Una inmensa pereza se siente al querer reseñar esta tercera entrega de La torre oscura. Tan inmensa y tan perezosa como leer el libro, un verdadero retroceso tras la brillantez de la anterior. No es el King que me gusta, ni el que me interesa. Tal vez mis recelos hacia el género de la fantasía, las zarandajas ubicadas en geografías presuntamente insospechadas, el despliegue de rarezas porque sí, la comparecencia de osos gigantes, bichos peludos que repiten como un eco las últimas cifras escuchadas, los piratas truculentos, los malvados inverosímiles. Todo ello me interesa y emociona nada. De ahí que este libro, coronado por la aparición de un tren que tiene voluntad y voz propia y que quiere morir, me merezca nulo entusiasmo. Otro volumen de King que viaja a una comarca insólita y amarga: la del contenedor azul.
miércoles, 23 de agosto de 2023
jueves, 10 de agosto de 2023
Lecturas: El fin del "homo sovieticus" (Svetlana Aleksiévich)
Premio Nobel de Literatura, Aleksiévich en 2015, reside en Berlín exiliada desde 2020. Por críticas al dictador Lukashenko de Bielorrusia, esa república convertida en pedanía de Rusia, una satrapía del imperio ruso regido por el abominable Vladimir Putin. Nacida en la hoy martirizada Ucrania, Aleksiévich residía en Bielorrusia. Como quien busca la libre expresión, ha tenido que buscar acogida en nuestra decadente Europa. Donde, con todo, se respetan los derechos humanos. Y aquí debo frenarme para no desatar una diatriba inútil contra la Rusia y la Bielorrusia actuales, contra sus tiranos.
Ya lo hace Aleksiévich con este libro-reportaje que da a entender por qué esas naciones son hoy como son. Porque se sienten en deuda con Stalin, con la Unión Soviética que siendo criminal ofrecía una ilusión de grandeza a sus esclavizados ciudadanos. Aquí, a lo largo de 642 páginas, Aleksiévich reduce sus intervención al mínimo: deja hablar ante un magnetófono, o ante un cuaderno de notas, a ciudadanos de la extinta URSS de diversas repúblicas, comunistas o anticomunistas, de ciudad o de aldea, ancianos y jóvenes, mujeres y hombres, para dejarles contar libremente su experiencia. La reunión de estas voces nos deja ver que la realidad de ese inmenso presidio de hoy en día es un lugar en el que la solidaridad no existe y se prefiere el miedo a la esperanza. Por medio, historias de sufrimiento, de guerras civiles, de miseria material o moral. Y una constante alusión a los embutidos (sí, embutidos) como indicadores de la prosperidad de las naciones. La presencia o no de estos alimentos sirven para modular lasa nostalgias de muchos de los testigos. De gente que rompe en quejas como A ver, a ver, a ¿usted de veras cree que esto que le cuento interesará a alguien? ¡Dígame a quién! ¡Dígamelo! Esto hace mucho que no le importa a nadie. El país en el que vivíamos ya no existe ni existirá jamás, pero nosotros todavía estamos aquí, viejos y repugnantes... Con nuestros recuerdos horribles y estos ojosa llenos de odio... ¡Aquí estamos! ¿Y qué queda hoy de nuestro pasado? Stalin anegó el país en sangre, Jruschov lo sembró de maíz y Brézhnev era un payaso de feria.
Las opiniones negativas, y a menudo certeras, se suceden y acumulan: Los rusos tenemos que vivir vidas feroces y sórdidas, porque sólo así el alma se eleva y toma conciencia de que no es de este mundo... Cuanto más fango y más sangre, más espacio tendrá el espíritu. Este país sólo se puede modernizar poniendo a los científicos a trabajar bajo vigilancia policial o llevando a muchas personas al paredón. Bajo esta concepción pesimista de la existencia (hablan personas que vivieron el caos del estado mafioso de la época de Yeltsin), el comunismo parece algo digno de añoranza: El hombre no es más que polvo, un grano de polvo... Y entonces todos se volvieron de nuevo hacia los comunistas... Aquí nadie tenía millones cuando gobernaban los comunistas, pero todos teníamos un poquito y ese poquito nos bastaba. Y todos nos sentíamos igualmente dignos.
En ese sentido se manifiesta la nostálgica abuela de otro de los testigos del libro en expresión lapidaria: Cambiaron el socialismo por unos plátanos y unos chicles. Ante esa pérdida, ese cambalache desconcertante, hasta el crimen se perdona: Asesinaron a sabe Dios cuánta gente, pero vivíamos en una época grandiosa. Así, confidencia tras confidencia, historia tras historia, se recompone un fresco que explica cuán amarga fue la vida durante la experiencia soviética cuán amarga lo fue después y cuán amarga lo sigue siendo. Pobres rusos y bielorrusos, pero también pobres tayikos y armenios y chechenos y azeríes y tantos otros. La violencia y el crimen los cubrió a todos por igual según estas voces amargas y cargadas de resignada emoción.