sábado, 30 de abril de 2011

El destino de los niños

Los que peinamos canas recordamos a Enrique García Asensio, un señor muy inquieto que llevaba una cosa en la tele que se llamaba “El mundo de la música”, en el que niños no menos nerviosos se ponían a dirigir orquestas y aquello molaba, de manera que cualquier palo ya no sólo era una espada de mosquetero en aquellas tardes de la niñez suburbial sino incluso, para indignación de los que ya fumaban, batutas de director de orquesta para trazar en el aire los arabescos que debían encerrar, en el aire invisible, los compases pegadizos de la pequeña serenata nocturna de Mozart. Ese director estuvo durante un tiempo, allá en los noventa, a punto de ser el titular de la orquesta que hoy se llama Filarmónica de Málaga. Aquella labor precursora hizo que algunos, ojalá muchos, nos acercáramos a la música clásica sin miedo y que de aquellas tardes de tele nos haya quedado un gusto por la vieja e inmortal música y una querencia de los pulmones por el aire limpio. Valga este exordio nostálgico para que este antiguo niño de Huelin hable de un concierto, los días 6 y 7 de mayo en el Cervantes, que quiere justamente eso, esquivar la máscara severa de la música sinfónica para borrar ese miedo a los ataúdes con cuerda que se llaman violines. Bajo el título “Sueños de Infancia I. El flautista de Hamelin”, bajo la batuta de Edmon Colomer, el programa incluye tres piezas de muy diverso cariz: “E. T. Aventuras en la tierra”, de John Williams, “The pied piper fantasy” de John Corigliano y la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Lo de John Williams, en su primera audición en Málaga, es una suite orquestal que recoge cuatro episodios de la película de Steven Spielberg sobre el bicho cabezón del dedo luminoso obsesionado por la telefonía y el hogar. Excelente ocasión para que los niños comprueben que una música más o menos conocida, asociadas a unas imágenes más o menos recordadas, sale de instrumentos muy serios en manos de señores vestidos de oscuro. Más desenfadada, y también más dura, es la fantasía de John Corigliano sobre el flautista de Hamelin. A veces, para que sea más asimilable por los niños, se hace que el solista de flauta (esta vez le toca a Jorge Francés) comparezca disfrazado del personaje de la inquietante fábula. A través de siete piezas, que se interpretan sin pausas intermedias, y con un lenguaje lleno de disonancias, se asiste a la lucha del bizarro flautista contra los ratones a lo largo de cuarenta y tantos minutos y con la intervención final de cuatro grupos de escolares con flautas dulces, que proceden de los centros Rosario Moreno, Pablo Ruiz Picasso, Paulo Freire y Nuestra Señora del Pilar. Que tantos niños puedan tocar la marfileña flauta de plástico en el Cervantes arropado por una orquesta Filarmónica multiplicará los efectos de aquellos remotos chavales antaño hechizados por García Asensio. Como elemento de valor, debe destacarse que éste es el estreno en España de la tumultuosa fantasía de Corigliano.

John Corigliano: Pied Piper Fantasy
                Para completar el sortilegio, en la segunda parte sonará algo que debería ser, y es, para todos los públicos, pero que mejor apreciarán los oídos adultos. Es la música clásica, sus primeros segundos al menos, más conocida, más reconocida, por todos. Tanto, que hasta sus primeros compases, conocidos como “la llamada del destino” se puede usar, y con algo de involuntaria guasa, para llamar a las puertas. Una sinfonía que podría aducirse ante un flautista exterminador para salvar de un destino terrible a este planeta absurdo, una obra que es más grande que la vida, que a todos nos supera con esa puñetera facilidad que tenía el inmenso Beethoven para conseguirlo en distintas ocasiones que no son sólo ésta. La Quinta Sinfonía de Beethoven, ya ven, debería haber llenado esta recomendación. Pero excede no sólo el espacio del que aquí se dispone, sino la capacidad analítica y expresiva de quien fue, ay, un escolar ensimismado hace demasiado tiempo ante una pantalla en la que Enrique García Asensio sacudía su flequillo ondulado ante un niño lejano e irrecuperable.
Artículo publicado en diario Sur, 30 de abril de 2011
El artículo, en Sur

Ernesto Sabato, in memoriam

Hace unas horas ha muerto en Santos Lugares, que es su pueblo y el mío aunque ni él ni yo, hayamos nacido allí un 24 de junio (él, de 1911, yo de 1966), Ernesto Sabato. Fuimos amigos, compartimos jornadas en Santos Lugares, en Madrid y en Málaga, él me dio su apoyo cuando ya entonces yo era nadie, él me animó a escribir como si para ello yo hubiera nacido. Estoy triste. Me gustaría poder improvisar una elegía a quien fue parte de mi vida y de mi esperanza. Pero no puedo. No, al menos, ahora. Por ello recurron a un artículo que publiqué en Sur el 20 de junio de 2008 en el que intentaba retratar al que no puedo tildar de gran escritor sino de gran hombre. Desde Málaga, querido don Ernesto, te echaré de menos. Sit tibi terra levis.

Ernesto Sabato, antes del fin

DESDE el tren de cercanías que viene de la capital federal, el paisaje es el usual de esos pueblos del Gran Buenos Aires que se suceden sin diferencias entre ellos, en los que los límites los señalan aceras que pertenecen a uno u otro municipio. Al llegar a Santos Lugares, todo sigue siendo fábricas abandonadas o decrépitas, una llanura monótona de humildes casas de una o dos plantas a lo sumo, y la sorpresa vertical que suponen una iglesia que copia literalmente el santuario francés y milagrero de Lourdes y un gran árbol, no lejos de las vías, que se clava afilado en el cielo gris.

Un observador profano lo confundirá con un ciprés gigantesco. Quien sepa lo bastante del más importante vecino del pueblo, lo identificará con una araucaria. La araucaria que todo lector de Ernesto Sabato conoce como el árbol de su jardín que resiste indiferente los embates de la vida y de la melancolía del hombre que junto a él medita. Ese árbol se convierte, al llegar el 24 de junio de los últimos veinte años, en un faro que atrae a los medios de comunicación para conocer las circunstancias de la celebración del cumpleaños, cuando están ahora por cumplirse 97, de quien sigue siendo, contra viento y marea, el escritor más reconocido, más respetado, más amado, de Argentina.

