De John Le Carré no había leído nada hasta ahora. Tenía el recuerdo, lejano, de la serie de televisión “Calderero, sastre, soldado, espía”, que se reducía al recuerdo de los nombres de Karla y Control como el de los antagonistas principales, el rostro pausado y venerable de Alec Guinness y la escena en que alguien hacía que se accionara un magnetófono al presionar el interruptor de la luz. Aquel título extraño de la serie es el original de la novela que aquí conocemos, en un afán notorio de simplificación, como “El topo”. Desconozco el resto de la obra de Le Carré, desconozco la opinión y la experiencia de otros lectores. La mía es la de una escritura de excelente calidad, llena de recovecos, de matices certeros y amargos, de psicologías profundas. Nada que ver con un género, el de las novelas de espías, que asociamos a James Bond, ceja alzada, pistola de oro y, a veces, carne gloriosa. Nada de eso hay aquí, sino la quietud cansada de oficinas no bien iluminadas, conversaciones de funcionarios ajenos a la épica. De hecho, no importa saber si el topo infiltrado en el servicio secreto británico se corresponde con la identidad escondida detrás de los seudónimos de calderero, sastre, soldado, pobre o mendigo. Lo que te transmite vida y verdad es esa soledad secreta, esa desolación, que acompaña a cada personaje. George Smiley, protagonista, es ejemplar en esa veracidad. Arrastrando la nostalgia y el dolor por la separación de la que fuera su mujer, es conmovedora, en su parquedad, que cuando ve, por última vez, en la novela a su infiel ex esposa, Anne, la perciba “tan alta, hermosa, impresionante como siempre, y en esencia, la mujer de otro hombre”.
lunes, 5 de agosto de 2013
Lecturas: El topo (John Le Carré)
De John Le Carré no había leído nada hasta ahora. Tenía el recuerdo, lejano, de la serie de televisión “Calderero, sastre, soldado, espía”, que se reducía al recuerdo de los nombres de Karla y Control como el de los antagonistas principales, el rostro pausado y venerable de Alec Guinness y la escena en que alguien hacía que se accionara un magnetófono al presionar el interruptor de la luz. Aquel título extraño de la serie es el original de la novela que aquí conocemos, en un afán notorio de simplificación, como “El topo”. Desconozco el resto de la obra de Le Carré, desconozco la opinión y la experiencia de otros lectores. La mía es la de una escritura de excelente calidad, llena de recovecos, de matices certeros y amargos, de psicologías profundas. Nada que ver con un género, el de las novelas de espías, que asociamos a James Bond, ceja alzada, pistola de oro y, a veces, carne gloriosa. Nada de eso hay aquí, sino la quietud cansada de oficinas no bien iluminadas, conversaciones de funcionarios ajenos a la épica. De hecho, no importa saber si el topo infiltrado en el servicio secreto británico se corresponde con la identidad escondida detrás de los seudónimos de calderero, sastre, soldado, pobre o mendigo. Lo que te transmite vida y verdad es esa soledad secreta, esa desolación, que acompaña a cada personaje. George Smiley, protagonista, es ejemplar en esa veracidad. Arrastrando la nostalgia y el dolor por la separación de la que fuera su mujer, es conmovedora, en su parquedad, que cuando ve, por última vez, en la novela a su infiel ex esposa, Anne, la perciba “tan alta, hermosa, impresionante como siempre, y en esencia, la mujer de otro hombre”.
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