jueves, 31 de marzo de 2022

Lecturas: Los secundarios (Isabel Bono)

Uno los ve moverse (poco), los oye hablar (mucho). Todo parece un ejercicio de observación, de captación de la realidad en sus matices pequeños. Hasta que surge un nombre, La Colina. Y los que compartimos geografía y edad con Isabel Bono, nos situamos de repente. Esa zona fue antes un edificio solitario, que veíamos desafiante, allá por los años setenta, con sus letras colgadas en la fachada, y entonces, Hollywood de mármol, dispuestas a distancia de esa mole para que desde los coches pudiéramos deletrearlas casi como una orden, heraldo de ese edificio altanero y ajeno. Como si dijera lo de Ozymandias y nos invitara a la desesperación, a la huida, a la expulsión. Yo-soy-La-Colina, y tú no tienes nada que hacer aquí. Esto era, esto suponía para un niño que pasaba por la carretera hacia o desde Torremolinos. Pura extrañeza. 


Y uno, raro (Isabel Bono bien me conoce), cambia entonces la forma de ver la novela en la que Raúl, el hermano pródigo de Mateo, el hermano del reencuentro eludido narrativamente en la anterior novela, pero cierto, y Amalia, la ex mujer de Mateo, se reencuentran viviendo en ese edificio. Y lo que uno veía desde el Seat 127 de Matías Montañez (bendita sea su torpe memoria) se convierte en distopía, en cemento Bauhaus hostil, en Purgatorio desde mi recuperado catolicismo. En un lugar que nunca he visitado ni visitaré, en una tierra baldía donde el tiempo pasa y no deja huella, donde las palabras se las lleva el viento, un viento que huela mal, que no es brisa sino aire de alpechín o algo peor y feo desde antes de ser pronunciadas. Perdona, Isabel, esta imagen que doy de ese sitio, esa subjetividad que dejo escapar sin domar.

Entonces, lo que se dicen esos olvidados del Diario del asco ya reseñado en este blog, es algo que no importa. Al fin y al cabo, ¿quiénes son ellos? Nadie, los secundarios sin frase apenas antes y ahora convertidos en protagonistas. Pero que viven en estas páginas, por mucho que quieran individualizarse (Amalia seductora, Rubén homosexual), merced no a ellos sino al nexo que tienen en común: Mateo y sus ganas de morirse. Y así, cuando ya casi se agotan estas páginas y Amalia y Rubén están ya cansados de charlar, llegan los dos brevísimos capítulos finales que vuelven a Mateo, y nos enseña que esa conversación definitiva con Rubén, el reencuentro que prometía ser casi bíblico se queda en una conversación banal, vacía, apenas un saludo. No, no hay nada, parece decir Isabel mientras disfruta, con alegría y un pelín de amargura, al concedernos, al fin y al final, ese secreto. Como lo hay en el mensaje de la suicida Micaela, su nota de suicidio, que no es Mateo, condenado por siempre a la perplejidad, esto es, a la soledad, sino Rubén quien lee y desvela y destruye. Y que sólo aporta frases que son un poema escrito para no ser entendido. Y que le deja, nos deja, en el mismo desasosiego. E Isabel lo escribe sonriendo y con esa pizca de amargor. Y nosotros, que leemos esta novela breve y fluida, cerramos las páginas con esa perplejidad de sabernos también secundarios. Como si viviéramos encerrados, al otro lado de una carretera, en La Colina.

Lecturas: Falange y literatura (José Carlos Mainer)

 Frente a la torpeza furiosa e inquisitorial de Julio Rodríguez Puértolas, con su Literatura fascista española, escrita casi con un fusil en mano (no de soldado, sino de chequista), este libro de Mainer es pura mesura y método filológico puro (Rodríguez Puértolas no intentaba hacer historia literaria, sino política y partidista). Mainer no ataca, no condena. Mira a los autores que en su tiempo fueron miembros de Falange, recopila sus escritos, los selecciona, y nos brinda una brillante antología temática con excelentes introducciones a cada uno de esos ejes, y también traza un panorama general de la cuestión para comenzar el volumen.



