viernes, 30 de septiembre de 2011

Dinamita y relojes de cuco

Una historia del suizo Friedrich Dürrenmatt adaptada para la escena permite rescatar a un autor singular
Destino curioso el de Suiza, convertida en roca enclavada en el corazón del corazón de Europa en la que nunca pasa nada, a no ser una vaca, un alpinista, un banquero. Ni guerras mundiales ni euro, y si es miembro de las sacrosantas Naciones Unidas lo es tan sólo desde 2002. Suiza es demasiado aburrida, demasiado normal, como para necesitar que la metan en cintura, que le impongan dogales y normas, que la domestiquen. Pero ese lugar, en el que tantos españoles han trabajado en el tiempo de las maletas de cartón sin sentirse reconocidos en esa democracia de voz baja y cantones y Cruz Roja y cruz blanca sobre fondo rojo, el lugar que es tumba de Borges y cenizas de Servet (al dorso de esta página se agitan esas llamas), ha ido teniendo una literatura que ha hecho de la sofisticación y la tensión sus claves. Sirva de ejemplo esta historia del suizo Friedrich Dürrenmatt (fácil es suponer que escribió en alemán) que se adapta para la escena y que con el título de “La avería” sube a las tablas del Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 30 de septiembre y 1 de octubre. Con Emma Suárez y Asier Etxeandia (además de Daniel Grao, Fernando Soto, José Luis García-Pérez y José Luis Torrijo), dirigidos por Blanca Portillo, es una de esas fábulas que comienzan entre susurros y buen tono y termina en crimen y humor amargo y en la certidumbre de que bajo los quesos de bola, los relojes obsesivos y sumisos y el chocolate, anida la dinamita, la daga de los anarquistas, la sangre derramada de Sissi en Ginebra, a la orilla de un lago que cubrió el humo de las piras calvinistas y que no volvió a dar un espíritu libre y creativo hasta un siglo después, cuando surge Rousseau, que fue semilla de la Revolución Francesa y de nuestras democracias.  Tras él, un puñado de dinamiteros entre los que destacan Blaise Cendrars (por mucho que se reciclara en francés), el raro Robert Walser, el inconmensurable Max Frisch. Y Dürrenmatt.
                Podemos dejar a un lado los pormenores de esta adaptación escénica en la que un viajante de tejidos por mor de una avería acepta la hospitalidad de un correctísimo anciano. Baste con indicar que el viejecito encantador tiene amigos que comparten edad, modales y manteles y noche, y que el viajante aceptará participar en el juego de sobremesa que, auxiliados por el ama de llaves vetusta que aquí encarna Emma Suárez, los cuatro carcamales le proponen y que revive las profesiones que tuvieron: juez, fiscal, abogado... y verdugo. El invitado será el acusado. En el juego, la ley, la justicia, el destino. Un final que no puede ser, ay, feliz.
                Dürrenmatt, decíamos. Un escritor hondo, hábil. Más que recomendable. Que tenemos más asimilado de lo que creemos. Recuerden aquella obra maestra, seca y desnuda, en civilizadísimo blanco y negro que en 1958 dirigió Ladislao Vajda (sí, el mismo que hizo esa otra película de sutil terror en la que un niño dialoga en un desván entre mendrugos y jarras de vino). Hablamos de “El cebo”. La imagen del tierno asesino, tan encantador como terrible, agitando un hipnótico títere en un claro del bosque refleja a la perfección la literatura de Dürrenmatt, que es el responsable de ese guión.
...mi ritrovai in una selva oscura,
ché la diritta via era smarrita
[...me encontré en una selva oscura
porque la recta vía era perdida ]


          Muerto en 1990, se mantienen como obras perennes el drama histórico “Rómulo el Grande” (1949), el drama filosófico “El matrimonio del señor Mississippi” (1952), la alegoría sobre la muerte y la justicia que es el drama “Un ángel enBabilonia” (1953), el drama paradójicamente inmortal que es “La visita de la vieja dama” (1958) y el extraño y agrio musical “Frank V”. Versado en filosofía (su tesis doctoral iba a versar sobre Kierkegaard) e hijo de un pastor anabaptista, la culpa es una constante en su literatura en la que argumentos históricos y policiacos son simples pretextos para hacer entrar en juego las ideas, la serpiente entre las flores, la dinamita entre los relojes de cuco.

