Sigo
empecinado en leerme todo Pamuk y comentar mi experiencia de lector (en este
blog, bajo el título de Lecturas sólo se encontrará eso, mi experiencia como
lector, más que sesudas críticas para las que, lo reconozco, no estoy dotado ni
de capacidad ni de paciencia). Esta vez he cometido el error de interrumpir la
lectura durante meses para acometer los dos capítulos finales cuando lo
importante ha sido ya olvidado. Diré que sí recuerdo el placer de la lectura,
como quien observa una inagotable y sorprendente miniatura otomana (de eso
trata el libro) durante horas y horas, sin cansancio y con intacta sorpresa.
Esta vez, comenzando por la voz de un muerto, un miniaturista en el
Estambul otomano del siglo XVII,
seguimos la narración a través de diversos narradores que se expresan en
primera persona y que van dando lugar, como una portentosa carrera de relevos literaria,
a otras voces. Si la primera, la del Maestro Donoso, es la de un difunto, otras
pueden ser la de una moneda, un árbol o la de un perro pintado. Todos van
haciendo la narración hasta averiguar quién mató al primer narrador y a otro de
los personajes.
Éstos son
miembros de un grupo de miniaturistas al servicio del sultán, que se debaten
entre la amenaza que supone seguir con su oficio (se comprende desde el
comienzo que la profesión es la causa probable del asesinato primero y más aún
del segundo) y el sentido de la práctica artística, cuando las maneras
occidentales de representación parecen más adecuadas que las tradicionales del
mundo islámico. Cuatro artistas (llamados Negro, Aceituna, Mariposa y Cigüeña)
trabajan en secreto en un libro que debe incluir el retrato del sultán y que
las convicciones religiosas llevan a que se mantenga el sigilo. Es en el
Estambul fascinante y cruel de la plenitud otomana que ya conocimos en otra
buena novela de Pamuk, El castillo blanco,
ya comentada.
La sucesión de voces, algo que ya
vimos en La casa del silencio,
alcanza aquí un virtuosismo extraordinario, creando un efecto polifónico
fascinante. Una novela para dejarse arrullar. Y para no dejarla sin terminar
tan torpemente como yo hice. En definitiva, un magnífico Pamuk más que
recomendable.