Esa casa visitada por escritores, artistas, presidentes, hasta por reyes, fue habitada previamente por uno de los pioneros del cine argentino, Federico Valle, y por el novelista brasileño Jorge Amado durante su exilio argentino, que como el propio Sabato fue candidato al Premio Nobel de Literatura. Allí se afincó nuestro autor, en una calle con nombre de alguien que nunca existió por esas erratas fantásticas de la burocracia, en 1944, adoptando desde el primer momento una actitud de cercanía con sus vecinos, de modo que son varias las generaciones de habitantes de Santos Lugares que en sus años escolares pasaron por la casa del escritor para consultar su biblioteca para completar sus deberes entre meriendas servidas por Sabato y por su esposa, Matilde Kuminsky-Richter.

Esa actitud de cercanía es la que le ha llevado, durante décadas, a recibir a cuanta persona, normalmente jóvenes lectores, han querido acercarse a quien nunca vivió sobre un pedestal dentro de una torre de marfil. Desde hace una década, Sabato mantiene una lucha con las autoridades para conseguir que su casa sea convertida en museo cuando él ya no esté, junto con el deseo de ser enterrado en su jardín. En las páginas de uno de uno de sus últimos libros, considerado su testamento espiritual y en el que esboza a grandes líneas su autobiografía, 'Antes del fin' (1999) enuncia parcialmente esa voluntad: «He separado los cuadros que quiero que permanezcan como patrimonio de la casa, y las primeras ediciones, junto a los libros de Matilde, a sus poesías y a sus cuentos inéditos. Quiero que todo en la casa quede tal cual está, con sus roturas y con sus paredes medio descascaradas. Como también el viejo samovar de la familia rusa de Matilde y la colección Sur, que albergó mis comienzos en la literatura. Esta casa donde nació mi obra y donde murió Matilde, con la vieja araucaria, la morera y estos pinos centenarios».

Juventud y rebeldía

Convertido ahora en el referente moral de la nación, la voz a la que se acude buscando un diagnóstico, un análisis, una esperanza en tiempo de tribulaciones, Ernesto Sabato vive los últimos años intentando poner en orden sus recuerdos y su legado, y a ese propósito contribuyen sus tres últimos, y tardíos, libros: 'Antes del fin', 'La resistencia' (2000) y 'España en los diarios de mi vejez' (2004). Antes de esos títulos, su anterior libro, 'Entre la letra y la sangre', se remonta a 1988, justamente antes del cual se incluye el informe 'Nunca más', también conocido con su apellido, sobre los desaparecidos bajo la dictadura de Videla.

Sin duda, el régimen militar alteró para siempre su obra literaria a pesar de la leyenda negra que tanto ha circulado sobre su visita a Videla, acompañado de Jorge Luis Borges, del presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y del sacerdote Leonardo Castellani, que cierta prensa describe como una visita de admirada cortesía al sanguinario presidente mientras que la documentación conservada avala la explicación de Sabato de que fueron a protestar por los excesos criminales del régimen, tal como avala el elocuente y apasionado ensayo 'Sabato moral' de Félix Grande. Esta segunda explicación de la controvertida visita concuerda con el encargo realizado en 1983 por el presidente electo Raúl Alfonsín de presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y con su actitud ética ante al peronismo.

Dedicado a la investigación científica y a la docencia a la llegada del peronismo, Sabato no tardó en enfrentarse con la nueva situación, tal como relataba en una entrevista en 1957: «En 1945 mataron a un estudiante en las calles de Buenos Aires. Junto con veintitantos profesores, protesté por el asesinato y fui exonerado de mi cátedra. Dirigí entonces una nota pública al entonces ministro Benítez, diciéndole que no me asombraban los procedimientos nazis del gobierno -dados sus antecedentes-, sino los errores de sintaxis, ya que el decreto emanaba del Ministerio de Instrucción Pública. Fui condenado a dos meses de prisión por desacato».

Este tropiezo con la dictadura populista que dominaría argentina será compensado, tras caer la dictadura merced a un golpe de estado en 1955, con su nombramiento como director de la prestigiosa revista 'Mundo Argentino'. Pero, insobornable, arriesga, y pierde el cargo. Según relata sucintamente en una entrevista: «Cuando la llamada Revolución Libertadora llegó hasta lo peor, las torturas a militantes peronistas, yo lo denuncié una noche, por Radio Nacional, dando nombres y apellidos. Se armó un gran escándalo. A los dos días salió una larga declaración de escritores y artistas condenándome, lo que significa que de alguna manera justificaban las torturas». Dos breves opúsculos testimonian esta atrevida e incómoda postura, 'El Caso Sabato. Tortura y libertad de prensa' (1955) y 'El otro rostro del peronismo' (1956).

Hoy, Sabato se considera un anarquista cristiano, algo que ya fue, sin contradicciones, Tolstoi y ha tejido en sus ensayos una coherente metafísica de la esperanza. Es el último clásico vivo de la literatura argentina pero haber dejado una obra inmortal no compensa la mortalidad de quienes amó. Bajo la araucaria, mientras se suceden indiferentes y torpes los vagones del tren de cercanías, Ernesto Sabato intenta no pensar en el calendario y escribe: «La mayor nobleza de los hombres es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza». Estas palabras son, más allá de una invitación a la resistencia frente al dolor, la descripción, la justificación, de una vida. De una vida antes del fin.
En 1961 publica su segunda novela, 'Sobre héroes y tumbas', quizás la obra más lograda de su producción, aunque más ambiciosa, pero irregular, será su tercera y última obra de ficción, 'Abaddón el Exterminador' (1974), en la que se presagia con elocuencia la locura del régimen de la dictadura de Videla y que consigue el premio al mejor libro extranjero publicado en Francia, un reconocimiento que Sabato estima casi tanto como el Premio Cervantes que alcanzará en 1984 mientras es presidente de la comisión que investiga las desapariciones durante la dictadura.

En 1979, una enfermedad ocular le hace renunciar al ejercicio continuado de la literatura. A partir de ese instante, será la pintura el cauce para expresar sus obsesiones, en forma de turbios y atormentados cuadros de raíz expresionista y que raramente ha mostrado. En 1995 su hijo Jorge Federico, que fue ministro de Educación y Justicia, morirá en un accidente de tráfico, un golpe que le hizo tambalearse, pero el que lo derribó llegaría el 30 de octubre de 1998, cuando Matilde muera a consecuencia de una arterioesclerosis que la llevó a un coma que le evitó conocer la muerte de su hijo. Los reconocimientos finales, la ayuda de su secretaria y compañera durante casi treinta años, Elvira González Fraga, el calor constante de sus vecinos, hacen lo posible por compensar la incomprensión, la angustia, el desasosiego, de tantas, tantas, décadas.
Dictaduras y civismosDe regreso en Buenos Aires, se casa con Matilde en 1936, y al año siguiente es doctor en Ciencias Físico-Matemáticas. En 1938, una beca le envía de regreso a París con una beca de investigador en el laboratorio Jolliot-Curie a la vez que por la noche frecuenta a André Breton y el grupo surrealista parisino. Esta doble vida le hace compararse con una honrada ama de casa que por la noche practicara la prostitución. Más aún, «En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba».