Artículo publicado en diario Sur el 24 de septiembre de 2011

Miguel Servet: El fuego y la palabra

Se cumplen 500 años del nacimiento de Miguel Servet, hombre de fe y hombre de ciencia, hereje y rebelde, que fue perseguido y muerto por sus ideas incómodas y peligrosas

Medio milenio se cumple del nacimiento de uno de esos raros españoles que aspiraron a transformar su época y sucumbieron a ella. Miguel Servet, científico y hereje, que aspiró a ser especialista y docto en materias tan diversas como medicina, geografía, imprenta, teología y exégesis, ha quedado como lo que finalmente fue: una llama deslumbradora y trágica, una presencia incómoda e incomprendida. Un maldito que quiso ser un genio. Esta es su historia.
La forja
Nacer en Villanueva de Sigena (532 habitantes en 2004), en los Monegros de Huesca, el 29 de septiembre de 1511 supondrá para su pueblo la adjudicación del título de villa por parte de las autoridades de la Segunda República, en 1931, como reconocimiento al sabio y rebelde, y a éste le facilitará, cuando las cosas se pongan difíciles, el apellido que adoptará, Villeneuve, para ocultar el suyo. Hijo del notario de un monasterio y de una descendiente de conversos (el segundo apellido materno, Zaporta, delata el hecho), entró pronto como paje y secretario de Juan de Quintana, confesor de Carlos V, al que acompañará en sus andanzas europeas entre las que destaca la doble coronación del emperador en Bolonia en 1530. Asqueado por el boato, dos años más tarde escribirá sobre aquella ceremonia “El Papa se hace llevar en hombros ¡No se digna echar pie a tierra por no ensuciar su Santidad! Se hace llevar en hombros por los hombres y se hace adorar como si fuese Dios; cosa que ningún impío osó jamás hacer desde que el mundo es mundo [...] ¡Oh, Bestia, la más vil de las bestias, la más desvergonzada de las rameras!”. Las simpatías que empieza a abrigar en Bolonia hacia la Reforma protestante, que anhelaba la pureza y la renuncia al oropel, eran patentes. El paso hacia la heterodoxia era inevitable, y más tras conocer a los dirigentes reformistas Ecolampadio, Bucero y Schwenckfeld tras haber, en vano, intentado entrevistarse con Erasmo. Pero pronto sus puntos de vista disidentes respecto a la Reforma le convertirán en un hereje entre los herejes. Stefan Zweig, en un libro modélico y vibrante (a Enrique Castaños debo la recomendación del sumamente recomendable “Castellio contra Calvin. Conciencia contra violencia”) pinta un retrato no demasiado halagüeño de Servet, a quien le da el papel y mérito de víctima ejemplar: “Tampoco Miguel Servet se convirtió en una personalidad memorable en virtud de un genio extraordinario, sino únicamente gracias a su terrible final. En este hombre singular los talentos se mezclan de modo muy diverso, aunque sin un orden afortunado: un intelecto enérgico, despierto, curioso y tenaz, pero que con luz muy tenue divaga de un problema a otro; un genuino deseo de encontrar la verdad, aunque incapacitado para la transparencia creativa. Francotirador a un tiempo en la filosofía, la medicina y la teología, este espíritu fáustico no encaja plenamente en ninguna ciencia, aunque en todas se inmiscuye. Deslumbrante de cuando en cuando en algunas de sus audaces observaciones, con sus irreflexivas charlatanerías acaba por resultar enojoso”. 
Arde en las cosas un horror antiguo...

La ruta
Marcelino Menéndez y Pelayo, en su “Historia de los heterodoxos españoles” traza un retrato y un juicio de Servet de gran interés: “Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. [...] Campeón de la libertad humana y de la eficacia de las obras, hirió de muerte el sistema antropológico de la Reforma. Aquella sombría tristeza de Witemberg no era para su alma, toda luz, vida y movimiento. Hábil en la disputa, más que paciente en la observación, corrieron sus años en el tumulto de las escuelas entre controversias, litigios y cuchilladas. Ardiente de cabeza y manso de corazón, generoso y leal con sus enemigos, hasta con el mismo Calvino, no fue ni pudo ser, sin embargo, como Tollin supone, un hombre pacífico, sabio y erudito, que prefiere el silencio de su gabinete a los ruidos de la plaza pública. Ese ideal bourgeois es el de un profesor o pastor alemán de nuestros días, pero en ninguna manera el de Miguel Servet, extremoso en todo, voluntario e inquieto, errante siempre, como el judío de la leyenda, espíritu salamandra, cuyo centro es el fuego”.
Calvino, o los peligros de virtud

