Hay en nosotros una lucha entre la primavera y el dolor. Entre el sol de cada día, cálido y con azahar, y la sangre violenta y dolorosa de Cristo a punto de salir a nuestras calles. La vacuidad alegre de las tardes largas puede chocar cualquier día de éstos, y es justo y necesario que así sea, en verdad os digo, con el gorigori luctuoso de tanta pena, miserere mei domine. Porque es justamente ahora cuando las cenizas amargas salen de los bolsillos, pese al calorcito rico, pese a las flores que distraen, y así ha sonado hace apenas nada el Réquiem de Mozart en Antequera, en Málaga, en Ronda, y volverá a sonar un Réquiem, tan hermoso y tan verdadero, en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 14 y 15 de abril, cuando el Réquiem es el de Fauré, que será acompañado por “Veni, veni, Emmanuel”, para coro a capella, de Zoltan Kodály y la pieza de igual título, pero compuesta por James MacMillan y para percusión y orquesta. La orquesta es la Filarmónica de Málaga dirigida por su titular Edmon Colomer y con los solistas Leopoldo Saz a la percusión, la soprano Raquel Andueza y el siempre fiable barítono Iñaki Fresán. El título inevitable de esta velada es “Semana Santa”.
La pieza de Kodály es la reelaboración de un antífona medieval que reelabora y actualiza los modos del canto gregoriano, lo de MacMillan, que se presenta como estreno en España, puede ser tan enojosa como fascinante, con su media hora de disonancias, aires de jazz que pronto se borran y mucha, pero mucha percusión dialogando con la orquesta. En todo caso, no viene mal probar de vez en cuando la música contemporánea. Pero Fauré es otro mundo: gravedad y contención, la ceniza ya nombrada, la severidad y la dulzura, el temblor de la melancolía que sabe ser piedad e indulgencia, compasión y calma. Ese réquiem, que nadie le encargó y en el que estuvo trabajando entre 1877 y 1900, terminó siendo el que sonara en su propio funeral en 1924. Gabriel Fauré, que tuvo la dificultad de nacer en el momento en que se podía ser romántico, wagneriano o impresionista fue todo ello, pero siempre con una delicadeza y un sentido del equilibrio francamente franceses. La sordera beethoveniana que le sobrevendría en sus últimos años hace que su música terminal sea hermética, opaca, rara. Pero este Réquiem no es congoja y llanto, no es amenaza de tormentos, adiós a placeres, atisbos de salvación. Es luz, es paraíso, es consuelo. Y como tal suena. Ya el propio Fauré tuvo que defenderse y definirse respecto a esta obra: "Se ha dicho que mi réquiem no expresa el miedo a la muerte, y hay quien lo ha llamado una canción de cuna para los muertos. Pero es que yo siento así la muerte: como una entrega feliz, una aspiración a un felicidad del más allá, antes que un tránsito doloroso… Mi Réquiem ha sido compuesto para nada… por placer, si me atrevo a decirlo ”.
Cecilia Bartoli: "Pie Jesu" (del Réquiem de Fauré).
Palabras mayores
Las partes de este réquiem, con textos en latín, son: Introito, Ofertorio, “Sanctus”, “Pie Jesu”, “Agnus Dei”, “Libera Me” e “In Paradisum”. De ellos debe destacarse la lucha entre tensión y dulzor en el Introito que termina casi en susurro, pero muy especialmente el célebre “Pie Jesu”, en el que la soprano puede llevar al oyente a extremos de emoción porque el título latino significa “Piedad Jesús”, y es lo que sentimos en una escucha atenta, un ruego, una aspiración, expresada por el alma. El “Agnus Dei” llega a tener sonoridades de las cantatas de Bach, y el “In Paradisum” escapa a toda analogía. Difícil es que haya un honor mayor que comparar a un compositor con Johann Sebastian Bach. La capacidad de empatía del alemán, esa piedad transida, esa misericordia sonora, es la que nos ofrece, renovada, cargada de paz y de esperanza, Fauré. Entre la primavera y el dolor, lo que en Fauré vence es la luz que aúna a ambas. Bendito sea.
Artículo publicado en Diario Sur, 9 de abril de 2011
El artículo, en Sur
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