Esta lucha interior terminará haciéndole abandonar la ciencia durante el período 1940-1945 para dedicarse a la literatura. Nuevamente en Argentina, en 1941 comienza a publicar artículos literarios tras haber publicado diversos ensayos científicos. El compromiso asumido por su beca parisina le hace dar clases sobre ingeniería y física cuántica en la Universidad de La Plata.

La dictadura peronista le expulsará de la docencia y le enfrentará a la pobreza. En ella se curtirá como escritor, publicando en ese periodo sus libros de ensayo 'Uno y el universo' (1945), 'Hombres y engranajes' (1951), 'Heterodoxia' (1953) y su primera novela, 'El túnel' (1948) que Thomas Mann tildará de magnífica, y de la que admirará «su sequedad e intensidad» Albert Camus, que propone la edición del libro en Francia. Sucesivamente, también se publicará en inglés y en sueco.
Plenitud y drama. Pero no es Santos Lugares, sino otro pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, Rojas, donde Sabato nació. En 'Antes del fin' describe la circunstancia luctuosa de su nacimiento: «Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. [...] Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico».

Acomplejado, sonámbulo, comienza siendo niño a escribir y dibujar, pero el momento clave de estos años es su contacto con la creación literaria a través de Pedro Henríquez Ureña, profesor en su colegio secundario en La Plata. Al mismo tiempo, en 1926 se adentra en el activismo primero anarquista y después comunista. Como curiosidad, en esta época estuvo a punto de abandonar los estudios por su afición/adicción al ajedrez.

Estudiante de Física en la Universidad de La Plata, el primer golpe militar argentino del siglo XX le lleva a pasar a la clandestinidad en 1930, siendo buscado por la policía con mayor ahínco a partir de 1933, cuando pasa a ser Secretario General de la Juventud Comunista. Por entonces le acompaña Matilde, su futura esposa, a la que conoce durante una charla sobre marxismo y que ante la oposición familiar ha huido con él, dedicado a la agitación revolucionaria.

Este fervor comunista se agotará al llegar las purgas de Stalin, y ante la invitación a pasar dos años en Moscú en una escuela para cuadros del Partido, aprovecha una parada en Bruselas en la que debe participar en un congreso antifascista, huye a París escapando de los que fueron sus compañeros y en los que pasa a ver potenciales verdugos. Su rechazo del comunismo, aunque admirará a idealistas como Che Guevara, es algo que aún no se le ha perdonado a Sabato.


Cifras, surrealismo y letras

De regreso en Buenos Aires, se casa con Matilde en 1936, y al año siguiente es doctor en Ciencias Físico-Matemáticas. En 1938, una beca le envía de regreso a París con una beca de investigador en el laboratorio Jolliot-Curie a la vez que por la noche frecuenta a André Breton y el grupo surrealista parisino. Esta doble vida le hace compararse con una honrada ama de casa que por la noche practicara la prostitución. Más aún, «En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba».

Esta lucha interior terminará haciéndole abandonar la ciencia durante el período 1940-1945 para dedicarse a la literatura. Nuevamente en Argentina, en 1941 comienza a publicar artículos literarios tras haber publicado diversos ensayos científicos. El compromiso asumido por su beca parisina le hace dar clases sobre ingeniería y física cuántica en la Universidad de La Plata.

La dictadura peronista le expulsará de la docencia y le enfrentará a la pobreza. En ella se curtirá como escritor, publicando en ese periodo sus libros de ensayo 'Uno y el universo' (1945), 'Hombres y engranajes' (1951), 'Heterodoxia' (1953) y su primera novela, 'El túnel' (1948) que Thomas Mann tildará de magnífica, y de la que admirará «su sequedad e intensidad» Albert Camus, que propone la edición del libro en Francia. Sucesivamente, también se publicará en inglés y en sueco.

Plenitud y drama

En 1961 publica su segunda novela, 'Sobre héroes y tumbas', quizás la obra más lograda de su producción, aunque más ambiciosa, pero irregular, será su tercera y última obra de ficción, 'Abaddón el Exterminador' (1974), en la que se presagia con elocuencia la locura del régimen de la dictadura de Videla y que consigue el premio al mejor libro extranjero publicado en Francia, un reconocimiento que Sabato estima casi tanto como el Premio Cervantes que alcanzará en 1984 mientras es presidente de la comisión que investiga las desapariciones durante la dictadura.

En 1979, una enfermedad ocular le hace renunciar al ejercicio continuado de la literatura. A partir de ese instante, será la pintura el cauce para expresar sus obsesiones, en forma de turbios y atormentados cuadros de raíz expresionista y que raramente ha mostrado. En 1995 su hijo Jorge Federico, que fue ministro de Educación y Justicia, morirá en un accidente de tráfico, un golpe que le hizo tambalearse, pero el que lo derribó llegaría el 30 de octubre de 1998, cuando Matilde muera a consecuencia de una arterioesclerosis que la llevó a un coma que le evitó conocer la muerte de su hijo. Los reconocimientos finales, la ayuda de su secretaria y compañera durante casi treinta años, Elvira González Fraga, el calor constante de sus vecinos, hacen lo posible por compensar la incomprensión, la angustia, el desasosiego, de tantas, tantas, décadas.

Dictaduras y civismos

Convertido ahora en el referente moral de la nación, la voz a la que se acude buscando un diagnóstico, un análisis, una esperanza en tiempo de tribulaciones, Ernesto Sabato vive los últimos años intentando poner en orden sus recuerdos y su legado, y a ese propósito contribuyen sus tres últimos, y tardíos, libros: 'Antes del fin', 'La resistencia' (2000) y 'España en los diarios de mi vejez' (2004). Antes de esos títulos, su anterior libro, 'Entre la letra y la sangre', se remonta a 1988, justamente antes del cual se incluye el informe 'Nunca más', también conocido con su apellido, sobre los desaparecidos bajo la dictadura de Videla.

Sin duda, el régimen militar alteró para siempre su obra literaria a pesar de la leyenda negra que tanto ha circulado sobre su visita a Videla, acompañado de Jorge Luis Borges, del presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y del sacerdote Leonardo Castellani, que cierta prensa describe como una visita de admirada cortesía al sanguinario presidente mientras que la documentación conservada avala la explicación de Sabato de que fueron a protestar por los excesos criminales del régimen, tal como avala el elocuente y apasionado ensayo 'Sabato moral' de Félix Grande. Esta segunda explicación de la controvertida visita concuerda con el encargo realizado en 1983 por el presidente electo Raúl Alfonsín de presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y con su actitud ética ante al peronismo.

