Sin duda, uno de los mejores Episodios.
Al menos, hasta ahora. La derrota de Bailén, con la huida del rey José, lleva a
Napoleón a involucrarse personalmente en España. Mientras avanza hacia Madrid,
de victoria en victoria, los madrileños se preparan para resistir. Con un
estado de ánimo que recuerdan al otoño de 1936, con la ciudad dispuesta a
resistir contra toda esperanza. En la Guerra Civil consiguió mantenerse hasta
el derrumbe final. En 1808 cayó tras ser derrotado el ejército español en la
poco conocida batalla de Somosierra. Con todo, es escalofriante el paralelismo
entre el sentir de los madrileños de los dos momentos históricos. Como lo es el
personaje de Santiago Fernández, llamado no con poca chacota El Gran Capitán,
un vejete que en Episodios previos parecía un Quijote redivivo, alguien que
blasona de hazañas guerreras pero que, ahora, cuando llegue el momento de la verdad, se inmolará ante el invasor,
plantando cara a los invasores en su propio jardín, bajo la obstinada consigna
de se
rendirá Madrid, que se rendirán los Pozos; que se rendirá el jardín de Bringas;
pero que el Gran Capitán no se rinde. Enloquecido de gloria y patria,
morirá como un valiente. Ejemplo de esa España que, en palabras de Galdós, en
este mismo libro, sabe morir con la misma insensatez con que vive. Una cita que
merecería ser leída, y tenida en cuenta, de cuando en cuando por todos los
españoles:
Los paisanos armados eran ciertamente muchos: pero había muy pocos
fusiles, y de éstos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué
se hacían los cartuchos si no había pólvora? A eso habíamos llegado cuatro
meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los
franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y
desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el
paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor.
¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia
adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te
oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí
se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de
miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.