Presentación al artista José Luis Puche con motivo de su charla en el Centre Pompidou Málaga, 15 de junio de 2017
Hay momentos en que, por mucho que uno lo intente, no consigue ser subjetivo. Y no crean que hablo sólo de mí, sino de José Luis Puche. Porque, como afirmaba Jean Cocteau, toda obra de arte es biográfica. Y tenemos al padre del artista interrogándonos, a través de una ventana indiscreta, escondido y escudado entre escalones, acompañado, como el matrimonio Arnolfini por su perrito, por un gato negro que se llamó “Buena suerte”. Aquí, Puche (padre e hijo) descorre el visillo, desliza las lamas y nos interroga. Aquí, yo descubro mis cartas y me reconozco amigo y admirador de José Luis Puche desde los tiempos heroicos en que era un artista que comenzaba y yo escribí y publiqué, convertido entonces en periodista cultural, los primeros textos sobre Puche. Desde entonces, a fuerza de tesón, de conocimiento, de destreza y talento puro (nos encontramos tal vez ante el mejor dibujante actual), se ha convertido en un artista que no es sólo conocido y respetado en el ámbito local, sino en el nacional y el internacional. Pero no quiero excederme en el elogio. No quiero, tampoco, empezar a redactar, ni a leer, este texto que quiere, que quería, ser sobrio y sencillo, y comenzar un discurso que hubiera querido titularse “Gradus ad parnassum” y que significando “Escalera hacia el Parnaso” se hubiera metido en honduras y metáforas barrocas cuando es el título, sin más, y desde el Renacimiento, de diversos libros de enseñanza de literatura, la música o las artes en general. Todo ello para decir que Puche sabe cómo realizar ese ascenso y que nos ofrecerá ahora las instrucciones para acompañarlo en esa subida.
Excúseme la
comparación inicial. Patria, de
Fernando Aramburu, es de esos libros de los que todo el mundo habla, como pasó
con el código Da Vinci y con las
malhadadas Cincuenta sombras de Grey,
que uno no pudo sustraerse a ese ruido general y sumergirse en la lectura. De
todos ellos. De manera que reconociendo la basura de Dan Brown (que lo mismo
sale a relucir en este comentario unas líneas más abajo), me quedó la adicción
escapista, lo que otros llaman placer culpable, de leerme todos los libros del
americano, entre oh, ah, anda ya, y jajajá. Del pijo de los latigazos me quedó
un inmenso hastío y una culpa sin placer (tremenda mierda, al fin y al cabo).
De Aramburu me ha quedado una impresión rara.
Esposa e hijos del general de la brigada de la Guardia Civil
Juan Atarés Peña, asesinado por ETA en Pamplona el 23 de diciembre de 1985,
rezan ante su cadáver. Foto: José Luis Larrión.
Que Belén Esteban
haya, dicen, ponderado el libro me deja diciéndome “vale, es una garantía que
el libro se deje leer; es más, es imprescindible”. Así pues, me lo compré y me lo leí en tres,
cuatro días. Con creciente placer y con 125 capítulos tan breves y llevaderos
como los de, sí, Dan Brown. Al comienzo (no haré ningún spoiler para lectores nuevos), con el Txato muerto desde el primer
capítulo, la figura de su viuda Bittori va haciéndose cada vez más grande, más
importante, de forma que la novela entera trata de ella, siendo los demás, por
mucha importancia que tengan Nerea o Arantxa, satélites que giran alrededor de
la pena y la entereza, la perseverancia y la memoria, de Bittori. Aquí tenemos,
casi en paralelo, la historia de dos familias, ambas sin apellidos, que una vez
fueron amigas y después se separaron por quítame allá esas patrias. Una,
volcada hacia el mundo abertzale, con sus lemas y sus pistolas y sus curas, y
la otra volcada hacia la convivencia que te lleva a mirar para otro lado,
hablar del tiempo o simplemente callar. Es decir: la familia del Txato
asesinado, u mujer Bittori y sus hijos Nerea y Xabier y la familia de la
fanatizada Miren y su marido calzonazos Joxian y sus hijos Gorka, Arantxa y el
terrorista Joxe Mari. Los personajes se mezclan a través de un estilo sencillo
y directo, con personajes trazados con desigual maestría (a todos se los come
Bittori) y con un final correcto, un desenlace que desmerece la tensión con que
se sigue el libro y que nos hubiera dejado con ganas de algo más potente y
tajante.
Con todo,
Aramburu conserva su empatía con las víctimas en un libro en el que se menciona
a Gregorio Ordóñez y a Miguel Ángel Blanco y hasta a Yoyes, pero no a Ortega
Lara ni a Carrero Blanco. Tampoco hace falta. Un libro donde no se condena (no es necesario) a los asesinos
y sus cómplices (como el cura don
Serapio): basta con dejarlos expresarse, con razonamientos y efusiones nacionalistas
que vuelven a oírse hoy con acento catalán, para sentir asco. Un libro, en
suma, que no es valiente porque es simplemente objetivo. Que está cargado de
buena literatura pero que no es la gran novela sobre la sociedad vasca bajo el
terrorismo que aún está por escribirse. Al menos, en mi opinión (aunque tal vez no en
la de Belén Esteban).