En 1531 publica, en latín, un libro peligroso, “Los errores acerca de la Trinidad”, seguido al año siguiente de “Diálogos sobre la Trinidad” con los que logra enfurecer por igual a católicos y protestantes, por mucho que ensalzara la figura de Cristo como Salvador. Evangelista Vilanova expone que “según Servet, la doctrina trinitaria tal como la enseñaba la Iglesia era algo imaginario; era en último término, un producto de la filosofía griega, que destruye la verdad de la unidad de Dios. Esta doctrina, además, es responsable de que los judíos y los mahometanos se mantengan en la increencia y no acepten la verdad del cristianismo [...] Por  otra parte, Servet afirma que la doctrina trinitaria da lugar al “triteísmo”, que es una adoración atea de tres ídolos”.  Bucero desde el púlpito pide que “le arranquen las entrañas de su cuerpo en vida”. Con tales ideas, el rastro de Servet huele a humo. Considerado persona non grata en Basilea y Estrasburgo, huye y cambia su nombre por el de Michel de Villeneuve. En 1533 y 1534 estuvo en París, donde escucha a Calvino, hayando amparo y anonimato en Lyon, donde trabaja en la imprenta de los hermanos Trechsel.  En 1537 se instala en París, donde estudia Medicina y Astrología y descubre la circulación de la sangre (en la que, además estaba presente el alma). La comunicación del descubrimiento, más adelante, en un libro de Teología, quedará inadvertida excepto para unos pocos. Tras París seguirá la huida y el encubrimiento: Avignon, Montpellier, Lyon. Vienne-Dauphiné, Charlieu. En 1548, protegido por un arzobispo, se nacionaliza francés y trabaja en Vienne como médico. Nadie sabe que el doctor Villeneuve tiene una doble vida. Y comete el error trágico de enviar su nuevo libro en latín, “La restitución del Cristianismo”, que se publica falseando el impresor y lugar de impresión y firmado como M. S. V. (Miguel Servet Villanovus) al reformador Calvino, que domina Ginebra a rezos y fuego. Un lugar en el que no sólo la música, sino el mero sonido de las campanas, estaban prohibidos por frívolos.
La llama
Además del envío de una copia de su manuscrito, Servet mantiene una fatigosa correspondencia teológica con Calvino, cuya escasa paciencia mengua rápido. Desde Ginebra, hace que una tercera persona denuncie a Servet a Ias autoridades francesas y católicas descubriendo su identidad. Para entonces, Servet vive en palacio arzobispal de Vienne. Detenido, se evade. Es acusado en Vienne de herejía escandalosa, sedición, evasión y rebelión y condenado a morir en la hoguera rodeado de fardos de papel que representan sus libros. La condena es cumplida en efigie.

El lugar en el que busca refugio es Ginebra. Un error que le costará la vida. Allí, insensato, acude a la  iglesia de San Pedro, en la que predica Calvino, en la que es reconocido y a cuya puerta, tras el oficio, es detenido. Del 13 de agosto al 27 de octubre de 1553 transcurre el juicio, en el que Servet planta cara a sus acusadores mientras vive en un sórdido calabozo que hace dirigir un ruego a sus carceleros: “Os ruego, por el amor de Cristo, que no me neguéis lo que concederíais a un turco o a un criminal. De todo aquello que habéis ordenado para mi aseo, no se ha hecho nada. Estoy en un estado aún más lamentable que antes”.
Calvino y Servet. Theodor Pixis, 1861

En los interrogatorios participa, impasible, el propio Calvino. Zweig relata con patética concisión el desenlace: “El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo, sus ojos ya desacostumbrados ven de nuevo la luz del cielo”.  Ante el Ayuntamiento se le lee la sentencia: “Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante”. En la pira, alimentada con madera verde para una combustión lenta, se encomienda a Dios: “Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten puedad de mí”. Con las manos atadas al poste, susurra “Oh Dios, Dios mío”. Uno de sus perseguidores le reprocha: “¿No tienes nada más que decir?”. Servet replica “¿Qué otra cosa podría hacer sino hablar de Dios”.  Y así hará, ya arropado de llamas: “¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!”. La respuesta será el silencio, el viento. Las cenizas.

Enseñanzas y epitafios
Marcelino Menéndez y Pelayo, pese a su afán de ortodoxia, guarda respeto por el aragonés, de quien llegará a decir que “El suplicio de Servet, ya lo dijo Voltaire, es mil veces más censurable que todas las hogueras de la Inquisición española, porque estas no abrasaron a un sólo sabio”, opinión que antes compartió Edward Gibbon, el historiador inglés del siglo XVIII, al afirmar que “Estoy mucho más profundamente escandalizado por el solo suplicio de Servet que por los cientos de personas inmoladas en los autos de fe de España y Portugal”. Voltaire, que no ahorró alusiones a Servet, sostenía que “La detención de Servet en Ginebra, donde no había publicado ni dogmatizado y donde en consecuencia, no podía ser entregado a la justicia, debe considerarse como una barbarie y un insulto al derecho de las naciones”. Pero la más atinada conclusión deducida de la muerte de Servet es la que formuló Sebastián Castellio, al que sólo la enfermedad libró de también perecer bajo la tiranía de Calvino y que, a su vez, son palabras sagradas: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. No se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe [...] Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre”.


En el lugar donde se erigió la pira, ridículamente al lado de una carretera por la que pasan indiferentes los vehículos que atraviesan un falso túnel, un monolito de piedra, situado cuando se cumplían 350 años de la ejecución, rememora el hecho: “El 27 de octubre de 1553 murio en la hoguera en Champel Miguel Servet de Villanueva de Aragón nacido el 29 de septiembre de 1511”. Al dorso de la piedra, otra inscripción más extensa pretende, como estas páginas, hacerle una mínima justicia nombrando al asesino y omitiendo, a la vez que la honran, a la víctima:  “Hijos respetuosos y agradecidos de Calvino nuestro gran reformador pero condenando un error que lo fue de su siglo y firmemente ligados a la libertad de conciencia según los verdaderos principios de la Reforma y del Evangelio hemos erigido este monumento expiatorio el 27 de octubre de 1903”.

