sábado, 9 de julio de 2011

Arnold Schoenberg, el genio transfigurado

A sesenta años de la muerte del creador del docecafonismo y pintor expresionista, revisamos a uno de los más exigentes y completos creadores de su siglo

En estos tiempos de relativismo e indeterminación, de zozobra e inquietud, un ojo puesto en Grecia, otro en San Sebastián, la mente pensando en lo que se urde en La Moncloa o en lo que estalla en Afganistán, en tiempos de quiebra y miedo, se hace oportuna la comparación con otros momentos de perplejidad, de fin época, y se hace ineludible comprender que el gusto por la pintura de Klimt, con sus oros angustiosos, por la de Egon Schiele, con sus carnes dolorosas y su sexo amargo, son ilustraciones también de nuestra torpeza, nuestro fracaso, nuestra nostalgia y nuestro miedo. La Viena del fin del Imperio, de lámparas de lágrimas cayendo estruendosas tras el fin de una fiesta insensata, puede ser el espejo de ahora y de aquí. La música de Arnold Schoenberg, de Berg, de Webern, también de Mahler, puede ser la música, la banda sonora, que acompañe esta travesía en la noche. De Schoenberg conmemoramos ahora el 60 aniversario de su muerte. Del ejemplo de este compositor cuya única comparación adecuada, por su capacidad de innovación y de cambio, es la de Picasso, y que también fue un destacado pintor, podemos extraer lecciones para ayudarnos a resistir al abrigo de una belleza áspera.
Autorretrato de Schoenberg

Autodidacta
Nacido en Viena el 13 de septiembre de 1874 en el seno de una familia judía de clase media (su padre era zapatero, y a su muerte cuando nuestro compositor tiene quince años quedará la familia en una situación pésima), Arnold Schoenberg fue autodidacta en lo musical. Aunque recibió clases de violín en la niñez, nunca se matriculará en un conservatorio. Los tiempos tampoco son propicios: teniendo que sostenerse a duras penas como empleado de banca (un oficio que también tuvo el poeta T. S. Eliot), tiene la música como una afición, aprendiendo en manuales cuanto necesita saber a la vez que a los 19 años crea su primera composición, para voz y piano. A los veinte, en calidad de integrante de una orquesta de aficionados, conoce a quien será su cuñado y también mentor musical (y que a su vez, y por méritos propios, también figura en los manuales): Alexander von Zemlinsky. Con Zemlinsky, tras dejar el trabajo en el banco, se vuelca en la música con inusitado tesón. No será sólo su vocación, sino también su medio de vida. Trabajará en orquestas de cabarets vieneses, pero también haciendo para otros arreglos musicales que ocuparán seis mil páginas de papel pautado. En 1898 se hace protestante (de un modo parecido, en 1897 Mahler también abjuró del judaísmo para ser católico), y en 1899 compone, en la que es su cuarta creación, una obra maestra indiscutible: “La noche transfigurada”. Escrita primero como sexteto de cuerda que en 1917 recibirá un arreglo para orquesta de cuerda y una revisión orquestal en 1943, basta para asegurar la inmortalidad a Schoenberg. Intimista, intensa, atormentada e hipnótica, “La noche transfigurada”, que participa de las cualidades y riesgos del poema sinfónico, se basa a su vez en un poema que recoge el diálogo de un amante con su amada que lleva en su vientre el hijo de otro. Como elogio, y como reproche, se ha usado la descripción de este sexteto como “Wagner en música de cámara”. Sea como sea, es una pieza que trasciende y supera esta descripción. Recibida con animosidad, la adversidad inicial de los oyentes será una constante a lo largo de toda la producción de Schoenberg.
La noche transfigurada (fragmento)