A través de las ocho secciones de la antología (Los precursores, Memorias generacionales, La guerra y los héroes, Crisis, Nuevos caminos para el arte, La nostalgia de la Historia, La nostalgia burguesa y Los caminos del humor y la fantasía), desfilan (al paso alegre de la paz) autores olvidados y otros que merecían permanecer y son hoy acaso lectura de buscadores de rarezas, o puede que de nostálgicos. Hablo de Agustín de Foxá, del enervante Ernesto Giménez Caballero, Rafael Sánchez Mazas, Rafael García Serrano, Gonzalo Torrente Ballester (quizás el que mejor sobrevivió a su época), Julián Ayesta y, siempre, siempre, siempre, Dionisio Ridruejo, a quien su disidencia ha salvado del infierno. Quien quiera encontrar una prosa perfecta y afilada, vaya a las páginas del Eugenio de García Serrano, quien busque poemas hondos y casi eternos, ahí tiene a Ridruejo o la ligereza lírica, rica en recursos y riquísima en sugerencias, de Foxá, de quien su poema El coche de caballos es una obra maestra de sensaciones y nostalgia. 


Juzguen, y sobre todo, disfruten:


El coche de caballos
(Nostalgia de los siete años)

Un coche de caballos, lento, hacia el horizonte;
landó viejo y violeta, de caballos canela,
y en él, mi niñez triste, mirando las acacias
y los escaparates de antiguas primaveras.

Brisa en sus ventanillas y entierros bajo lluvia;
en mis manos de niño, alguna vez, las riendas,
dando a las frentes toscas de los pobres caballos
las nociones, difíciles, de derecha a izquierda.

Yo os evoco, paseos de la Casa de Campo.
Penumbras de eucaliptus, y el auto de la Reina,
del radiador dorado, cruzando silencioso;
los neumáticos blancos, dorados de hojas secas.

Y el Rey siempre de luto; lacayos; las infantas,
en fondos de Velázquez, con un mirar de inglesas;
y aquella concha rosa, con venas de arco iris,
donde bebía el agua después de la merienda.

En la Casa de Vacas, cubos llenos de espuma.
Al fondo, la casilla blanca de la guardesa,
con patos y cabras, y un vendaval de expresos,
verdes de madrugada, en sus enredaderas.

Mis hermanos ponían soldaditos de plomo
en las vías heladas, alfileres, monedas,
y el tren los laminaba, corriendo hacia unas olas
que en mi niñez de Duero imaginaba quietas.

Lagartija en el yeso de las tapias y cardos.
En el Tiro sonaban lejanas escopetas
de Marqueses, y a veces un pichón moribundo,
macizo por los plomos, volaba con tristeza.

Desde el coche veía, peonando, a los faisanes,
con la sangre enjoyada por cacerías regias,
y, allá, en las «Garavitas», entre tomillos tenues
el sol de los insectos rosaba el agua fresca.

Mi padre me contaba la historia de Don Álvaro
o el drama de Cyrano, cuando íbamos de vuelta
hacia un Madrid, caliente de acacias y faroles,
cuesta de San Vicente; jardín con centinelas.

En la plaza de Oriente, fuego en los miradores,
niños en cochecitos de burros con banderas,
y el golfo que encendía al coche los faroles
y al fondo el Real, guardando sus palcos en la niebla.

¡Oh coche de caballos de mis primeros años!
cuando aún no conocía ni el mar ni la belleza,
que cruzas mi nostalgia, trotando eternamente
con un olor de parque dormido entre las ruedas.

¿Dónde estarán tus hierros? ¿En qué plaza de toros
o en qué noria murieron tus caballos canela?
¿Y dónde está aquel niño de comunión y de oro
que hoy, en mi sangre de hombre, como un fantasma juega?

Agustín de Foxá