Artículo publicado en diario Sur el 24 de septiembre de 2011

Austrohúngaros

El rescate del compositor Ernö Dohnányi trae al Cervantes los sonidos de un momento de esplendor de la cultura occidental antes de la barbarie
                Hay una escena en una película inolvidable de Berlanga de cuyo título no me puedo acordar en la que un cochero arrea un latigazo rutinario a su mulo y lo conmina a la marcha con un poco entusiasta “¡arre, Austrohúngaro!”. Esa palabra, fetiche del director levantino, retrata un ámbito geográfico y político y cultural que fue gloria y fue catástrofe. Antes de los pistoletazos en Sarajevo y de las trincheras, antes de las cruces gamadas y el Danubio sanguinolento, en tiempos de Sissi emperatriz plena de desesperación y vigorexia, el ámbito austrohúngaro fue el que acogió a Freud, a Kafka, a Klimt o a Mahler. Un ejemplo. O a Dohnányi, Brahms y Kodaly, que son los que acapararán un interesante, y necesario, concierto de la Oquesta Filarmónica de Málaga en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes. Allí, el 23 y el 24 de septiembre Edmon Colomer, con la participación al violín solista de Graf Mourja, ofrecerá una velada con el imperativo título de “Descubre al compositor Ernö Dohnányi”. En el programa, el Concierto nº 1 para violín y orquesta en re menor, opus 27, de Dohnányi, las Danzas Húngaras 1, 3 y 10 de Johannes Brahms y y las Variaciones sobre un tema popular húngaro de Zoltan Kodaly.
Retrato de grupo explícitamente austrohúngaro

                 Dohnányi es el que protagoniza, y abre, el concierto. Un autor al que los otros dos contextualizan, sirviendo Brahms para señalar el lado germánico, austriaco, de su tradición musical, y Kodaly la parte eslava, hungárica, de autenticidad y folclore. Por mucho que Brahms también comparta aquí esa voluntad de terruño y atardecer dorado y festivo. Porque Dóhnányi, que nació en 1877 en la actual Eslovaquia y murió, por esas cosas de nazis, alaridos, en Nueva York dejando atrás, en Europa, dos hijos muertos, uno en combate y otro ejecutado en la desaforada represión del complot de von Stauffenberg. De este hijo saldrían otros dos Dóhanyi, uno que será alcalde de Hamburgo, y director de orquesta el otro (y padre de un actor). Un tipo íntegro el desconocido y primordial y protagonista aquí Dóhnányi, que en 1934 accedió a la dirección de la Academia de Música de Budapest y lo dejó en 1941 en protesta por las atrocidades contra el pueblo judío. Sea como sea, su tumba está bajo el sol de la capital de Florida (que no, que no es Miami) con su nombre grabado en la versión alemana, Ernst.
                Excelentísimo pianista (hay vídeos suyos que lo muestran mayor y con una energía asombrosa), su primer concierto para violín es óptimo para cadencias virtuosísticas, jugando sin red sobre un abismo a cuyos lados está, mirando serio y fumándose un puro, Brahms, y al otro un puñado de aldeanos brincando entre violines y jarras de cerveza de Pilsen. Una música adecuada para leer a ese austrohúngaro disidente que fue Bohumil Hrabal. Elegiaco y lírico, festivo y audaz. Tanto uno como otro. Escuchen a Dóhnányi, agradezcan a Colomer, o a quien sea, la iniciativa de rescatarlo, la oportunidad de la recomendación. Y a falta de discos accesibles, refúgiense en el reino de youtube, en el que no sólo hay pamplinadas.
Ernst von Dohnányi/Ernő Dohnányi
          Con Kodaly, de quien en la temporada pasada se ejecutaron sus danzas de Galanta, las variaciones populares no son tan inocentes como se puede creer. Basada en una canción popular titulada “El vuelo del pavo real” (un bicho que no vuela, sino que aletea con estilo y desgarbo) , se olvida que además de redundantemente pavonearse, esta ave simbolizaba la libertad cuando en 1939 se compuso estas variaciones, de vigoroso impresionismo, que se estrenaron en noviembre de 1939 cuando ya los alemanes de los berridos arrasaban Polonia escuchando otra música. Brahms, finalmente, pero precediendo a Kodaly en el concierto, nos ofrece una visión amable de esa Austrohungría amable y campesina, algo así como la versión Sorolla mientras que Kodaly y Dóhnanyi serían la visión expresionista, más como Oskar Kokoshka (por seguir con el club de los austrohúngaros ilustres). Sonidos de cuando aún no había sangre y humo entre los atardeceres de oro y las melancolías imperiales austrohúngaras.
Artículo publicado en diario Sur el 17 de septiembre de 2011

