Hasta el 18 de marzo, en la sala de exposiciones Mare Nostrum, del Ayuntamiento de Rincón de la Victoria, Perry Oliver (Pennsylvania, 1948) muestra su exposición “Cruces”. Oliver (a muy pocos, diría que nadie, he oído llamarlo Perry, y mucho menos Perry Macon), decía, es amigo. En casa tengo una escultura suya, de sobria contundencia, reflejo de la vieja amistad, e igualmente veterano cariño que nos tenemos. Esta exposición muestra un Oliver que no es nuevo, porque se mantiene fiel a su poética de volúmenes austeros, con un lenguaje abstracto, parco, elegante y enigmático. Pero, a la vez, presenta elementos para sentir algo más que la atracción por formas nunca antes observadas, la seducción de la geometría, la promesa de una perfección platónica. Esta vez lo que sirve para medir la destreza, el talento tan sabido, de Oliver es nada menos que la cruz. La cruz de los cristianos. Y en esa exposición mínima pero en la que nada falta, se siente una epifanía, un vislumbre de cielo y de compasión, un eco dulce de la música de Johann Sebastian Bach, el obsesionante “Erbarme dich, mein Gott” de la “Pasión según San Mateo”. Apiádate de mi, mi Dios. O lo que es lo mismo, el viejo “Kyrie Eleison, Domine”. Antes de seguir más allá, conste, lector que aquí llegas, conste, dearest Oliver, que si bien nací cristiano y católico, la fe que profeso es la del Padre. La vieja fe de Abraham y de Isaac. Por lo tanto, lo que aquí se diga o sugiera sobre la cruz será dicho desde el espíritu, no desde el dogma. Y mucho menos de la iconoclastia de los anticlericales de este país áspero.
Antes de hacer demasiado largo, doblemente enojoso, este comentario, enunciaré la conclusión, manifestada entre runrún de fondo en la sala la noche de la inauguración y dicha con los tartamudeos propios: la exposición tiene una lectura distinta en cada sala. Por una parte, en la planta baja, hay una pureza que se busca y que se manifiesta en una visión del paraíso tras la resurrección, plena de paz y de esperanza. En la planta superior, está la Humanidad en torno a la cruz, con su ruido y su torpeza y su ansia de pureza que es la que se ve en la sala de abajo. Ahí arriba, donde los hombres, está el espíritu, conmovedor, de Stanley Spencer. Vayamos por parte. Spencer, (1891-1959), que murió, me dice la British Encyclopaedia, siendo Sir, tomó como tema de su obra, desarrollada entre las dos guerras mundiales, entre dos Apocalipsis por tanto, la fe cristiana. Por lo tanto, la cruz. Veamos algunos ejemplos de Stanley Spencer. Se recomienda pinchar sobre las imágenes, para conseguir visualizaciones mejores.
¿Bien? Vayamos ahora con Oliver, con su planta superior en la que esa multitud que sufre o resucita en Spencer, removiendo o acarreando cruces, identificando a los personajes que así se convierten en Cristo pues como él mueren, en suburbios de ladrillos, y como él resucitan en calles mansas o en campiñas de los Midlands, se convierte en personajes reducidos a volúmenes básicos pero que a la vez poseen esa necesidad, casi obligatoria, de redención. Veamos algunos.
Pueden parecer fantasías suprematistas, figurines para teatro soviético, época de Meyerhold, de Maiakovsky cuando aún soñaba. Pero hay algo más, algo más profundo. Situemos una de esas figuras junto a una pintura conmovedora de Carracci, su “Lamentación por Cristo muerto”.
Las figuras de Oliver bien podrían ser figurantes en el teatro de dolor de Carracci, sólo les faltan los ausentes brazos para retorcerlos de dolor ante el drama. En esa planta, dispone algunas de estas figuras, en un montaje escenográfico, ante una cruz plena. Es lo que Oliver ha dispuesto como un cortejo cofrade, como una fila de penitentes que se inclina ante la cruz. Aquí están.
Al llegar aquí, una vez que hemos intuido ese acercamiento al dolor a través de la geometría, captado cómo la escala de esos penitentes dispone sus cabezas cúbicas hacia el redentor ausente y representado por la forma de la cruz que los mortales mismos guardan y manifiestan en su forma, descendamos la escalera. Abajo, ausencia y espejo, está la cruz sin personas, está la esperanza, la tumba que se abre vencida e inútil. La luz, la música de Bach otra vez.
¿Es la necesidad de trascendencia, ahora que hace frío oscuro y pobre, lo que convierte una exposición, perfiles de hierro pintado, en un sacramento? Seguramente Oliver sonreirá al ver todo esto, al leer este castellano tortuoso y no torturado, agitará la cabeza quijotesca, y tal vez en inglés dirá "este Mario, es terrible" y señalará la pantalla a Jenny. Sé que dentro de poco expondrá en Vélez-Málaga, me abrazará emocionado y me llamará amigo. Y después, podré ir en paz.
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