Dedicado a la investigación científica y a la docencia a la llegada del peronismo, Sabato no tardó en enfrentarse con la nueva situación, tal como relataba en una entrevista en 1957: «En 1945 mataron a un estudiante en las calles de Buenos Aires. Junto con veintitantos profesores, protesté por el asesinato y fui exonerado de mi cátedra. Dirigí entonces una nota pública al entonces ministro Benítez, diciéndole que no me asombraban los procedimientos nazis del gobierno -dados sus antecedentes-, sino los errores de sintaxis, ya que el decreto emanaba del Ministerio de Instrucción Pública. Fui condenado a dos meses de prisión por desacato».

Este tropiezo con la dictadura populista que dominaría argentina será compensado, tras caer la dictadura merced a un golpe de estado en 1955, con su nombramiento como director de la prestigiosa revista 'Mundo Argentino'. Pero, insobornable, arriesga, y pierde el cargo. Según relata sucintamente en una entrevista: «Cuando la llamada Revolución Libertadora llegó hasta lo peor, las torturas a militantes peronistas, yo lo denuncié una noche, por Radio Nacional, dando nombres y apellidos. Se armó un gran escándalo. A los dos días salió una larga declaración de escritores y artistas condenándome, lo que significa que de alguna manera justificaban las torturas». Dos breves opúsculos testimonian esta atrevida e incómoda postura, 'El Caso Sabato. Tortura y libertad de prensa' (1955) y 'El otro rostro del peronismo' (1956).

Hoy, Sabato se considera un anarquista cristiano, algo que ya fue, sin contradicciones, Tolstoi y ha tejido en sus ensayos una coherente metafísica de la esperanza. Es el último clásico vivo de la literatura argentina pero haber dejado una obra inmortal no compensa la mortalidad de quienes amó. Bajo la araucaria, mientras se suceden indiferentes y torpes los vagones del tren de cercanías, Ernesto Sabato intenta no pensar en el calendario y escribe: «La mayor nobleza de los hombres es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza». Estas palabras son, más allá de una invitación a la resistencia frente al dolor, la descripción, la justificación, de una vida. De una vida antes del fin.
 

martes, 26 de abril de 2011

La gloria de Rembrandt y la almohada de Tàpies

Nota previa: en abril de 2006 escribí un articulito sobre arte con algún elemento autobiográfico y un poquito de misticismo. Ignoro si se publicó en algún lado. No obstante, considero que puede ser interesante. Avisados están.

Hace unos meses, en las páginas del suplemento “Vivir la Cultura” del diario “Sur”, de cuyos contenidos soy asesor, dedicó una doble página a que tres críticos del diario, coincidiendo con la salida en librerías de “Historia de la belleza” de Umberto Eco, eligiera cada cual su obra de arte más hermosa. Éramos tres: Enrique Castaños, Alfredo Taján y quien esto firma. El resultado fue sorprendente. Castaños (desde siempre volcado en el arte más contemporáneo) eligió la catedral de Chartres, Taján un retrato de María Antonieta por Vigée-Lebrun y yo “Jeremías llorando la destrucción de Jerusalén”, de Rembrandt. Significativa selección. La más moderna de las obras pertenecía al siglo XVIII. Nada de contemporaneidad.

El Jeremías de Rembrandt

            Este hecho da que pensar. ¿Acaso es vacuo, o simplemente feo, el arte actual o el del siglo XX? No y a veces, sería mi respuesta. Lo cierto es que hay una consigna clásica, de la “Epístola a los Pisones” de Horacio, que en pulcro latín dice “exegi monumentum aere perennius”. Lo que en castellano se puede traducir como “erigí un monumento más perenne que el bronce”. Y tal vez sea esa falta de ambición, ese anhelo de intemporalidad, lo que hace fallar al arte de nuestros días. Aunque los pintores y escultores piensan que su arte está concebido para durar y durar. Hagan la prueba de decir, a bote pronto, el nombre de una obra de arte. Lo más seguro es que no salga ninguna actual. ¿Lo han intentado ya? Pues bien, sigamos.

            Rembrandt cumple ahora 400 años. Y su gloria sigue intacta. Cada pincelada suya es emocionante. Es como la música de Bach, tan cargada siempre de compasión. Sus autorretratos nos muestran a un hombre que se siente solo pero manteniendo la dignidad contra viento y marea. Una mortalidad cubierta de oro. Eso es para mí Rembrandt. Sucede también que hay cuadros que de pura belleza se sienten ganas de hincarse de rodillas ante ellos y rezarles. Aunque no se tenga fe. Eso me ha pasado cuando en Madrid me reencontré con “Ofelia” de John Everett Millais. Ya la conocía de haberla visto en Londres, rodeada de otras obras maestras prerrafaelitas. Pero encontrarla en España supuso una conmoción. Minutos de reverente silencio observando los detalles y presintiendo, y sintiendo, que se estaba ante algo mayor, y mejor, que la vida. Era asomarse a la trascendencia. Y con esta palabra nos adentramos en un nuevo camino de este texto de ideas que se bifurcan, de la religión.

John Everett Millais: Ofelia (1850)

 
            Permítanme una nueva ojeada a mi ombligo. Tengan paciencia. Fue hace más de diez años. Era yo crítico musical del extinto “Diario 16 de Málaga” y fui al Teatro Cervantes a oír una ópera. “Lucia di Lammermoor”, de Donizetti. Era una ópera que conocía de sobras. La soprano, estadounidense y joven, desconocida, se llamaba Kathleen Cassello. Hubo un momento, y no de los más intensos de la obra, en que me sentí al borde del derrumbe emocional, de las lágrimas. Se lo comenté a mi acompañante. No podía más. Aquello era superior a mis fuerzas. Y aquella noche tuve un sueño. Sin imágenes. Pero con sonido. Oía la voz de Cassello cantando la ópera completa. Pero bajo su voz había algo que me fue manifestado en el sueño. Algo que venía a significar “esto es la belleza y la verdad”. Y la unión de esos dos elementos significaba Dios. Así, con mayúsculas. Fue lo más parecido a una experiencia mística que he sentido en mi insignificante vida. Me levanté transformado. Ya no era un ateo militante, ni un agnóstico. Pasado el tiempo, tras zozobrar mi vida y recomponerla con otra mujer, aprecié en ella esa misma unión de belleza y verdad, emanada seguramente la primera de la segunda. Y terminé por ser un creyente. En un Dios sin nombre ni forma y al que venera el pueblo de Israel.

