lunes, 16 de diciembre de 2019

EUGENIO CHICANO: EL PINCEL EN LA DIANA



En mayo de 2004 redacté uno de mis  Perfiles de artistas para el diario Sur el de Eugenio Chicano. Fallecido el 19 de noviembre de 2019, fue mi jefe durante nueve años e ilustró mi remotísimo primer libro de poemas. Sirvan estas líneas añejas como un tardío homenaje, acaso como una elegía.

Quien ha nacido en una casa que es un derroche, en pastiche, de mocárabes, una ensoñación arábiga que en la calle Sánchez Pastor pone un trozo de decorado de Lawrence de Arabia, no puede ser nunca un espíritu geométrico ni ascético. Por ello, cuando uno sabe que en esa casa nació en 1935 Eugenio Chicano y que en ella fue niño, no debe extrañarse que su pintura posea esos rasgos, que su conversación sea como es, que hasta su amistad sea, de tan directa,  abrumadora.

Más allá de la anécdota de este escenario, la obra de Chicano, seguramente la más popular entre sus paisanos, es resultado de una época y de una biografía y, por lo tanto, mutable, variable, sin que vaya imitándose a sí misma. Así, si nos remontamos a las obras del Chicano más joven, encontramos en primer lugar una estética de lo social, una especie de épica de los trabajadores, que venía a recoger el aliento de los muralistas mexicanos y el de Vela Zanetti. Todo esto si se le quieren buscar referencias.  Pero sería agotador pretender reseñar, aunque fuera como apuntes, las referencias e indicaciones de lectura de la obra de Chicano. Baste con señalar en los años 60 lo que él siempre llama “Arte crítica” en la que las figuras humanas son rostros aplastados y resecos, desinflados y víctimas de un pesar que los deshumaniza y que manifiesta la podredumbre de una época. Hasta este momento, Chicano ha formado parte del grupo de jóvenes artistas que ahora conocemos como de los cincuenta y que bajo la reclamación del creador del cubismo constituyeron la Peña Montmartre y el Grupo Picasso. Regía España un general con gesto de bronce.


Después, a inicios de los setenta, coincidiendo con sus primeros contactos, y finalmente residencia, con Italia, es la “Nueva Figuración” la que lo absorbe, metiendo a sus seres informes de los sesenta en una estética maquinista y vertiginosa en la que va incluyendo sinuosas bandas rojas que atraviesan sus óleos y que serán elementos característicos en las décadas siguientes, desde la serie de homenajes en los setenta a la serie que se denomina “Poética de un Fotograma” en los ochenta. Más tarde vendrá la serie de grandes cuadros para la Bienal del Deporte en 1992 o, en esa misma década final del siglo pasado, la “Suite Málaga” en la que, con estilos muy diversos, desde lo matizado y tenue hasta lo violento y pleno de aristas, es el paisaje de Málaga lo que da unidad a esta serie polimorfa. Más recientemente llegará la serie de pinturas dedicadas a la copla española en la que Chicano recapitula sus modos y maneras con el pretexto de  la cultura popular.


Obsérvese lo meritorio de haber llegado hasta este punto, hablando de Chicano, sin haberlo llamado pintor pop, aunque lo sea, porque en él (con su manera de entender la pintura como goce puro para quien la crea y como medio para conseguir imágenes de plena efectividad, directas, que no necesiten teorizaciones y deconstrucciones para llegar al observador)  la pintura se convierte en icono directo que va más allá de lo correcto, de lo académico, de las categorías y de las conveniencias, tal como él mismo ha sido siempre, alguien que gusta del flamenco o de la copla pero conociendo bien la ópera, un artista que no vive con la mente puesta en el Parnaso pero que a la vez rigió, apasionadamente, la Fundación Picasso, que tal vez sea el mejor pintor-cartelista que este lugar ha dado, aparte de sus murales,  alguien que sabe poner, con los ojos cerrados, el pincel en el centro de la diana.

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