viernes, 5 de enero de 2018

Lecturas: La corte del zar rojo (Simon Sebag Montefiore)

Del autor británico ya quedó aquí reseñado su mamotreto sobre la dinastía Románov, que comparte con este vistazo sobre la vida cotidiana de Stalin un similar grosor  (son ahora 854 páginas) y una misma virtud y defecto: entrar en lo muy menudo, gracias a un apabullante dominio de la documentación, pero dejando fuera el contexto histórico y político de cada instante. Pero como ese defecto es la virtud de tantas biografías de Stalin (recuerdo la de Walter Laqueur o la indigesta de Jean-Jacques Marie), sea bienvenida esta visión del tirano soviético observado casi con microscopio. 


Aquí Montefiore recurre a entrevistas con quienes lo conocieron y con sus descendientes, a memorias muchas veces inéditas e incluso a papelitos con comentarios maléolos o insustanciales que los jerarcas se cruzaban, al modo escolar, durante fatigosas reuniones. Aquí está Stalin con sus caprichos, sus miedos (inolvidables las escenas que le muestran abatido, asustadísimo, abatido, en los primeros días tras la invasión nazi de junio de 1941), su humor socarrón y a veces negro, su amor posesivo por su hija Svetlana, el desapego por sus hijos varones (uno redimido por su muerte heroica tras haber sido apresado por los nazis y convertido el otro en un borracho altanero), la indiferencia ante el dolor ajeno (los millones muertos en las hambrunas de Ucrania, las víctimas del Gran Terror, los asesinados por la innoble cheka). Todo ello se narra aquí al detalle, desde la perspectiva del monstruo, sin que el historiador se dedique a juzgarlo. Y junto a Stalin, con su impasibilidad asesina, sus horarios disparatados y sus cenas copiosas y largas regadas con inagotable alcohol, los imprescindibles secundarios, el burócrata Molotov ("culo de hierro" como apodo por su capacidad de trabajo de oficina), el fatuo Voroshilov (que compartió con el líder el grado máximo de culto a la personalidad), el irresistible Kirov (su asesinato dará paso al Gran Terror: hay quien atribuye su muerte al propio Stalin, pero Montefiore, con razón, no le da mayor credibilidad a esas teorías, Nikita Kruschev intentando sobrevivir al drama con (son sus palabras) los brazos llenos de sangre hasta los codos, el infame Beria y muchos otros.


Todo ello narrado desde el suicidio de la segunda esposa de Stalin, Nadia Alliluyeva, en 1932 hasta la muerte del tirano en 1953. Sin condenas morales (otra virtud de Montefiore), con detalles. Transcribo, como ejemplo del libro, sus últimas líneas, que sirven para valorarlo. Es el momento en que Valechka, la concubina de Stalin desde su viudedad, se despide del cadáver en la dacha en que el Vozhd (título que equivale al nuestro, igualmente terrible, de Caudillo) murió. Después de los criados empezaron a apagar las luces y ponerlo todo en orden,

Entonces la compañera más cercana de Stalin, consuelo de la cruel soledad de aquel monstruo sin parangón, Valechka, que por aquel entonces tenía treinta y ocho años y llevaba trabajando para el Vozhd desde los veinte, se abrió paso entre las llorosas criadas, "se hincó pesadamente de rodillas" y abalanzándose sobre el cadáver de Stalin, dio rienda suelta a su dolor del modo más desinhibido, como hace la ente sencilla. Aquella mujer, alegre pero absolutamente discreta, que tantas cosas había visto, siguió convencida hasta el fin de sus días de que "nunca pisó la tierra un hombremejor". Apoyando la cabeza directamente sobre el pecho del difunto, Valechka, con las lágrimas corriendo por las mejillas de "su rostro redondo", "lloró, gimiendo con toda la fuerza de su voz, como hacen las mujeres de las aldeas. Estuvo así durante un largo tiempo, sin que nadie se atreviera a impedírselo¨.


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