Kathleen Cassello como Lucia di Lammermoor
            Es entonces, y aquí regresamos al Arte, y espero no volver a contar experiencias propias, cuando se añade ese otro factor a esta ecuación. La trascendencia, entendida ésta como lo que, siempre subjetivamente, nos es superior. Lo que subjetivamente apreciado (sé que la objetividad es una quimera) se nos muestra como ajeno a las leyes de la lógica, de la química que se ha querido convertir en la explicación de todo proceso. ¿Qué es la belleza? No lo sé, y cada vez estoy más lejos de saberlo. ¿Qué es la verdad? Misma respuesta. Pero sé, siento, que la unión de esos dos elementos es lo que dota de intemporalidad a una obra de arte. Por poner unos ejemplos de artistas en ejercicio, sé que Guillermo Pérez Villalta, José María Larrondo, Miquel Barceló, Ouka Lele, Miguel Oriola, Chema Cobo o Bola Barrionuevo reúnen esos dos elementos. Y, por lo tanto, es trascendente su arte. Del mismo modo, al ser un buen observador desprejuiciado, lo que pintan autores malagueños tan clásicos como Fermín Durante o Francisco Torres Mata, o tan en contra de las normas tradicionales como Jorge Lindell o Enrique Brinkmann, o de cuadros tan desasosegantes como los de Francisco Peinado, también tienen esa voluntad de resistir al tiempo. Con complacencia hacia la realidad, o en rebelión contra ella, todos luchan, a base de fe en lo que hacen, contra el tiempo. La posteridad es algo que desconocemos. Y que todo gran artista desdeña. Además, si llega, tampoco significa que la obra y el artista valgan la pena: puede deberse a un capricho del mercado, en el que artistas muy mediocres siguen cotizándose. Pero ya no se trata de Arte sino de Negocios. Pero vayamos ahora hacia otro desvío de este “slalom” algo titubeante y acelerado.  La ambición de la obra de Tàpies.

"Diálogo", de Fermín Durante.
Tan inmenso artista como amigo.
Obviamente, lo echo de menos

            ¿Y por qué Tàpies? Porque, además de ser el patriarca de la vanguardia española, es el artista que más incomprensión sigue provocando. Aparte de ser el más ambicioso de ellos. Sus materiales, cotidianos y humildes, como el famoso calcetín, o almohadas fijadas sobre cualquier superficie, empujan al espectador medio (en un país donde la insensibilidad hacia lo difícil o extraño brilla especialmente) al desprecio por su obra. A mí, personalmente, me gusta Tàpies. Me gusta su búsqueda constante e independiente, su coherencia en no refrenarse sabiendo que lo que hace, seguramente, no gustará. Pero Tàpies tiene un riesgo, que es el de que para apreciar su obra se necesitaría la explicación del propio artista, tan interior y complejo es su mundo. Dudo que la opinión de un experto coincida con la del propio autor. Y ese riesgo, ese “pero” es el que hace que ferias como ARCO se conviertan en escaparates de pasmos, en sustitutos de las viejas barracas de prodigios y monstruos de las ferias antañonas. Se habla de la cultura, posmoderna hay quien la llama, del “todo vale”. Y está bien que todo valga. Pero, seamos honestos, ¿vale que una artista se dedique a lamer el suelo de todo su stand como acción artística? No. Son formas de llamar la atención. Aunque se me pueda tildar de reaccionario después de haber hecho una apología de Tàpies a pesar de Tàpies. Y más después de haber hablado de la gloria de Rembrandt, el pintor más humano que este planeta haya producido.

            Y aquí cerramos el bucle. Verdad y belleza. Unidas. Sin duda hay verdad (una verdad oculta encerrada en una sima oscura) en Tàpies. Pero hay verdad y belleza en Rembrandt. Como la hay en Millais. O en “Monje a la orilla del mar” de Caspar David Friedrich. O en “Las Meninas”. O en “El osario” o “La vida” de Picasso, o en todo Ramón Casas, o en los retratos de Pavel Tretiakov pintados por el ruso Ilia Repin o los paisajes de Isaac Levitan. De igual forma que sólo hay belleza en la fascinante pintura “pompier”, cuyo mayor representante, William-Adolphe Bouguereau, o la de Laurence Alma-Tadema, seducen de forma muy especial. Por ello, retomando a Horacio, habría que, para alcanzar la perennidad, exigir al menos verdad en la obra de arte. Y verdad no significa realismo. Fijémonos entonces en la pintura de Jean-Michael Basquiat. Especialmente extraña, violenta. Hasta fea, según opiniones. Pero cargada de verdad. Como está plena de belleza parte importantísima de la obra de Dalí pero, al mismo tiempo, ausente de verdad.

Antoni Tàpies: Despertar sobtat [Despertar repentino], 1993

            Sí, estamos de acuerdo. Todos estos términos de verdad y belleza son rancios, y tanto que hasta se ha citado aquí, en rigurosa versión original, a Horacio. Y que mucho de lo escrito podría haberlo hecho Luzán en el siglo XVIII, y que hay un poquito de Aristóteles y una pizca de Platón en todo lo dicho. Como ven, sobre gustos hay muchísimo escrito. Incluido este artículo en el que no se pretende sentar cátedra ni poseer la razón. Lo dicho: es un texto escrito desde la subjetividad, una apuesta por la verdad (que es múltiple) unida a la belleza (subjetiva también por excelencia). Para no abrir un debate, sino para hacer pensar en el gusto artístico, sobre la Estética, aunque no era el propósito. Mientras cada cual reacciona sobre lo escrito, el autor, fatigado, se apoya sobre la almohada de Tàpies para soñar con la gloria de Rembrandt. Y el resto es silencio.

martes, 19 de abril de 2011

Espejos



Yo tenía algo más que un alma,
que es igual que decir que era un alma
aquello que tuve y que perdí un día.
Tal vez era una noche, pero no importa.
Miro los espejos, y me muestran un rostro
distinto al amanecer, como si un recuerdo
fuera aquello que soy, o lo que seré.


