Hay chicharras que se oyen en las tardes malagueñas de verano. Pero desaparecen en los días de terral, ese viento que los guías turísticos dicen que viene del desierto del Sahara pero que se forma en las montañas que rodean a Málaga por una interacción con el mar y es primo hermano del foehn de los Alpes. En mitad del terral, de un día de verano, sitúa Antonio Soler su novela Sur que no es (no sólo es) un Ulises de Málaga donde la palabra Málaga no aparece pero que es protagonista con sus solares en la avenida Ortega y Gasset y su violencia en Portada Alta (un barrio en el que debí crecer pero que no llegué a pisar, espantado ya en 1966 mi padre por el vecindario), sus chalets finos allá por Miramar, sus zanjas del metro y sus vampiros del Molinillo. Es, sobre todo, una muestra clínica de un día en la vida de la ciudad, un trozo palpitante en el que se recoge la voz de lumpen con sus yonquis y sus asesinos en potencia y en acto, de trabajadores, de niños bien, de libertinos y beatas. Todo cabe aquí, en esta novela. En esta ciudad. Absolutas y hasta absolutísimas tanto la ciudad como la novela. Que es cervantina con sus dos insertos narrativos (El fantasma de la calle Molinillo y el intermitente Diario del atleta son el equivalente de la las historias del Curioso Impertinente y del Cautivo en el Quijote), como son cervantinos Rai y Chinarro, que atraviesan la ciudad bajo el terralazo y son especialmente candorosos y embrutecidos.
En el libro se comienza por un cuerpo agonizante cubierto de hormigas en un descampado, y al caer la noche habrá un asesinato inesperado. Con todo, no hay una trama policial ni criminal, no se explica quién, cómo, cuándo. Aunque el asesinato es nítido y ahí sí se dan señales y datos. Y si es quijotesco el libro, también es celiano, por cuanto esa aglomeración de personajes (no todos con importancia) nos remite a La Colmena y su índice final de personajes que aquí también incluye Soler y que leído de corrido, con sus descripciones y minucias, equivale a un retrato robot de la ciudad.
En el libro se comienza por un cuerpo agonizante cubierto de hormigas en un descampado, y al caer la noche habrá un asesinato inesperado. Con todo, no hay una trama policial ni criminal, no se explica quién, cómo, cuándo. Aunque el asesinato es nítido y ahí sí se dan señales y datos. Y si es quijotesco el libro, también es celiano, por cuanto esa aglomeración de personajes (no todos con importancia) nos remite a La Colmena y su índice final de personajes que aquí también incluye Soler y que leído de corrido, con sus descripciones y minucias, equivale a un retrato robot de la ciudad.
Hay páginas de una eficacia pasmosa, entre lo poemático y lo físico, como la escena de sexo con pérdida de virginidad seguida, no mucho más adelante, de otra, también con un primerizo, de sexo oral entre hombres. Páginas con una textura agobiante en su perfección. Porque aplicar esa palabra, perfección, a Soler es ya caer en el tópico, en la obviedad.
También aquí hay excelente, excelentísima, literatura. Conozco a Antonio Soler desde hace más de 30 años, y compartimos un premio de relatos, el Jauja, que ambos ganamos con tres años de diferencia. El corredor Soler no ha parado de distanciarse de los que quisimos ser sus iguales. Ya ni se le ve de tan atrás que me siento. Su capacidad. Su calidad. Su estilo. Su mundo. Su maestría. Todo eso.