Tuve una amiga, valiente y con mucha historia detrás, la gran historia del mundo vivida entre bambalinas, en la oscuridad discreta pero desde muy adentro. Se llamaba María de Lecea, y había vivido el error de la Guerra Civil española como esposa de un comunista de los que había acompañado a los niños españoles al paraíso de Stalin. Tras la Segunda Guerra Mundial, aceptó formar parte del gran grupo de profesionales que fueron a China, tras el triunfo de la revolución maoísta, a a fortalecer el nuevo régimen. Allí estuvo, con algún fructífero y extenso paréntesis en la Argelia de (y con) Bumedian, hasta que los acontecimientos de Tian An Men aconsejaron la repatriación de españoles y he aquí que recaló en Málaga donde, como traductora de chino y de ruso, pasó sus últimos y felices años. En una conversación de historietas y de Historia, María sonreía y contaba el asombro que le causaba escuchar en la radio china, en plena Revolución Cultural, "víboras lúbricas" a los que pronto serían exterminados. Se habían acabado los insultos usuales, las acusaciones, los dicterios de furia y azufre. Sólo quedaba eso, acabar con las víboras lúbricas.
Ahora, septiembre agonizante de 2014, vuelven las víboras lúbricas. Leo una discusión en facebook propiciada por una amiga de la infancia de mi esposa (mi esposa catalana, mi esposa española). Los españoles que creemos en la Constitución, en la Ley de Leyes, pasamos a ser fascistas, defensores de un régimen corrupto y opresor nazi-fascista. Somos incultos, bárbaros, enemigos de la libertad. Víboras lúbricas. Y todo esto no ha hecho sino comenzar. No quiero entrar en la ficción totalitaria y falaz de los nacionalistas catalanes, en la usurpación de un derecho que a todos los españoles nos pertenece. No lo haré. Mi postura contraria a las divisiones es notoria. Lo que me espanta es justamente eso, hasta dónde se agota la razón, desaparece y se convierte en la transformación idiota de las manipulaciones históricas, los sofismas, la reducción al absurdo y el prodigio gilipollas de la transformación del otro en serpiente lúbrica.
La serpiente, víbora o no, se muerde la cola. Gira el tiempo, se repite como una maldición. Negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver (y con esto cito aquí el inicio de "A las barricadas"). Volvemos a las andadas, la furia española, el cainismo que nos une, asoma el hocico. Recuerdo los versos, los repito como un ruego, del poema de Fernán González: "Señor: ¿por qué nos tienes a todos fuerte saña? / Por los nuestros pecados non destruyas a España". Y más, el Criticón de Gracián: "-Mirad ahora hacia España: ¿qué veis? -Veo -dijo Andrenio- que las mismas guerras intestinas de agora doscientos años pasan del mismo modo, las rebeliones, las desdichas del un cabo a otro".
La congoja, incluso el miedo, agitan a esta víbora lúbrica en esta hora grave y peligrosa de nuestra Historia, en la que las razones no valen. Miro alrededor, buceo en la memoria, busco trozos de madera para construir algo que flote en la zozobra. Don Miguel de Unamuno, convertido, de puro español y trágico y místico, en patrón de los que somos víboras lúbricas. Copio el final de su alocución con la que en 1934 se despedía de la docencia y de sus alumnos, en presencia del jefe del estado que a la sazón era Manuel Azaña. Tras las palabras de Unamuno, nada más podría añadir:
"Se conquista con la palabra. Más ha ganado para España el Verbo castellano por la pluma de Cervantes en su Quijote, hijo de palabra, que ganó Juan de Austria con su espada en la batalla de Lepanto. Me he esforzado por conocerme mejor para conocer mejor a mi pueblo –en el espejo, sobre todo, de su lengua–, para que luego nos conozcan mejor los demás pueblos –y conocerse lleva a quererse– y, sobre todo, para ser por Dios conocidos, esto escombrados, y vivir en su memoria, que es la Historia, pensamiento divino en nuestra tierra humana. Y mis últimas palabras de despedida, compañeros de escuela, maestros y estudiantes, estudiosos todos: Tened fe en la palabra que es la cosa vivida; sed hombres de palabra, hombres de Dios, suprema Cosa y Palabra Suma, y que Él nos reconozca a todos como suyos en España. ¡Y a seguir estudiando, trabajando y hablando, haciéndonos y haciendo a España, su historia, su tradición, su porvenir, su ventura! Y ¡a Dios!"