lunes, 24 de junio de 2024

Lecturas: La tormenta del siglo (Stephen King)

 Después de algunos libros de King de lectura desesperante, propicia al enfado y el desaliento, llegan algunos como éste, puro gozo y fascinación. Además, no se trata de una novela sino un guión para una serie de televisión (wikipedia) que funciona a las mil maravillas. 


Aquí tenemos una pequeña localidad en la ficticia isla de Little Tall (en la que ya ubicó la acción de Eclipse Total) que recibe a la vez la visita de una tormenta de nieve violentísima y la de un personaje demoniaco, puede que el auténtico diablo, André Linoge, que trastoca la vida de esa comunidad refugiada ante la tormenta para demostrarle que el verdadero mal son ellos mismos y ofrecerles un trato (dadme lo que quiero y me marcharé es su ritornello mil veces repetido) que será difícil rechazar. De nada sirve que simpaticemos con el sheriff de honestidad a lo Frank Capra, ni con las madres amantísimas y protectoras, las viejecitas adorables ni los niños tan niños. El mal está ahí. Y no habrá escapatoria.

Lecturas: Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza (Chuck Palahniuk)

 Palahniuk o la escritura pulp. Algo así, el ánimo de tratar temas escabrosos, sensacionalistas, dignos de la cultura pop y de los programas de televisión de juicios amañados, sucesos sangrientos, anomalías físicas o morales. Los libros de Palahniuk son circos de tres pistas, amenamente redactados, con un ritmo sincopado, literatura de consumo con barniz malditista que representa a la perfección aunque con calculada estridencia nuestros tiempos. Son libros que, afirmo, siempre me han gustado con alguna llamativa excepción.



El volumen que nos ocupa, primero que recoge sus relatos, obedece a esa concepción que epata y entretiene al lector. Y entre los que rescataría una pequeña obra maestra, el titulado Zombis que da voz a un grupo de estudiantes que descubren que el desfibrilador de emergencia que con cierta facilidad se encuentra en espacios públicos, aplicado a las sienes, produce un estado de incapacidad mental que te puede liberar de angustias existenciales y te lleva a un nirvana mental gratificado por asistencia social:Pregúntenle lo que quieran a Griffin Wilson. Pregúntenle quién firmó el Tratado de Gante. Griffin hará como ese mago de los dibujos animados de la tele que dice: «Mirad cómo me saco un conejo del culo». Abracadabra, y se saca la respuesta. En Química Orgánica era capaz de hablar de la Teoría de Cuerdas hasta quedarse anóxico, pero lo que realmente quería ser era feliz. No simplemente no estar triste, quería ser feliz de la misma manera en que lo es un perro. No verse constantemente sacudido por mensajes de texto llameantes y cambios del código tributario federal. Tampoco quería morirse. Quería ser, y no ser, pero al mismo tiempo. Así de grande era su genio pionero.

Es más, el paraíso nos aguarda tras la anulación de la mente:

Desde aquel día en la consulta de la enfermera, Griffin Wilson está más feliz que nunca. Siempre se está riendo demasiado fuerte y secándose las babas de la barbilla con la manga. Los profesores de Apoyo Pedagógico le aplauden y lo colman de elogios por el mero hecho de usar el retrete. Un doble rasero clarísimo. Los demás estamos aquí luchando con uñas y dientes para conseguir el trabajo de mierda que podamos, mientras que Griffin Wilson se lo va a pasar bomba durante el resto de su vida comiendo chucherías de un centavo y viendo reposiciones de Los Fraguel. En el pasado había sido infeliz a menos que ganara hasta el último torneo de ajedrez. Pero tal como está ahora, ayer mismo se sacó la polla y se puso a cascársela mientras pasaban lista por la mañana. Antes de que la señora Ramírez pudiera pasar a toda prisa por los apellidos empezados con «S» y «T», con los chavales contestando «Aquí» y «Presente» demasiado despacio, soltando risitas y mirando, antes de que la señora Ramírez pudiera recorrer el pasillo corriendo y detenerlo, Griffin Wilson gritó «Mirad cómo me saco un conejo de los pantalones» y roció de lefa caliente una estantería que solo contenía un centenar de ejemplares de Matar a un ruiseñor. Sin parar de reírse todo el tiempo.

Lobotomizado o no, sigue siendo capaz de apreciar el valor de una buena frase pegadiza. Ya no es un simple empollón, ahora es el alma de la fiesta.

Así de certeras pueden ser algunas de las amargas fábulas de Palahniuk. Bienvenidos al paraíso.