Es difícil que no salga una novela pasable cuando el asunto es la vida de Napoleón, desde su inicio en una isla hasta su final en otra. Max Gallo lo consigue, sin necesidad de imaginar gran cosa. Acá y allá, párrafos en cursiva con el monólogo interior del personaje. Entre medias, los hechos históricos sin apenas adorno. Sorprende que la obra maestra táctica que fue la batalla de Austerlitz no sea narrada con más atención, o que el espanto del cruce del Beresina, en la retirada de Rusia, no sea descrito con mayor dramatismo. Tal vez porque sea un esfuerzo vano intentar competir con la magistral "Nevaba" de Patrick Rambaud (en cambio, la otra batalla que Rambaud noveló, Essling, sí es descrita con un tono dramático casi pesadillesco). Una buena lectura, pero sólo para los que amamos a Napoleón, el que acaba con la Revolución y el del regreso desde la isla de Elba.
Es inevitable no recordar, al leer este incómodo volumen (835 páginas en mi edición), a Hitler. Véase, puesto en boca de Napoleón pero que también hubiera suscrito ese otro extranjero convertido en dominador de otra nación y, por poco, del mundo, una opinión sobre Rusia: "Los rusos deben aparecer como un azote ante todos los pueblos. La guerra contra Rusia es una guerra pensada en beneficio de la vieja Europa y de la civilización. No debemos ver más que un enemigo en Europa. Y ese enemigo es el coloso ruso". Es, en definitiva, el Napoleón que nos presenta Gallo un esclavo de un destino mayor que la vida, y que por él se sacrifica y es sacrificado. En pos de su meta, llega a perder la sensibilidad: "No crea que mi corazón no es sensible. He necesitado un gran dominio sobre mi persona para no demostrar emoción. Desde mi adolescencia, me apliqué a apagar esa cuerda que en mí no da ya ningún sonido. Mi deber es seguir, actuar, avanzar". Con todo, hay grandeza innegable en el emperador, como cuando visita en plena noche y sin aviso a la familia de uno de sus más sacrificados y admirables generales, Oudinot:
"Acude a saludar a la familia del general en plena noche, mientras duerme, y parte tan rápidamente que recordarán su visita como si fuera un sueño.
Eso desea ser, el sueño de los hombres, confiesa mientras se inclina de nuevo sobre los mapas.
- Hago mis planes con los sueños de mis soldados dormidos".
François Rude:
Napoleón despertando a la inmortalidad
(1845-1847)