Al comienzo de leer este libro, uno tuvo un gratísimo regusto al evocar los Victorianos eminentes de Lytton Strachey. El libro del inglés es de 1918. El del austriaco, de 1927. He ahí una posible genealogía, una manera de narrar la Historia desde un distanciamiento elegante unido a una intensa capacidad evocativa. Así lo hace Zweig en la mayoría de estas, como reza el subtítulo, Catorce miniaturas históricas. De ellas son joyas las dedicadas al asesinato de Cicerón, la conquista de Bizancio, el descubrimiento del Océano Pacífico, la composición de El Mesías de Händel y la de La Marsellesa, y especialmente el capítulo dedicado a la batalla de Waterloo. Ahí el libro, al continuar,. pierde fuelle, e interesa poco (o mejor dicho: interesan mucho pero convencen o emocionan muy poco) los dedicados a Goethe, la carrera del oro en california, y parece una soberana idiotez el que está escrito en forma de poema malo evocando el indulto in extremis de Dostoievski, remonta un tanto el vuelo al contar el esfuerzo por conseguir la primera transmisión telegráfica entre Europa y América, vuelve a hundirse con la recreación de un drama sobre Tolstoi que recoge su propia muerte (con mucho, a mi juicio, lo peor del volumen), resucita emocionantemente con la expedición polar de Scott, se desvanece un poco (sólo un poco) con el viaje de Lenin hacia la estación de Finlandia, en Rusia, y termina desangeladamente, haciendo boca a boca a un capítulo muerto, con el fracaso de los planes de Wilson en la conferencia de Versalles.
Con todo, las miniaturas que brillan como joyas son mayoritarias. Y tal vez yo no sea el lector adecuado para las que critico. En todo caso, la zozobra, el temblor, de quienes sienten que por sus errores desaparece el Imperio Francés de Napoleón (para mí, la figura más shakesperiana de la Historia Universal), y la desengañada dignidad de Scott figuran entre las mejores páginas, las que no han de olvidarse, de este libro de tan grande y merecida fama.