miércoles, 17 de abril de 2019

Manuel Alcántara, in memoriam



En un rato, Manolo, iré a verte. Esta vez no podrás llevarte las manos a la cabeza, amagando la risa, al verme de pronto con tantos kilos que desmerecían la imagen que de mí tenías como profesor hindú o como joyero de novela de Simenon. Estarás ahí, flaco y sin que te molesten las piernas que te hacían quejarte de que ahora toda esa distancia era larga. Es ahora que ya no necesitaré repetirme tu número de teléfono para descubrir que es de los escasísimos que he memorizado para siempre y que no quiero olvidarlo porque es una forma de engañarme para creer que sigues existiendo, compartiendo aunque sea sólo el clima (hoy cielo gris, amenazando lluvia en este miércoles santo pero que quedará en nada, ya no lo verás), para consolarme de tanto ignorante y tanto depredador social, para seguir acogiéndome a tu magisterio de tantas tardes y tantas noches (para Alcántara, las mañanas eran un bulo). Manolo fue junto a mi tío Pepe Fernández Silva y Ernesto Sabato (vecinos ambos de Santos Lugares) quien más influyó en mí. Para hacer que tenga yo el carácter que tengo, para que sea mi visión de la vida la que fui pellizcando de los tres. Tal vez, ahora que nombro a Manolo y a Ernesto, sea adecuado copiar una columna de 2 de mayo de 2011 en la que generosamente me nombra y glosa un encuentro que entre ellos facilité y que es también su propia necrológica a ese otro amigo, ese otro maestro:


ERNESTO SABATO


El héroe civil se ha decidido a entrar en la tumba cuando le faltaban unos días para cumplir los cien años de residencia terrestre, después de haber atravesado un largo túnel. En los últimos tiempos, que él sabía distinguir de los anteriores, aunque sospechara que el tiempo es plano y tiene una extraña simultaneidad siempre presente, no salía de su casa no de su conciencia. Era Sabato, al que le incorporamos un esdrújulo y le llamamos Sábato, un hombre a la vez secreto y cordial, atribulado y animoso. Debo a Mario Virgilio Montañéz, además de otras cosas y otras prosas, haber conocido a esa singular criatura. Mario, que desde chico tuvo vocación hispanoamericana, también llamada iberoamericana o sudamericana, iba a verle a Santos Lugares. Ningún nombre más apropiado para una peregrinación literaria. Cuando don Ernesto pasó por Málaga le llamó, quizá para demostrar que la amistad puede brincar sobre los calendarios. Más o menos unos setenta años de diferencia les unía.

He recordado alguna vez nuestra reunión en un hotel malagueño desde cuya ventana asiste el Mediterráneo como invitado. Pidió un té y nos habló de Matilde, su mujer, que no andaba bien de salud ya entonces. Nos sentamos en unos sofás muy bajos.

-«Ahora parece que los diseñan para cocodrilos», dijo.

Tenía el gran escritor algo de vendedor de cupones de la esperanza y algo de búho con permiso para salir de día.

Jamás he visto un rostro humano donde se hubiera inscrito de modo semejante el dolor colectivo. Si es cierto que cualquier persona, a partir de los cincuenta años, es responsable de su cara, hay que reconocer que esa forma facial de asumir los acontecimientos era su carné de identidad. Sobre todo desde que presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Era como si todas las investigaciones y todos los pésames de aquella época terrible le hubieran pasado factura.



Por mi parte, en enero de 2008, cuando cumplió 80 años Manolo, urdí un homenaje en las páginas del diario Sur. Entre las diversas voces que se sumaban, estaba también la mía, que lo conocí en mayo de 1984 cuando yo tenía 17 años. Ahí va mi contribución de entonces:

EL REY (y yo) 

Se hace raro el caso de Manuel Alcántara, al que los malagueños señalan cuando pasa por la calle y no son escasos los que le interrumpen para felicitarle por su labor, y hasta le piden que firme, para enmarcarla, la última página del diario “Sur”. Es insólito, y gratificante, que alguien con la palabra escrita haya ganado tanta popularidad en esta ciudad que él tanto ama y que le corresponde como pocos de sus hijos lo han conseguido. Esta fama, y general reconocimiento, de Alcántara tienen sus causas en la calidad de su escritura, que alcanza tal nivel que es difícil decir si se le prefiere como articulista o como poeta. En todo caso, tengo el honor de poder decir que como realmente más me gusta es como persona. Con un modo de hacer las cosas que es más británico que andaluz, por huir de lo abrumador y manejarse en el registro de la discreción elegante, Manuel Alcántara trata a sus amigos con detalles constantes de generosidad y de tolerancia, de comprensión y afecto. Ha pasado un cuarto de siglo desde que fui un muchacho que al hablar por vez primera con él me temblaban las piernas y me sentía indigno de poder tutearlo. Hoy, las piernas están firmes, pero me sigo sintiendo indigno de tutearlo, de considerarme a su nivel, de llamarlo Manolo. Es poco lo que aquí digo, y tantísimo lo que le debo que sólo puedo, en esta fecha, repetir torpe lo que hace poco, en otro homenaje, le decía Garci: ¡Larga vida al rey! 


La penúltima vez que nos vimos, Manolo, estabas flaco y quejoso de las distancias, y estábamos saliendo de un homenaje que celebraba por anticipado tus 90 años (esos temidos años que terminan en cero) y deseando compartir un dry Martini con los amigos, entre los que me incluiste. De aquella última cena (te has muerto, Manolo, pocas horas después de recogerse la cofradía del Rescate en la calle que fuera en la que nacísteis tanto tú como mi madre) quedó una foto que nos tomó Teodoro León Gross. Tantos años de amistad, más o menos asidua, más o menos interrumpida, con mi aversión al postureo, hace que sean muy pocas, casi inexistentes, las imágenes que compartimos. Pero no importa, Manolo. Sé que mi Olivetti turquesa que te legué hace veinte años estuvo en las mejores manos y que ahora nadie será digno de volver a usarla. En todo caso, y aunque tan amigo de los tangos bien seguro que me citarías aquel verso de Manzi de "ya nunca me verás como me vieras", te aviso de que dentro de un rato nos veremos en el Ayuntamiento, mi querido Manolo.



2 comentarios:

  1. Sin duda no seré la única qie recuerde hoy el maravilloso poema de Alcántara "Lo de siempre se puso a ser distinto". Precisamente lo habíamos decidido incorporar en breve a ZdeP. Y en esas, nos llega la noticia de su marcha. Pero los poetas no mueren mientras alguien recuerde sus versos. Aquí va una estrofa. Hasta siempre

    (Sandra Suárez)

    Me fui quedando acompañado y cierto,
    entendido en los bosques de mi jungla,
    leñador orgulloso de raíces
    que no debieron nunca estar ocultas.
    Lo de siempre se puso a ser distinto:
    el mar entero cupo en una urna,
    el hielo de los vasos provenía
    de una lejana nieve, nuestra y única,
    mis manos migratorias se quedaron
    a vivir en tu tierra más profunda
    y en mi boca, de siempre descontenta,
    dimitían de pronto las preguntas...

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    1. Un lujo de persona. Tan grande y tan cercano. Tan sabio y generoso. Tan sencillo y tan sofisticado.

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