 28 de diciembre de 2021

Lecturas: El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque los Letrados. Cultura y política en España 1962-1996 (Gregorio Morán)

 

Este libro de Gregorio Morán, que escribe con sagacidad y mala uva, con prosa afilada y no poca perspicacia, es un retrato del mundo cultural español (más bien del literario, con algún filósofo, un cura musicólogo, no pocos funcionarios y mucho advenedizo –notoria es la inquina que muestra hacia Umbral y Cela, a los que nombra siempre de pasada para meramente despreciarlos-, entreverados con funcionarios del régimen de entonces y el de la Transición) usando como pretexto la figura del cura Jesús Aguirre, devenido después en Duque de Alba. Es un retrato cruel de la intelectualidad española (los mandarines) sobre la que va superponiendo, como río que se esconde y vuelve a surgir, la figura de Aguirre. Todo contado desde el sustrato de la posguerra en el Santander de posguerra en que se incuba, con sus complejos y su ambición, Aguirre, pero sobre todo desde 1962, el año del contubernio de Múnich, la boda del príncipe Juan Carlos, el estado de excepción, el fusilamiento de Julián Grimau, la publicación de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. No muy lejos quedarían los fastos, en 1964, de los XXV Años de Paz con su exaltación de la benevolencia del régimen franquista. Los que eran mandarines durante los años 60, seguirán siéndolo con la democracia recién reinstaurada. Algo muy español.




Jesús Aguirre, cuando se casa con la duquesa de Alba, es un sacerdote, abandonado del gremio, por desgana y aburrimiento, homosexual convicto y confeso que no le hace ascos a nada, inteligente y sagaz, culto, sin un duro. El personaje de Aguirre es sólo un pretexto para narrar las décadas de los 60 y 70, con un Martín Santos de trato difícil, un García Hortelano convertido en un chistoso y poco más, un Manuel Sacristán convertido en portento de la inteligencia, un Aranguren que hace lo posible y se deja llevar, un Max Aub doliente y conmovedor en sus dos regresos a un país devenido extraño e ingrato,  Laín Entralgo inconsistente, mi amado Manuel Alcántara premiado.  Y un Juan Luis Cebrián oportunista y tornadizo. Con todo, más allá de que liándosela con papel de fumar Víctor García de la Concha intentara  prohibir su publicación, lo que hizo que se leyera más de lo inesperado, es un ajuste de cuentas con la clase de los letraheridos tan pagada de sí mismo. Como defecto, se echa de menos que pase tan por encima, sin apenas tocarlas, por las décadas de 1980 y 1990 (el relato se cierra en 1996 con la llegada al poder de Aznar, por mucho que el cura/duque muriera en 2001). Ira, subjetividad, extrema capacidad crítica en un libro implacable y necesario.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Lecturas: Siempre hemos vivido en el castillo (Shirley Jackson)

 Una novela deslumbrante, una autora de la que leeré más con la ilusión de que siga sorprendiéndome. Emocionándome. Con ustedes la malograda Shirley Jackson (1916-1965) sin la que no hubiera sido posible Stephen King, que suele nombrarla en sus obras como ejemplo de la mejor literatura de terror. ¿Es, fue, Shirley Jackson un genio? Lo es. Al menos por esta su última novela.



Comienza con un autorretrato de su narradora, Merricat, Mary Katherine Blackwood. Es uno de esos comienzos de antología: Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.



Adelantemos que Merricat no es una mujer lobo, ni hay elementos fantásticos. Al menos no explícitamente. Ella, su hermana Constance, su tío Julian (en silla de ruedas, afanado en escribir sus memorias, con una salud languideciente) y el gato Jonas son los únicos miembros de su familia que seis años atrás sobrevivieron a un envenenamiento. Encerrados en su mansión (el castillo al que se alude en el título), de las que apenas salen las hermanas para hacer compras, entre el cuchicheo de los vecinos, sin más trato con los demás que esporádicas visitas de vecinas, viven en un oasis doméstico y autosuficiente. Hasta que un día el caserón arde y las hermanas (y el gato) viven, cerradas a todo contacto y ocultas, entre las ruinas de la casa. Y pasa el tiempo.

Esto es lo que, a grandes líneas, sucede. Son 203 páginas llenas de encanto y escritas con sinuosa simplicidad. Y que te deja pensando en el título, ese “siempre hemos vivido en el castillo”. Haciendo que sea inquietante el siempre y angustioso ese simple vivido. Nos hallamos ante una novela escrita en estado de gracia, de la que dijo Neil Gaiman: Una escritora asombrosa… Si no habéis leído “Siempre hemos vivido en el castillo” o alguno de sus cuentos, os habéis perdido algo maravilloso. O Jonathan Lethem, quien la llamó Una de las escritoras norteamericanas nás luminosas y extrañas del siglo XX. O, concluyendo, la gran Dorothy Parker, Shirley Jackson no tiene rival.