Un pintor en el cabaret
 En 1901 se casa con Matilde Zemlinsky, hermana de su mentor y acepta el empleo de director de la orquesta del cabaret literario Überbrettl.  En 1900  comienza otra obra mayor, que le ocupa hasta 1911 y que recoge la doble influencia de Mahler y Wagner, “Gurre-Lieder”, un ciclo de canciones para cinco voces solistas, coro y orquesta, rico en elementos expresionistas acordes con la cultura vienesa de su tiempo. El estreno, en 1913, supondrá un inesperado y restallante triunfo de Schoenberg. Acogido con expectación, los enemigos de nuestro compositor acudieron a la sala provistos de silbatos para manifestar, llegado el momento, su ojeriza. Al callar la orquesta no pudieron sino ponerse en pie como el resto del público y vitorear a Schoenberg. Esta escena no se repetiría nunca, pero le valió el premio Liszt, por mediación de Richard Strauss, que en 1902 ya había intercedido para que se le facilitara una plaza de profesor en el conservatorio Stern, en Berlín. Moviéndose entre Berlín y Viena, irá desgranando los títulos fundamentales de una nueva fase de su producción, la que abarca hasta 1920 y cuyos hitos son el poema sinfónico “Peleas y Melisenda” (1903), la “Sinfonía de cámara nº 1” (1906), las “Cinco piezas para orquesta” (1909) que le proporcionaron otro desacostumbrado éxito al estrenarse en Londres,  y el fundamental ciclo de canciones “Pierrot lunaire” (1912) que escandalizó por su simbiosis estridente de palabra y música. Son obras en las que se va alejando del post-romanticismo del que surgieron y que se adentran en la atonalidad. Es una época en la que pone especial atención en su obra pictórica, adscrita al grupo de “Der blaue Reiter” (“El jinete azul”) que comanda su amigo Vassily Kandinsky. Una de las pinturas de Schoenberg, “La mirada roja”, de 1910, ha quedado como icono del arte expresionista visionario. La catalogación de la obra pictórica de nuestro compositor abarca un total de 361 obras.

La Segunda Escuela de Viena
La primera guerra mundial, recibida primero con entusiasmo patriótico y con descreimiento después, le llevará a ser reclutado en septiembre de 1917 para ser licenciado en diciembre por incapacidad física. La derrota traerá, en 1918, el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, el fin de la utopía vienesa que pretendía fusionar arte y vida. En esa Viena de la quiebra y la derrota, Sigmund Freud escribe que “los cuatro años de guerra fueron una broma comparados con el carácter siniestro de estos meses y seguramente de los que seguirán”. Las clases y los conciertos permiten sobrevivir al matrimonio Schoenberg y a sus dos hijos, Trudy y Georg. La posguerra es también el momento en que la confluencia de Schoenberg con sus discípulos Alban Berg y Anton Webern permite que se hable de una Segunda Escuela de Viena para diferenciarla de la primera, en la que estaban Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert. Frente a la precariedad de la posguerra, Schoenberg apoyó diversas iniciativas para garantizar la actividad musical.
Schoenberg por Egon Schiele