(Ekaterina Dimitrovna Suslova,
La cruz blanca, 1919)
Vilhelm Hammershoi: Interior (1898)

domingo, 17 de abril de 2011

Música para un Cristo muerto

      Es inevitable. También es necesario. Cada año, cuando está a punto de iniciarse la Semana Santa, y la historia de los últimos días de Jesús de Nazaret se escenifica en las calles, luz y cuerpos y música, emoción y compasión, pellizco y azahar, la banda sonora para esas jornadas ocupa las salas de concierto. En las últimas semanas, la música sacra (qué redundancia: toda música verdadera es sagrada) ha sonado con el Réquiem de Fauré en el Cervantes, con el de Mozart en el Auditorio de Diputación, y la meritísima Escolanía Santa María de la Victoria (donde tanta esperanza hay) resonó en la Parroquia de Santiago. Apagados esos ecos, sonarán con los tronos las bandas de música con un repertorio en el que quizás sean las marchas procesionales “Mater Mea” y “Caridad del Guadalquivir” las que mejor aportan el necesario elemento de piedad y conmoción. Pero dejemos las bandas cofrades (ya suenan a lo lejos, casi a la vuelta de esta página) para hacer un recorrido esencial por la banda sonora de esta Pasión, por la música para un Cristo muerto.

William-Adolphe Bouguereau: Pietà (1876)

         Bach

       
Entre todas las obras compuestas para rememorar la Pasión de Cristo, hay una que se muestra insuperada a pesar de los siglos, las mutaciones del gusto y los decaimientos de la fe. Es fácil deducir de qué música hablamos, de la pasión-oratorio que Johann Sebastián Bach tituló “La Pasión según San Mateo” (también compuso una “Pasión según San Juan” de destacables méritos pero de menor alcance y limitada a sólo 40 números frente a los 68 de la de Mateo, además de una memorable cantata, la cuarta, titulada “Jesús yace en brazos de la muerte). Las dimensiones de esta obra perfecta son importantes: Bach compuso este oratorio para ser interpretado en la liturgia del Viernes Santo, que solía durar entre cuatro y cinco horas: entre las dos partes del oratorio se intercalaba la homilía de rigor, con lo que lo habitual es que las grabaciones de la obra ocupen habitualmente tres compactos. A lo largo de dos partes que contienen un total de 68 números musicales, asistimos al relato de los últimos días de Cristo, usando el texto de San Mateo en la versión evangélica alemana de las Escrituras.  Con todo, nadie debe abrumarse con los 68 números que forman la obra; bastantes son muy breves (y algo enojosos): los recitativos en los que la voz del evangelista, Mateo en esta ocasión, lee el texto bíblico con acompañamiento de teclado, y que en el caso de ser la voz de Cristo la que sea citada es la cuerda la que fluye bajo las palabras. Los números en los que se dramatiza lo leído, sea con los solistas o las corales, es lo que aporta grandeza a esta composición. Desde los grandes números corales, plenos de dramatismo e intensidad hasta los números solistas hasta las arias de maravillosa expresividad (en las que la voz se enfrenta a un instrumento solista), todo se confabula para tocar el corazón de los hombres. Se tenga fe o no se tenga. Por poner un ejemplo de sublimidad, basta con oír el aria para contralto “Erbarme dich, mein Gott” (“ten piedad de mí, Dios mío”), en la que el texto es breve y conciso: “ten piedad de mí, Dios mío, / advierte mi llanto; / mira mi corazón y mis ojos, / lloran amargamente ante ti. / ¡Ten piedad de mí!”. Con un acompañamiento orquestal mínimo pero con un violín solista que entrelaza su melodía doliente con la voz de la cantante, a lo largo de casi siete minutos se está con el corazón en un puño, alborotada el alma, sintiendo ganas de llorar o de arrancarse las culpas con las uñas. Aunque no se sepa de qué va eso que escuchamos. Da igual. Bach opera esos milagros, nos ofrece piedad y compasión, nos arroja contra los oídos algo que podrá tener toda la matemática y la fría aritmética que siempre salen a colación, pero que es fuego dulce, lágrimas de aire, caricias de palabras, y nos consuela y absuelve. No es algo religioso. Pero también lo es. No hay escapatoria. La belleza no hace prisioneros.

Erbarme dich...
(Eula Beal, contralto. Dirige Antal Dorati, Yehudi Menuhim violín solista )

También intenta hechizarnos el que fuera en tantos sentidos precedente de Bach y que, como él, fue el principal compositor alemán de su siglo. Hablamos de Heinrich Schütz (1585-1672), que como él naciera en Turingia y exactamente un siglo antes. Y como él, nos entregó un oratorio titulado “La Pasión según San Mateo” (1666) y otra según San Juan (además de una según San Lucas). En la Pasión según San Mateo de Schütz, hay una solemnidad gregoriana, una orquesta reducida, una parsimonia litúrgica, una austeridad casi calvinista, que no borra la emoción que sí predominaba en su oratorio, primero cronológicamente de toda la música alemana, “Historia de la Resurrección de Jesucristo” (1623) que absorbe modelos italianos con una elegantísima, y sutil, orquestación.

        Siete palabras

“Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz” (1786), de Joseph Haydn (1732-1809), se rige por el mismo esquema que “Las tres horas de agonía de Nuestro Señor Jesucristo” de Giuseppe Giordani (1751-1798), conocido como Giordaniello, un delicioso autor napolitano (como también lo fuera, no por nacimiento sino por su trabajo, Giovanni Battista Pergolesi) que es poco conocido pero que merece una fama más amplia y perdurable. De este músico menor cabe reivindicar también sus “Tres cancioncitas para los Viernes de Marzo” cuyos textos remiten al Viernes Santo. En ambos casos, el oratorio de Haydn se articula a través de las siete palabras (aunque realmente son breves frases) que Cristo pronunció en la cruz y que recogen los Evangelios. Conviene, por ser lo último que Cristo dijo según estas fuentes, recogerlas aquí para dar letra, voz, a esta música sobresaliente: 1ª, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”; 2ª, “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”; 3ª, “He ahí  tu hijo;  he ahí tu madre”; 4ª, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”; 5ª, “Tengo sed”; 6ª, “Consumado es”, 7ª, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. La concisión de estas sentencias permite en Giordani un tratamiento más pleno de luz que de pesadumbre, mientras que en Haydn se acerca más al modelo majestuoso, pleno de emotividad, de las pasiones de Bach. Y, una vez más, tenemos a Schütz de predecesor, pues también él nos dejó sus propias “Siete palabras” cargadas de influencias italianas. 