viernes, 16 de septiembre de 2011

La tercera comunión


Comienza la temporada musical en Málaga con una propuesta de máximos, una negación de lo imposible, una promesa de plenitud. Porque los días 16 y 17 reunirá en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes (con la fachada devuelta al que dicen el color de ese remoto 1870 en que se inauguró con música de Rossini) a la contralto Patricia Bardón con Orquesta Filarmónica de Málaga bajo la dirección de Edmon Colomer, el Coro de Ópera de Málaga que dirige Francisco Heredia y la Escolanía Santa María de la Victoria guiada por Narciso Pérez. En el programa, una sola y enorme obra, la Sinfonía nº3 en Re menor, de Gustav Mahler. Ante la apabullante importancia de esta sinfonía, que tampoco es la más renombrada de su autor, resulta prescindible señalar que esta velada recibe el título de “Espejos literarios I” y que en el segundo espejismo, ya en noviembre, también estará Mahler aunque ya acompañado.
         Lo de la literatura viene en esta ocasión por la presencia de Friedrich Nietzsche en Mahler, pues al filósofo (y compositor amateur: de él he oído algunos lieder indigestos) corresponden los textos que son cantados en el cuarto movimiento, mientras que la letra del quinto corresponde a la recolección romántica “"Des Knaben Wunderhorn" y que entre nosotros tendría una traducción fea que mezcla juventud, magia y cuerno. El texto nietzscheano, que en la primera edición de “Así habló Zaratustra” se titula “La canción del noctámbulo” y “La canción ebria” en las restantes por una corrección del sabio, dice (en la traducción de Andrés Sánchez Pascual): “¡Oh hombre! ¡Presta atención! /¿Qué dice la profunda medianoche?/ «Yo dormía, dormía, / de un profundo soñar me he despertado:/El mundo es profundo / y más profundo de lo que el día ha pensado. /Profundo es su dolor. / El placer es más profundo aún que el sufrimiento:/ El dolor dice: ¡Pasa!/ Mas todo placer quiere eternidad. / ¡Quiere profunda, profunda eternidad!”.

¿Qué dice la profunda medianoche?


         Mahler, que buscó en las formas sinfónicas conseguir los mismos efectos (muchas veces, superándolos) que las óperas de Wagner, aquí, en esta sinfonía que puede ser la menos difícil de seguir y a la que tituló en un comienzo “Un sueño de una noche de verano”, trasdesechar losde “La gaya ciencia” y “Pan”,  buscó, y logró, una identificación, una comunión, entre música y naturaleza. Como un panteísta que sabe ver lo divino en la creación,  a lo largo de seis movimientos (1. El despertar de Pan. El verano hace su entrada; 2. Lo que me cuentan las flores del campo; 3. Lo que me cuentan los animales del bosque; 4. Lo que me cuenta el hombre; 5. Lo que me cuentan los ángeles; y 6. Lo que me cuenta el amor), consigue que se convierta en algo más que una ocurrencia la anécdota de aquel paseo con su discípulo Bruno Walter, cuando paseando por un ameno paisaje campestre en Steinbach-am-Attersee, Mahler, viendo embelesado al amigo, le dijo: “Es inútil que mires el paisaje: ha pasado por entero a mi sinfonía”. En esta música hay paz, hay trascendencia, hay grandeza, hay pasajes de arrebatado lirismo como los pasajes para la contralto en el cuarto movimiento, uno de esos instantes que te hacen caer todas las barreras y saberte mortal y prescindible, asquerosamente imperfecto ante semejanza intangibilidad. Hay, pues, entre estos vislumbres de paraíso, la serpiente que se oculta entre las flores y hay también lágrimas que brotan en el quinto movimiento, y las voces infantiles proclaman que “será amando al buen Dios toda tu vida / que obtendrás la alegría celestial". Hay un ascenso y un descenso del alma por la belleza (la imagen y el concepto corresponden a Leopoldo Marechal), una gloria vencedora que nos abate, tan dulces y tan vencidos, tras esta sinfonía tercera que es una redención tercera, una tercera comunión. Y podremos ir en paz.

Artículo publicado en diario Sur el 10 de septiembre de 2011


viernes, 9 de septiembre de 2011

Picasso y la sombra de una mujer que sonríe

Hace un siglo, al calor del robo de la Gioconda del museo del Louvre, Picasso y el poeta Apollinaire se vieron ante la justicia envueltos en este caso y en el del hurto de unas estatuillas ibéricas


     Esta es una historia que tiene un siglo, una historia de delitos, de sospechas y de mentiras, de audacia y de cobardía, en la que se mezclan franceses, italianos, argentinos y un malagueño. Una historia de poetas, pintores, aventureros, estafadores, ladrones, periodistas y policías, en la que se mezclan toscas estatuillas ibéricas y el retrato de una mujer que sonríe.

