Una de las sorpresas recientes (más o menos recientes), un libro que ha sido alabado por motivos literarios y condenado por razones (sinrazones) ideológicas. ¿Qué molesta aquí? Básicamente, que su autora nombre a Ramiro Ledesma Ramos (asesinado en octubre de 1936 contra las tapias del cementerio de Aravaca en el contexto de las sacas y masacres decididas y ejecutadas por los republicanos. ¿No quieren memoria? Aquí tienen. Ledesma tenía 31 años) en este libro y que después se haya manifestado contra la moda del feminismo y la secularización generalizados. Y que no simpatice con el gobierno actual y sus postulados. No me meteré ahí, en atacar a los que atacan a Simón. Ya se ocupa ella de defenderse. Pero señalo la dinámica cainita, cafre, de España, patria común e indivisible de los españoles (simplemente usar los términos de la vigente Constitución suena ya a provocación, qué cosas). Me ocuparé simplemente de lo que he leído en Feria.
Las críticas hablaban de un retrato descarnado de una infancia manchega en el seno de una familia de feriantes en la España de los años 90. Es cierto. Pero yo, que he pasado por esas edades en los 70 y 80 del último siglo del milenio pasado, esperaba algo más descarnado. Pero eso se debe a un prejuicio mío, unas expectativas equivocadas. Desde luego, los noventa fueron más suaves que todo lo anterior. El caso es que con capacidad altísima de evocación, en la que sentimos el abismo plano, chato y amarillo de la Mancha como algo casi físico, con su viento, nubes y nada, Simón nos arrastra por su familia y sus circunstancias, su léxico popular y sus melodías, mientras hay gente que nace y que muere sin hacer el mínimo ruido, trufando el relato cotidiano con disquisiciones casi de enjundioso artículo periodístico sabiendo cortar a tiempo para no distraer o cansar la atención del lector. Entre medias, pasajes luminosos:
entendí, pensando en Paris, que lo del día que conocí a mi hermano era el amor. Que esa admiración, ese entrever en el otro la verdad o la perfección del mundo, ese no entender mucho y ese no atinar a explicarse por qué uno quiere si "no conoce" era enamorarse: asumir que el amor preexiste. Y que conocer es reconocerse.
O también verdades como: ser niño es guardar secretos. Empezamos a ser adultos cuando pensamos que todo tiene que contarse y que todo merece la pena ser contado.
El libro en sí es un rito de paso, un subirse a una noria para bajar siendo otro, alguien que guarda el secreto del horizonte invisible, alguien que deja atrás los muertos amados y descubre el amor a los que viven, a la vida en sí, plena y perecedera. Una maravilla, tan amarga y tan dulce.
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