El encargo a Haydn llegaría de parte del gaditano Oratorio de la Santa Cueva en 1785, entregándose en 1786 la partitura que será reformada en 1787. Con una soberbia calidad, y un impresionante terremoto en su conclusión, cuando Cristo muere, conviene transcribir lo que la primera edición de la partitura, en 1801, contaba sobre este oratorio y su destino, citando palabras de Haydn:  “Hace unos quince años, un canónigo de Cádiz me solicitó que compusiera música instrumental sobre las siete últimas palabras de Cristo en la cruz. En esa época se acostumbraba hacer un oratorio cada año, durante la cuaresma [...]: las paredes, ventanas y columnas del templo estaban cubiertas con telas negras y una lámpara colgada en el centro proporcionaba luz en esta santa oscuridad. Al mediodía, se cerraban las puertas y la música comenzaba. Después de un apropiado preludio, el obispo subía al púlpito, pronunciaba una de las siete palabras y procedía a comentarla. Luego bajaba del púlpito y se arrodillaba ante el altar. Durante esta pausa se volvía a tocar música. De manera similar, el obispo subía y bajaba del púlpito para cada una de las restantes palabras, y la orquesta tocaba en cada pausa."

        La madre dolorosa

         Quizás la más emotiva de las piezas compuestas acerca de aquellos días de Jerusalén, que todos imaginamos llenos de atardeceres y noches, pero nunca de mañanas, sea el “Stabat Mater”, un subgénero sacro de larga tradición del que las plasmaciones más intensas son las de Giovanni Battista Pergolesi y la de Gioacchino Rossini. Tal es la intensidad doliente de la pieza de Pergolesi, tan transida de emoción, que Diderot, en “El sobrino de Rameau”, hace decir a uno de sus personajes que “La policía debería prohibir que se cante el Stabat de Pergolesi”. No es para menos.


Pergolesi: Stabat Mater
Cantan Katia Ricciarelli y Lucia Valentini

Escrita para contralto y soprano con una pequeña orquesta, fue escrita mientras Pergolesi estaba retirado en un convento luchando contra la tuberculosis. La rotundidad orquestal, y vocal, del primero de sus doce números, cuyo texto brevísimo reza, en latín, que “Estaba la madre dolorosa / junto a la cruz, llorosa, / en la que el hijo colgaba”, es dejada en un susurro inexpresivo comparada con los lamentos hirientes que figuran en el segundo: “Cuya alma gimiente / acongojada y doliente / atravesó la espada”. Pueden buscar la “Lamentación por Cristo muerto” de Annibale Carracci de la Nacional Gallery de Londres, o el “Cristo muerto sostenido por un ángel”, de Antonello da Messina, en el Prado. Ambas pinturas comparten el espíritu, la intensidad, la congoja suprema, con la música de Pergolesi.

Antonello da Messina
“Cristo muerto sostenido por un ángel”

        Más llevadera, por cuanto tiene de operística, es la versión del “Stabat Mater” de Rossini. Comparte con el oratorio ya reseñado de Haydn tener su origen en el encargo de un clérigo español. Tomando como libreto el poema latino atribuido al franciscano medieval Jacopone de Todi, al igual que las demás versiones del “Stabat Mater” (citemos algunas: Palestrina, Lassus, Charpentier, Scarlatti, Boccherini, Haydn),  el encargo llegó durante una visita a nuestro país en 1831 cuando Rossini, casado entonces con una española y retirado de componer óperas, recibió la petición del sacerdote Manuel Fernández Varela, que tenía el campanudo título de Comisario General de Cruzada, de componer un Stabat Mater destinado a su capilla privada. Presa de un cierto estado depresivo, Rossini se repartió con otro compositor, Giovanni Tadolini, hacer la música, en partes iguales, para las doce secciones en que se había dividido el poema originario. Fue esta versión despareja la que se entregó al comitente y la que se estrenó privadamente en Madrid el Viernes Santo de 1833. Tras la muerte de Fernández Varela, sus herederos vendieron la partitura que cayó en manos de un editor que hubo de enfrentarse al de Rossini, y al compositor mismo, que no querían que se divulgara esa versión bicéfala. Rossini, para borrar todo resto de Todolini, reescribió la obra, repartida ahora en diez secciones, y ganó la batalla legal.

Annibale Carracci:
 “Lamentación por Cristo muerto”

        El estreno público de este Stabat Mater exclusivamente rossiniano, en 1842, primero en París y después en Bolonia, alcanzó un éxito tan grande que con motivo del estreno italiano, bajo la batuta de Caetano Donizetti, llegó a acuñarse una medalla conmemorativa. Baste con decir que el número primero de la obra presagia las resonancias dramáticas de la venidera plenitud de Verdi, y que el segundo, “Cuius animam gementem” es de una ligereza operística que contradice el dramatismo del contexto pero logra una de las mejores páginas masculinas de canto masculino de nuestro compositor. Igual e inevitablemente operístico es el “Encantamiento del Viernes Santo” del “Parsifal” (1882) de Richard Wagner que, según confesó a su esposa, era lo más hermoso que había escrito hasta entonces. No erraba mucho.

        Del siglo XX destacaremos la “Pasión según San Lucas” (1963-1966) de Krzystof Penderecki que desde la experimentación asume la tradición con un resultado impresionante y el oratorio para orquesta, coro y barítono “Los improperios” (1964) de Federico Mompou, tal vez la mejor pieza sacra del adverso siglo español y que muestra a Cristo increpando a Jerusalén por ser el lugar que ha de llevarle al sacrificio. Se crea, o no, en el Padre, en el Hijo o en el Espíritu Santo, lo que debemos rescatar aquí, en este tiempo, en esta fecha, en este lugar, en estas escenas de la calle (ya suenan a lo lejos, y menos lejos ahora), en estas músicas seleccionadas no desde la Pasión sino desde la pasión, es el Espíritu, que sin necesidad de credos es de por sí, siempre y también ahora, Santo.

Publicado en diario Sur, 16 de abril de 2011

Orfeo ante las cabras

Hemos celebrado el 150 aniversario del nacimiento de Gustav Mahler, en 2010, y ahora lamentamos el centenario de su muerte. Por ello, nuevamente la Orquesta Filarmónica de Málaga trae al Teatro Municipal Miguel de Cervantes un programa que llama “Mahler 2010-2011” que esta vez tiene como director a Juanjo Mena y que se compone por la Sinfonía nº 10, de la que sólo llegó a componer íntegramente su Adagio, y “La canción de la tierra” en la que es su primera audición en Málaga y que tendrá como solistas a la mezzo Iris Vermilion y al tenor Gustavo Peña. La fecha, el viernes y sábado 29 y 30 de abril.
Decía lo de lamentar porque en tiempos de oleole, de bulería bulería, de zarandaja y gol, de ná de ná, se hace necesario volver a quien fue y sigue siendo profundo y dolorosamente, complejamente, humano, grande al final de la época de los grandes, clásico absoluto tras el que los que sobrevivieron no llegan, ay, a serlo. Porque clásico, según la docta Academia Española, es, dicho de un autor o de una obra, lo que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia, y dicho de la música y de otras artes relacionadas con ella, lo que es de tradición culta. De ahí que haya quien tenga miedo a acercarse al dolorido y titánico y tiránico Gustav Mahler. Normal: su arte supera nuestra capacidad de asimilación, y por mucho que se le escuche, por mucho que se agote la mansedumbre plateada del disco, siempre pareceremos poco más que cabras ante el canto de Orfeo. Un misterio trascendente surge y se agota ante nosotros, que recogemos las migajas de un banquete para dioses y para héroes inmortales. Pero algo se nos quedará cada vez, algo calará en nuestra sensibilidad atrofiada por el euríbor y el politono. Algo nos habrá desvelado, en un destello, un atisbo de eternidad.