         La donna è mobile


En la raíz de todo, un pintor, un rey, un emperador y una mentira. Que se resumen en que Leonardo da Vinci pinta el retrato de una dama que quizás sea Lisa Gherardini (en la actualidad, se estudia el ADN de sus restos exhumados en una iglesia de Florencia), que será adquirido por el rey Francisco I de Francia en fechas cercanas a  la muerte del pintor en el país vecino. Que la obra maestra de Leonardo termine expuesta en el parisino Museo del Louvre será lo que conduzca a un albañil italiano, Vincenzo Peruggia, a creer que fue el expolio practicado por Napoleón el que arrebató la pintura a su patria. Al menos, será la explicación que dé a la policía cuando sea detenido en 1913. Tras el robo, movía los hilos un turbio estafador argentino, Eduardo Valfierno, que lo convenció para perpetrar el robo el 21 de agosto de 1911. La finalidad del argentino era vender seis hábiles copias del cuadro, realizadas por el falsificador francés Yves Chaudron y a trescientos mil dólares cada una, haciéndolas pasar por el original. Mientras la policía francesa se esforzaba por deshacer el embrollo, el poeta Guillaume Apollinaire y el joven Picasso se vieron envueltos en esta historia de delito y de redención.
Ficha policial de Peruggia


Un psicópata encantador


El responsable de esta implicación, el villano de estos hechos, se llamaba Honoré-Joseph Géry Pieret, un “persuasivo psicópata bisexual”, buscón y narcisista según el biógrafo de Picasso John Richardson, que además lo describe como “boxeador, fullero, camello, jockey, chulo, chantajista y criminal convicto”. Fernande Olivier, la compañera de Picasso en esos años, era más benévola, pues lo encontraba “una especie de loco, agudo, inteligente, bohemio”.  En ese año de 1911, Pieret, tras pasar cuatro años en el Oeste norteamericano, había reaparecido en París para pasmo de todos. Fornido, presuntuoso, rubio, alto, ataviado con un sombrero de vaquero, pronto, según Richardson, “se jactó ante Apollinaire, con quien se puso en contacto nada más llegar, de que era “asquerosamente” rico, de que tenía grandes monedas de oro, una mina de billetes y un cargamento de cobre”. Tras fracasar en negocios quiméricos e incluso amenazar con el suicidio, el desquiciado Pieret consiguió ser empleado como secretario personal del poeta, una tarea que simultaneará con una a la que ya se había dedicado justo antes de emigrar a Estados Unidos: la de ladrón de piezas de arte en el Museo del Louvre, estatuillas ibéricas que el propio ladrón creerá fenicias y que instalará en lugares muy visibles de la casa de Apollinaire. Tan aterrado como fascinado por el personaje (se aducirá un posible suministro de drogas, la atracción sexual y el repertorio inagotable de historias que inventa), Apollinaire, que recibe de su secretario la propuesta de robar juntos en el Louvre, teme volver a casa por miedo a encontrarse con quien le ofrece vivir al borde de los múltiples abismos, y tras unas vacaciones junto al Canal de la Mancha, opta por expulsarlo en una fecha que es, precisamente, la del robo de la Gioconda.

En una carta al “Paris-Journal”, el 29 de agosto de 1911, Pieret, a la vez que entrega en la redacción una cabeza ibérica robada y recogida de la casa de Apollinaire, cuenta cómo había robado, en 1907, algunas esculturas del museo que estaba siendo duramente criticado por la facilidad del robo de la Gioconda. En ese relato fanfarrón, narra la venta de una de las piezas a Picasso, que recibiría una segunda escultura tal vez como regalo: “Vendí la escultura a un amigo parisino. Me dio poco dinero; creo que fueron cincuenta francos, y los perdí esa misma noche en una sala de billar”. Para ese momento, el propio periódico que acogía las jactancias de Pieret ofrecía 50.000 francos por la devolución del cuadro, sin hacer más preguntas. Reflejo de ese anonimato que ofrece el periódico es que las cartas de Pieret se publican firmadas como “El ladrón” al que el diario describe como alguien “de entre veinte y veinticinco años, de excelentes modales, con un cierto encanto americano, cuyo semblante, mirada y comportamiento revelan un buen corazón y cierta falta de escrúpulos”.


Imagen que Pieret quería dar de sí mismo

Un paseo nocturno


Al verse reflejados en la prensa como los receptores de piezas robadas por Pieret, Apollinaire y Picasso comenzaron a tener miedo. Fernande, la compañera de Picasso, narra en sus memorias la reacción de los dos amigos: “Parece que estoy viendo a los dos, aterrorizados, como niños arrepentidos, pensando en huir al extranjero. Gracias a mí, no se dejaron llevar por el pánico y decidieron quedarse en París y deshacerse lo antes posible de las comprometedoras esculturas. ¿Pero cómo? Al final decidieron meterlas en una maleta y tirarlas al Sena por la noche. Cenaron atropelladamente y, tras una larga espera, hacia la medianoche se fueron a pie y con la maleta; volvieron agotados a las dos de la mañana; traían la maleta con las estatuillas dentro. Habían dado vueltas y vueltas sin encontrar el momento adecuado, sin atreverse a deshacerse de ellas. Pensaban que les seguían, barajando en su imaginación miles de posibilidades... Aunque yo compartía sus temores, aquella noche estuve fijándome en ellos. Estoy segura de que, quizás involuntariamente, actuaban un poco: hasta el punto de que, mientras esperaban el momento de cometer el delito, aunque ninguno de los dos sabía cómo, pensaron en ponerse a jugar a las cartas –sin duda como habían leído que hacían los bandidos-. Al final Apollinaire pasó la noche en casa de Picasso y al día siguiente se fue al Paris-Journal, donde devolvió las malditas estatuillas con la promesa de que guardarían el secreto”.