Llevada la música hasta estas fronteras, quedaba dar un paso definitivo que sólo Schoenberg podía, y quería, dar. Alex Ross no duda en atribuir a Schoenberg le responsabilidad exclusiva de la revolución musical que protagonizó: “En suma, un tropel freudiano de impulsos, emociones e ideas revoloteaban en torno a Schoenberg cuando ponía sus fatídicos acordes sobre un papel. Padeció violentos desórdenes en su vida privada: se sintió condenado al ostracismo por una cultura concertística que tenía mucho de museística; experimentó la alienación de ser judío en Viena; sintió una tendencia histórica para pasar de la consonancia a la disonancia; le daba asco un sistema tonal que se encontraba enfermo. Pero la propia multiplicidad de posibles explicaciones pone de relieve algo que no puede explicarse. No hubo ninguna corriente irreversible de la historia que provocara la aparición de la atonalidad; se trató más bien del salto de un solo hombre hacia lo desconocido”. Si bien ese giro fundamental fue dado en esta segunda etapa, sería en la tercera y final, a partir de 1920, cuando toma una forma científica esta revolución cuando Schoenberg da paso al dodecafonismo. Con un importante bagaje teórico a sus espaldas, plasmado en títulos como “Teoría de la armonía”, “Estilo e idea”, “Ejercicios preliminares de contrapunto”, “Funciones estructurales de la armonía”, llega a establecer un nuevo sistema de composición basado en la igualdad absoluta de los doce semitonos la escala, negando la jerarquía entre las notas. Los doce semitonos pasan a regirse por un orden fijado por el compositor en series que son las que generarán la obra. En esta teoría tan insuficientemente explicada se basa una música nueva cuyas posibilidades todavía no hemos terminado de asimilar.
Vuelta a los orígenes
En 1923 queda viudo, y ese mismo año se casa con su segunda y definitiva esposa, Gertrud Kolisch, hermana de un director de orquesta. Gertrud, plena de encanto y aptitudes, sabrá darle una nueva y mejor vida, en la que no descuidan las relaciones sociales y miman los pequeños detalles que manifiestan un mayor apego por el confort y la calidad de vida. Son años en que se interesa por el jazz, pide conocer a Einstein y se inscribe en el Círculo de Amigos de la Bauhaus. Pero esa edad de oro terminará pronto. Convertido en un compositor que encarna el “arte degenerado” que denuncian los nazis, llega el momento de que Schoenberg tome partido y dé, definitivamente, la cara. En una carta dirigida a su amigo y discípulo Anton Webern, manifestaba su compromiso con la causa de los judíos perseguidos por Hitler: “Es mi intención participar activamente en estos esfuerzos. Esto me parece más importante que mi arte; estoy decidido (si resulto apto para esta actividad) a no hacer otra cosa que trabajar por la causa nacional del judaísmo. De hecho, he empezado ya a hacerlo, y en París he encontrado en casi todas partes asentimiento unánime a mis ideas. Mi proyecto siguiente es hacer una gran gira por América, de lo que tal vez salga un viaje por el mundo entero, para recabar ayuda para los judíos de Alemania [...] Hace tiempo que estoy resuelto a ser judío y a reintegrarme oficialmente a la comunidad religiosa judía”. Schoenberg, que en 1898 se había convertido al cristianismo, en 1933, y en París, teniendo como testigo a su amigo Marc Chagall, volverá, ya para siempre, a la fe de sus mayores. En la misma carta, prosigue: “Más de una vez me habrás oído hablar de una obra de la que aún no podía dar más detalles, pero en laque he mostrado los caminos para una actividad del judaísmo nacional”. Se trata de  la ópera, que dejaría inconclusa, “Moisés y Aarón”, que se estrenará en 1954 tras la muerte del autor, que estuvo trabajando en ella entre 1930 y 1937. Durante uno de los periodos de composición de la ópera, en Barcelona en 1932 (invitado por su alumno catalán Roberto Gerhard y movido por el asma), nacería su hija Dorothea Nuria, que se casará con otro compositor de vanguardia: Luigi Nono.

El exilio y el número
                El camino que le queda por delante es el del exilio. Primero, brevísimamente, en París. Después en Nueva York y, por fuerza del asma, California. En 1940 alcanzará la nacionalidad estadounidense mientras su prestigio crece en su país de acogida. Ese año estrena la extraordinaria, y un tanto conservadora, “Sinfonía de cámara nº 2”. En Estados Unidos, mientras atenúa la radicalidad de la ortodoxia dodecafónica, su música se hace crecientemente espiritual. Schoenberg, el autodidacta, el inventor de una nueva música, el pintor visionario, el rebelde, también el temible polemista, está en paz. Hasta que llega un día 13. De julio. Un viernes. Su esposa narraría así el final fatídico de Schoenberg, que finalmente tendría razón en su aversión hacia el número trece (triscaidecafobia es el nombre de esta manía), fecha en la que, en septiembre de 1874, naciera. Era el 13 de julio de 1951, hace 60 años: “El trece (tanto él como yo teníamos mucho miedo a esa fecha) se empeñó en que tomásemos acompañante nocturno. Y aunque yo estaba muy cansada, me mantuve despierta todo el tiempo y dejamos la luz encendida. Arnold tenía un sueño inquieto. A las doce menos cuarto miré el reloj y me dije: otro cuarto de hora y habrá pasado lo peor, será un nuevo día... Pero en ese momento me llamó el médico. Tuvo dos estertores, el corazón palpitó una vez más con violencia, y todo acabó. A mí me costó mucho acabar de creerlo. Su rostro estaba tan relajado y tranquilo como si durmiese. Ninguna lucha, ninguna agonía. Toda su vida rezó por un final así, sin sufrimiento”. 
Artículo publicado en diario Sur el 9 de julio de 2011


          Arnold Schoenberg: La mirada roja, 1910

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