El Adagio de la Décima Sinfonía, inacabada por la muerte del autor, es austero, contenido, etéreo, una mirada final a un mundo que se diluye como un atardecer y que  guarda en su interior el eco punzante de la muerte de Mahler y de un infarto recién sufrido y apenas superado, en una partitura en cuyo manuscrito escribió el nombre de su mujer y un definitivo “vivir por ti, morir por ti”. “La canción de la tierra”, gran novedad de la velada, es una obra singular que puede ser juzgada como una sinfonía en seis partes o como un ciclo de lieder. En todo caso, es reflejo extraordinario de un momento en que, tras la muerte de su hija María, mortalmente enfermo y presa de la desesperación por el fracaso de su matrimonio, reconocía en una carta a su amigo Bruno Walter que “me arrastraba sin embargo un amor por la vida completamente nuevo y más intenso que nunca”. Ese apego por la vida, esa conciencia también de que “todo verdor perecerá”,  la confirmación de que la belleza es eterna y que ese hecho es motivo de gozo y desesperación, lo encontrará expresado en una antología de antiguos poemas chinos que adaptará mezclando los modos del lied con el de la sinfonía, en un producto complejo que tiene todo el sabor de la Viena de Klimt, del oro y la podredumbre. El espíritu inquieto de esta obra fundamental se transmite en el inicio del texto del primer movimiento: “El vino brilla en las copas de oro, / pero no bebáis aun, ¡oíd mi canto! / El canto de la pena sonará en vuestras almas como una risa. / Cuando llega la pena, los jardines del alma se vuelven desiertos. / Se marchitan y apagan la alegría y las canciones. / Sombría es la vida, sombría es la muerte…”
Artículo publicado en diario Sur, 16 de abril de 2011
El artículo, en diario Sur

lunes, 11 de abril de 2011

Entre la primavera y el dolor

Hay en nosotros una lucha entre la primavera y el dolor. Entre el sol de cada día, cálido y con azahar, y la sangre violenta y dolorosa de Cristo a punto de salir a nuestras calles. La vacuidad alegre de las tardes largas puede chocar cualquier día de éstos, y es justo y necesario que así sea, en verdad os digo, con el gorigori luctuoso de tanta pena, miserere mei domine. Porque es justamente ahora cuando las cenizas amargas salen de los bolsillos, pese al calorcito rico, pese a las flores que distraen, y así ha sonado hace apenas nada el Réquiem de Mozart en Antequera, en Málaga, en Ronda, y volverá a sonar un Réquiem, tan hermoso y tan verdadero,  en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 14 y 15 de abril, cuando el Réquiem es el de Fauré, que será acompañado por “Veni, veni, Emmanuel”, para coro a capella, de Zoltan Kodály y la pieza de igual título, pero compuesta por James MacMillan y para percusión y orquesta. La orquesta es la Filarmónica de Málaga dirigida por su titular Edmon Colomer y con los solistas Leopoldo Saz a la percusión, la soprano Raquel Andueza y el siempre fiable barítono Iñaki Fresán. El título inevitable de esta velada es “Semana Santa”.
La pieza de Kodály es la reelaboración de un antífona medieval que reelabora y actualiza los modos del canto gregoriano, lo de MacMillan, que se presenta como estreno en España, puede ser tan enojosa como fascinante, con su media hora de disonancias, aires de jazz que pronto se borran y mucha, pero mucha percusión dialogando con la orquesta. En todo caso, no viene mal probar de vez en cuando la música contemporánea. Pero Fauré es otro mundo: gravedad y contención, la ceniza ya nombrada, la severidad y la dulzura, el temblor de la melancolía que sabe ser piedad e indulgencia, compasión y calma. Ese réquiem, que nadie le encargó y en el que estuvo trabajando entre 1877 y 1900, terminó siendo el que sonara en su propio funeral en 1924. Gabriel Fauré, que tuvo la dificultad de nacer en el momento en que se podía ser romántico, wagneriano o impresionista fue todo ello, pero siempre con una delicadeza y un sentido del equilibrio francamente franceses. La sordera beethoveniana que le sobrevendría en sus últimos años hace que su música terminal sea hermética, opaca, rara. Pero este Réquiem no es congoja y llanto, no es amenaza de tormentos, adiós a placeres, atisbos de salvación. Es luz, es paraíso, es consuelo. Y como tal suena. Ya el propio Fauré tuvo que defenderse y definirse respecto a esta obra: "Se ha dicho que mi réquiem no expresa el miedo a la muerte, y hay quien lo ha llamado una canción de cuna para los muertos. Pero es que yo siento así la muerte: como una entrega feliz, una aspiración a un felicidad del más allá, antes que un tránsito doloroso… Mi Réquiem ha sido compuesto para nada… por placer, si me atrevo a decirlo ”.
Cecilia Bartoli: "Pie Jesu" (del Réquiem de Fauré).
Palabras mayores
Las partes de este réquiem, con textos en latín, son: Introito, Ofertorio, “Sanctus”, “Pie Jesu”, “Agnus Dei”, “Libera Me” e “In Paradisum”. De ellos debe destacarse la lucha entre tensión y dulzor en el Introito que termina casi en susurro, pero muy especialmente el célebre “Pie Jesu”, en el que la soprano puede llevar al oyente a extremos de emoción porque el título latino significa “Piedad Jesús”, y es lo que sentimos en una escucha atenta, un ruego, una aspiración, expresada por el alma. El “Agnus Dei” llega a tener sonoridades de las cantatas de Bach, y el “In Paradisum” escapa a toda analogía. Difícil es que haya un honor mayor que comparar a un compositor con Johann Sebastian Bach. La capacidad de empatía del alemán, esa piedad transida, esa misericordia sonora, es la que nos ofrece, renovada, cargada de paz y de esperanza, Fauré. Entre la primavera y el dolor, lo que en Fauré vence es la luz que aúna a ambas. Bendito sea.
Artículo publicado en Diario Sur, 9 de abril de 2011
El artículo, en Sur