Esos oscuros objetos de deseo:
las dos estatuillas que Picasso tuvo y temió


El 6 de septiembre, el periódico cuenta que les había devuelto las estatuillas “un misterioso visitante, artista aficionado, de buena posición económica, cuyo placer mayor es coleccionar obras de arte”. La descripción concuerda con Apollinaire más que con Picasso. Al día siguiente, el poeta es denunciado a la policía mientras Pieret huye hacia Marsella con 160 francos en el bolsillo que su antiguo jefe le ha dado para que desaparezca. Durante su huida, envía una nueva y confusa carta al periódico en la que se confiesa autor del robo de la Gioconda.  El día 7, dos inspectores de la policía francesa registran el domicilio de Apollinaire, donde atestiguan la relación de éste con Pieret. Detenido en la prisión de la Santé, según Richardson, “pasó de proclamar histéricamente su inocencia a proclamar histéricamente su culpabilidad –la suya y la de Picasso-. Apollinaire fue debidamente inculpado y encerrado en una celda. La policía esperó un día y después anunció que estaban “sobre la pista de una banda de ladrones internacionales que han venido a Francia para saquear nuestros museos”. Al ser interrogado, Apollinaire, en busca de la exculpación, afirmará que había intentado persuadir en vano a Picasso para que devolviera las piezas al museo, pero que el malagueño se había negado porque, según la declaración policial de Apollinaire, “había deteriorado las estatuas al intentar descubrir ciertos secretos del arte clásico y a la vez bárbaro al que pertenecían”.

El careo y las lágrimas


Picasso tiene razones para temer lo peor. El día 8, a las siete de la mañana, la policía le fue a buscar. Según Fernande Olivier, “un agente vestido de paisano, mostrando una tarjeta de la Prefectura, se presentó y ordenó a Picasso que le acompañara para comparecer ante el juez de instrucción, a las nueve. Picasso, temblando, se vistió apresuradamente; fue necesario ayudarle; el miedo le había hecho perder la cabeza y no era para menos. [...] Una vez llegados a la Prisión Central, Picasso fue introducido en el gabinete del juez de instrucción, donde se encontró con un Apollinaire pálido, deshecho, sin afeitar, con el cuello roto, la camisa abierta, sin corbata, enflaquecido y con la cabeza gacha. Detenido desde hacía dos días, asediado de continuo como un criminal, había confesado lo que querían que confesara. [...] Muy impresionado, Picasso, temblando como estaba, se sintió perdido; el corazón se le disparó. [...] No pudo declarar tampoco más que lo que el juez quería que declarara. Además, Apollinaire había confesado tantas cosas falsas y verdaderas al mismo tiempo que con ellas sólo había conseguido comprometer definitivamente a su amigo. [...] Por lo visto, lloraban los dos ante un juez bastante paternal que apenas si conservó su severidad ante su infantil dolor”.

El sospechoso Apollinaire


Pierre Cabanne ofrece una visión que no es positiva: “El careo entre Apollinaire y Picasso en presencia del juez fue un verdadero desastre: el pintor, aterrado por las preguntas del magistrado, se desconcertó e hizo recaer las sospechas sobre el poeta, que tampoco estuvo muy brillante. Tanto el uno como el otro eran extranjeros y tenían un miedo cerval de que los pudieran expulsar de Francia. Los amigos de Guillaume hicieron circular una petición solicitando su puesta en libertad, al tiempo que Géry Pieret, en fuga y libre, escribía al juez para testificar la inocencia del poeta. Ante el espectáculo de Apollinaire aniquilado, deshecho en lágrimas como un niño, y Picasso, preso de pánico, el juez comprendió que ambos habían sido víctimas de un timador”.

El cuervo y el adiós


Puesto a disposición del juez de instrucción en calidad de testigo, Picasso será puesto en libertad. Apollinaire deberá esperar al día 13 para obtener la libertad provisional. Según Olivier, “El asunto se terminó por un sobreseimiento, al decidir el juez que había prescripción, aunque, al parecer, la prescripción no es posible en delitos de esta clase, los cuales son juzgados como crímenes de Estado”. Mientras tanto, Pieret siguió en libertad, dedicándose al robo y la estafa en Egipto. El día que moriría Apollinaire en París, el 11 de noviembre de 1918, un amigo del poeta recibió una carta ominosa de Pieret. En ella decía: “Hace unos días estaba sentado junto a una ventana abierta cuando de repente entró un cuervo en la habitación. Sentí que me traía un mensaje de Guillaume Apollinaire. Estoy preocupado por él y te ruego que me digas si aún vive”.

