Tal vez no sea él, sino yo. El caso es que buscando joyas cada vez encuentro más libros de King en los que advierto un derrumbe de la trama, una decepción, que convierte en enojo lo que me planteaba como placer. Es lo que sucede una vez más con este libro. Puede que sea que este lector viejo decide no ser conformista y no entra en las trampas que King plantea, puede que sea mi saturación empecinada de quien se ha planteado no rendirse, no arrojar al contenedor azul ninguno de sus títulos sin haber cumplido con el deber. No menos curioso es que ahora, un mes después de haber terminado la lectura, el cabreo se atenúa y se le concede una valoración que no condice con el amargo hastío de quien encuentra fatigosa la sucesión de las páginas, anhelando llegar a la última. Pero, insisto, puede que no sea una bajada de la calidad de King.
Lo cierto es que el procedimiento habitual de King, el planteo de una situación de arranque creíble, en la que un escritor en decadencia intenta reflotar su carrera dando con un policía psicópata en un pueblo de Nevada llamado Desesperación, pasa a tener un enfoque fantástico, con mineros chinos y dioses maléficos, que chirría como sucedió con Los Tommynockers. O con Insomnia, o con El retrato de Rose Madder. Pero lo que allí era puro naufragio, tiene aquí una lógica, aunque sea la de la sinrazón, que hace que si bien la lectura fuera, obviamente, desesperante, su recuerdo sea más benévolo. Aunque sea por la lucha entre dos principios eternos, el del mal encarnado por Tak, una divinidad lovecraftiana, y el bien del Dios de los cristianos que defiende el niño David Carver, que difícilmente puede tener los doce pocos años que King le adjudica. O más bien sólo por esto. En todo caso, es un King irregular pero con su semilla de grandeza. No es un buen libro, pero tampoco es malo. Alabado sea Dios. O Tak.