Otra obra de monumental documentación, dedicada a una campaña a la que no se le da bastante importancia, obviando el drama de Monte Cassino. Atkinson sigue su pauta habitual de seguir a las tropas de cerca, entre el desembarco en Sicilia en julio de 1943 (la lucha en el norte de África, objeto de la anterior entrega de esta trilogía, buscaba un punto de partida para invadir Europa) y la caída de Roma en junio de 1944 (al día siguiente se produciría el desembarco de Normandía). Una vez más, hay pulso narrativo (a la manera del más conocido Antony Beevor) y apabullante información, acompañando Atkinson tanto a los generales (Mark Clark destaca esta vez, mostrándose tan fatuo y pagado de sí mismo como Montgomery, que también comparece abundantemente en estas páginas) como a los soldados, destacando la figura del teniente John J. Toffey, un buen jefe de tropa muerto en los últimos compases de la campaña y autor de hermosas y humanísimas cartas. Lo que se pretendía, una vez salidos de Sicilia, un paseo militar merced a los desembarcos en Salerno y Anzio, se convirtió en un lento, cruento, doloroso avance merced a la resistencia de las tropas alemanas (las italianas habían claudicado no mucho después del desembarco siciliano). La sangre, el sudor y las lágrimas (medidas en toneladas) que auguraba Churchill a través de un incomodísimo ladrillo de 1218 páginas, de las que 324 son de notas. Al igual que su predecesor dentro de esta trilogía, nos encontramos ante una obra maestra de la Historia Militar.
martes, 20 de marzo de 2018
lunes, 19 de marzo de 2018
Lecturas: Dos caras de una misma Corea (Daniel Wizenberg y Julián Varsavsky)
Los dos autores son argentinos, y colaboran en medios como Página 12 (un periódico moderno que en los años 80 fue dejándose su rápido prestigio para devenir en panfleto muy a menudo) y en Russia Today (¡lagarto, lagarto!). Pero esta vez han creado un libro bastante sensato. En él Wisenberg relata un viaje a Corea del Norte, que no difiere en demasía de lo que nos mostraría cualquier buen reportaje escrito o televisivo. Si acaso, no entra demasiado en la hambruna crónica, en los campos de prisioneros. Tal vez porque el viajero no puede elegir allí lo que desea ver, lo que quiere contar. Varsavsky, en cambio, viaja a Seúl para, con mucha más extensión que su compañero, describir el sistema educativo, el ocio, el conglomerado industrial, la presencia de la cultura digital, una estancia en un templo budista. Desde los micromundos que no bastan para describir dos países en toda su complejidad (Seúl no es toda Corea del Sur, del modo que Pyeonjang, no es toda Corea del Norte), presentan sus relatos divergentes para después, en un arriesgado análisis, comparar ambas realidades.
Corea del Norte vive baja una tiranía es claro y la condena del régimen es fácil (pero tampoco contundente en su exposición). Corea del Sur es injusta por la continuada explotación laboral de sus ciudadanos. Justamente, esa extenuante forma de vivir, con una alta exigencia en los estudios y en el trabajo, parece ser más aborrecible para los autores. Reconozco mi amor por Corea del Sur basado en una serie de seis viajes de trabajo realizados en poco tiempo y visitando cuatro ciudades del país. Allí he compartido con coreanos el día a día. Es cierta esa exigencia, o autoexigencia, de ser eficaces en el trabajo. Pero no supone una desdicha como parecen querer sugerir los autores. No se tiene la sensación (en Seúl, en Incheon, en Suwon, en Daegu) de esclavitud capitalista. Y sí del confucionismo que se nombra por encima y muchísimo del Jeong, un deber moral e íntimo de ayudar a los demás, no diferente de la Tzedaká hebrea, que caracteriza al nobilísimo pueblo coreano. En todo caso, la esclavitud estaría más allá del Paralelo 38. Pero ello se trata de pasada. Desde luego, ¡qué malo es el capital!