Me considero amigo de Miguel Ángel Oeste. Una persona dinámica, nerviosa, generosa, inquieta, fiel en la amistad y en la pasión por la creación. Sí, he repetido una misma idea, amigo y amistad, morfemas en los que me reafirmo porque es ahora, justo ahora, cuando al fin lo conozco. Es más, como en aquel drama de Puccini, al fin conozco su nombre, el verdadero, el que incluye el apellido Martín. Ya él una vez lejana me confió que lo de Oeste era una lección porque evocaba horizonte, aire, libertad, cielo infinito. Ahora, tras atisbar en otras ficciones suyas (Bobby Logan, Arena) que su juventud se movió en ambientes donde no hubo horizonte ni aire y la libertad era un engaño, ahora, digo, se completa ese rompecabezas y entrega, con dedos doloridos y magullados, las últimas piezas para componer su retrato. Su verdad. Su dolor. Porque ésta es una novela donde no hay ficción, porque es una excavación en el miedo (la otra palabra más repetida es rabia, seguida tal vez de dolor), y a la vez una apuesta por una tambaleante, quebradiza, esperanza. Porque es el pasado de Miguel Ángel, de su imposible diálogo con los padres, atenazados por la pasión desbocada y los paraísos artificiales devenidos en infierno para lo que han quedado fuera del edén. Una historia de violencia absoluta. De gritos, mamporros, abusos, humillación. De desolación. Y es la historia de Miguel Ángel, hombre angélico por partida doble ya desde el nombre, que va luchando contra sí mismo mientras se confiesa, mientras se debate por contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. La asquerosa verdad. La putísima y completa verdad. Y en ese vacilar si seguir y cómo, en esa elección de momentos, sensaciones y desdichas, teme por repetir el modelo paterno, él que es devoto padre de dos hijas que deben ser como ese padre, mi amigo: inocentes y bondadosas. Puras. Y en esa lucha consigo mismo, este ajuste de cuentas contra el pasado, Miguel Ángel, mi amigo, mi amigo, insisto, sale purificado. Al fin se ha atrevido a arrojar el rostro, que el espejo no hay por qué (en una cita de memoria que hago de Quevedo), a romper los espejos y los espejismos y tras la muerte del padre, de un padre demasiado terrenal, demasiado brutal, sin misericordia ni amor, al fin descubrirse en un mundo en el que, sucedió lo que sucedió, sus amigos seguiremos viéndolo igual, con su celeridad de corazón de pájaro y su mirada limpia. Es parta mí demasiado doloroso entrar en más detalles, imagínense cómo fue para él haberlo escrito, haberlo compartido. Tras esta confesión, Miguel Ángel ha quedado absuelto. Del todo y por todo. De los pecados que él no cometió. Y ahora se ha ganado, en justicia, el reino de los cielos, los campos infinitos del Oeste. Puede ir en paz.