La experiencia de los jueces y el presidio dejó marcados a los dos amigos, que en los meses siguientes a su liberación padecieron melancolías, inapetencias y manías persecutorias. En juego había estado, para Apollinaire y Picasso, no sólo la prisión, sino la expulsión de Francia. A fin de cuentas, uno era un emigrante polaco y con sangre judía, y español con amistades anarquistas el otro. Para borrar el deshonor, Apollinaire optará por alistarse voluntario en la Primera Guerra Mundial y, a la postre, morir a causa de las heridas, y de la neumonía, el día que se firmaría el armisticio. Picasso, cuando la guerra mundial fuera otra, y en su patria le aguardaba un tirano al que había ridiculizado, y otro era el amigo judío detenido, y muerto en la cautividad, optaría por el silencio, por el miedo. Tal vez por la esperanza. Por el recuerdo de estos días de rejas y amenazas de hace ahora cien años.

Artículo publicado en diario Sur el 3 de septiembre de 2011

Aquí la eternidad

Las discusiones sobre la conveniencia de terminar su torre no deben impedir acercarnos con serenidad a la catedral de Málaga

      Que todos los malagueños tengan una opinión sobre la conveniencia de terminar la catedral, de lo acertado que pueda ser considerarla la Manquita, significa que es, junto a la Alcazaba, el monumento malagueño más notorio, el que siempre, tanto monta, protagoniza la imagen que se tiene de la ciudad, el que sirve, junto a la fortaleza arábiga, para dejar impresionados a nuestros visitantes, que oirán alguna explicación, más o menos desajustada a los hechos, para explicar su asimetría. Así, habrá una historia, que es hermosa pero deliciosamente falsa, que cuente cómo Carlos III quiso colaborar en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos dedicando a los rebeldes de Washington los dineros que podrían haberse convertido en piedra sacra malagueña. Otros, más cercanos a la realidad, concluirán que se acabaron los fondos porque hubo que dedicarlos a necesidades más perentorias como la construcción de caminos. Sea la fábula que dibuja una catedral de la libertad o la que delata una Málaga pobretona y sin llegar a fin de mes, dejando aparte la polémica y el debate que ahora (y siempre) se nos presenta, preciso es mirar, visitar, desapasionadamente, el principal templo malagueño, que, tras la Giralda sevillana, tiene la segunda torre eclesial más alta de Andalucía.


      Para calibrar hasta qué punto desconoce el malagueño medio el que puede ser el monumento que en primer lugar aconsejarían visitar a un forastero, sería instructivo preguntar, a modo de encuesta, el nombre de la catedral. Pocos serían los que darían como respuesta la Encarnación, algo que consta en una placa de mármol tras la reja de la entrada principal, que en sus tres puertas monumentales recoge la escena de la Anunciación que se utiliza también como símbolo de la Encarnación, mientras que ambos lados se recoge la imagen de los un tanto postergados patronos de la ciudad, los santos Ciriaco y Paula. Simplemente este exterior, ya sea la fachada con el conjunto armónico que representan la Plaza del Obispo y el Palacio Episcopal, merece ser admirado, y más cuando se le añade la capilla del Sagrario, con su portada gótica tardía, y los patios que la rodean. Pero los atractivos principales, y que hacen olvidar la anécdota de las torres, se encuentran en el interior. Con una magnífica fusión de elementos renacentistas y barrocos que se fueron integrando entre 1528 y 1782 a lo largo de tres airosas naves de igual altura, con bóvedas labradas, y con la central de mayor amplitud, alberga una obra maestra absoluta: la sillería del coro tallada por Pedro de Mena que constituye una cumbre del naturalismo barroco español y que a lo largo de 37 años contará con la intervención de otos dos escultores: Luis Ortiz y José Micael.  Entre su patrimonio se cuenta con retablos que testimonian las convulsiones de nuestra Historia como se manifiesta en la convivencia de piezas de comienzos del siglo XVI con otras recompuestas tras la Guerra Civil. Una selección caprichosa del patrimonio artístico que exhibe la catedral destacaría las esculturas de Pedro de Mena (siglo XVII), Fernando Ortiz (siglo XVIII) y de Salvador Gutiérrez de León y los hermanos Pissani (siglo XIX),  y las pinturas de Jacopo Palma y César Arbassia (siglo XVI), Claudio Coello, Alonso Cano, Juan Niño de Guevara, Miguel Manrique, Cristóbal García Salmerón, Cornelio de Vos y Antonio del Castillo (siglo XVII), Diego de la Cerda (siglo XVIII), Enrique Simonet (siglo XIX)además de piezas de los talleres de Van Dyck y Brueghel. La presencia de diversas tumbas, entre las que destacan las del obispo Luis de Torres (siglo XVI) y del cardenal Herrera Oria (siglo XX), aporta un dato lúgubre, al que unir la presencia de los restos del poeta de la generación del 27 José María Hinojosa. Un pequeño museo al abandonar el recinto añade los nombres de Luis de Morales y José de Ribera a esa joya cultural singular. Ante todo esto, este vislumbre de eternidad, discutir sobre torres puede, y debe, resultar baladí.

Artículo publicado en diario Sur el 3 de septiembre de 2011