Un amigo
especialmente querido va a dar esta tarde una charla sobre tenores.
Yo, al hilo de la charla con él (somos compañeros de trabajo, y hablo de
Ignacio Jáuregui), se me ocurre mirar qué se sabe últimamente de Kathleen
Cassello. La red informa que murió el 12 de abril de 2017 en Múnich por causas
no reveladas. A los 58 años. Un puñado, escaso,
de referencias aquí y allá. Kathleen Cassello. Muerta. La soprano a la que
estaba dedicada un poema en prosa dentro de un librito que me publicaron en
1996, “Cinco quimeras”. Kathleen Cassello a quien va dedicada la novela que
comencé a escribir hace veinticinco años y que tal vez algún día terminaré
(junto a ella, esa obra inacabada, titulada Reinaba
en el silencio, va dedicada a mi esposa, Mª Isabel Alcobendas). Kathleen
Cassello, a quien debo por obra de música y sueño y belleza y verdad mucho de lo
que soy y que ahora confesaré como homenaje, y quisiera que elegía, a Cassello.
Es
muy simple, verdaderamente. El 7 de febrero de 1992 asistí a una función de
ópera en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes, en Málaga. Yo tenía 25 años
entonces, y me había casado (para mi desdicha) veinte días antes. Oficiaba, por
entonces, como crítico musical de Diario
16 de Málaga. La ópera era Lucia di
Lammermoor, de Donizetti, y como solía hacer, había leído el libreto en los
días previos, había escuchado varias veces el viejo disco. Estaba preparado
para juzgar la función. En el rol de Lucia, una joven soprano norteamericana,
Kathleen Cassello. Cantaba magníficamente Cassello. Al llegar a la escena
quinta del primer acto, la tensa escena en que debe firmar el contrato nupcial
con Enrico, cuando Lucia se debate y canta Me
misera [Pobre de mí], estampa su firma y afirma Io vado al sacrificio [Voy al sacrificio], al llegar a ese momento,
tras un doloroso insistir de violines, mis ojos estaban llenos de lágrimas. Me
sentí superado por la emoción, no podía resistir más. Es algo que nunca antes
me había pasado. Al día siguiente, escribí una crónica entusiasta y gestioné
una entrevista con Cassello antes de la segunda función (la recuerdo ataviada
de época, haciendo ejercicios con la voz camino de la oficina en que grabé
(guardo esa cinta) aquella entrevista hecha en italiano (el canto es una expresión del alma fue el titular y el resumen de
lo poco que dijo) y en la que al final me dedicó la foto del programa de mano
(que también conservo y nunca llegué a enmarcar).
Hasta
ahí, todo normal, todo lógico. El muchacho malagueño que en la ópera se
emociona. Pero la siguiente noche tuve un sueño que me transformó (y
transformado sigo). Tuve un sueño sin imágenes en que sólo había música, y
acaso una voz que era la de Cassello. Recién despertado, y conmovido,
conmocionado, no sabía qué música era aquella pero tenía una certeza inconmovible:
había accedido, a la vez, a la belleza absoluta que por sí misma era, a la vez,
la verdad absoluta. Esa belleza y esa verdad pasaban a ser, eran, una
manifestación de algo infinita, inmortal y superior a nosotros, mortales y
débiles. Era, sí, la forma que había tenido la divinidad de manifestarse a este
débil mortal que escribe esto veinticinco años después y dos meses tras la
muerte de Cassello. Es el dios en que sigo creyendo y siempre creeré. Yahveh,
el dios de los judíos. YHWH, haShem, el nombre (el dios de que hablo carece de forma). Pero no quiero hablar de mi
firme judaísmo, de mi fe. Quiero hablar de cómo recibí esa lanzada de luz en el
corazón durante un sueño, ese vislumbre de eternidad. Lo que sentí, gracias a
esa voz, lo quise expresar en el poema
en prosa que ahora, tantas años después, reproduzco.
Regnava nel silenzio
A Kathleen Cassello, soprano
Enjutos caballeros
entonan sus preces. El eco perfila en los terciopelos el sendero de un éxtasis
celeste, surca las plateas de dorados emblemas convocando la levedad de un
sueño. Una voz puede ser la clave para penetrar en un reino secreto, y por ello
el escriba recorría febriles pergaminos inquiriendo los signos apresados
entre líneas impares las señales sacras
de una armonía invisible.
Bajo las almenas, una doncella
enloquece, y en su lamento un pájaro de oro enreda su silueta en un laberinto
de raíces sombrías. El dios de que hablo carece de forma, y sus frutos
pertenecen al aire. Lágrimas son sus indicios, y melancolía su cifra.
Ahora,
Kathleen Cassello es silencio. En su memoria, me queda las lágrimas, queda la
melancolía.