Hay quien ama a Tim Powers, pero no es mi caso. Por ello no diré que es "Declara" su mejor novela en muchos años, como por ahí se ha escrito. Sí diré que es un honesto, y a veces titánico, esfuerzo de de hacer lo de siempre en nuestro autor: hacer literatura fantástica de época, buscándose un marco temporal preciso (esta vez, la Guerra Fría) y trufándolo de elementos sobrenaturales. En "Las puertas de Anubis" y "Esencia oscura" consiguió, con dificultades, que su propuesta me pareciera interesante. Esta vez, simplemente aburre, confunde. Defrauda. Mezclar a Kim Philby, el espía más importante y peligroso que dio Inglaterra en el siglo XX, con ángeles que moran en el monte Ararat, a la sombra del arca de Noé, debiera haber dado para una ficción más amena y más simple. Más legible. Pero aquí Powers quiere ser tan primoroso en el estilo y en el matiz como lo es John le Carré, tan exacto en los pormenores sigilosos del género, y consigue serlo, pero a costa de descuidar el concepto genérico, digamos que estratégico, de la novela. En lo táctico, en cada capítulo, en cada episodio de acción, es válido Powers, pero en el conjunto de 568 páginas, yerra, naufraga. Aburre. Una pena. Será un libro que no merecerá una hipotética segunda oportunidad y que por lo tanto daré de baja en mi ecléctica biblioteca. De Powers me quedará, temblando ante su sino y a la espera de que el tiempo me imponga olvido, un último título superviviente, "Cena en el palacio de la discordia".
martes, 31 de diciembre de 2013
martes, 10 de diciembre de 2013
Lecturas: Vargas Llosa, tal cual (Edgar Morote)
Tendría yo catorce
años cuando llegué a Mario Vargas Llosa. Por entonces yo era Mario Montañez,
sin Virgilio, sin vocación literaria todavía, sin la V tras el Mario que me
permitiera después bromear con que MV era también Mario Vargas. Por entonces el
primer libro de Vargas que cayó en mis manos fue "Pantaleón y las
visitadoras", que me llenó de desazón y dejó en mi memoria de adolescente
el nombre de un restaurante desarbolado y loco: "La lámpara de Aladino
Panduro". Muy poco después, llegué a la brevísima y desoladora obra
maestra que es "Los cachorros" para caer rendido, a renglón seguido,
ante "La ciudad y los perros", con un final crepuscular y melancólico
que, en mi desordenada memoria de lector compulsivo, sólo comparte en su perfección
las páginas finales de "Adiós a las armas" de Ernest Hemingway. Desde
ahí, casi todas las novelas de Vargas Llosa han sido leídas por mí. Y ninguna
me ha defraudado. Sirva esta introducción autobiográfica para explicar el
rechazo que me produce el libro de Herbert Morote.
Que he leído
simplemente porque lo encontré, entre morralla comercial, en un centro
comercial de Lima al día siguiente de conocer a Lucía, secretaria de Mario
Vargas Llosa, que con noble hospitalidad me permitió compartir con ella y con
Héctor Rospigliosi, otro peruano amigo y ejemplar, un café en un ámbito que
considero sagrado con vistas al malecón Paul Harris, en Barranco. Pocas horas
después, conocí a Luis Llosa, director de cine y primo del Premio Nobel de
Literatura 2010 y a su esposa, Roxana. Digo, pues, que admiro a Vargas Llosa
desde hace mucho, y que guardo un gran afecto por todos los nombrados y que
forman parte del entorno cercano del escritor. Y que el libro de Morote, por
mucho que su autor proclame que todo lo que afirma se basa, con profusión de
citas y referencias bibliográficas, en la pura y monolítica razón, es basura.
Basura es porque se trata de un intento de destruir al escritor y a la vez al
político, basándose en el libro de memorias "El pez en el agua" en el
que Vargas rememora su infancia y juventud por un lado y su frustrada lucha
contra Fujimori por alcanzar la presidencia del Perú. No sirven los
razonamientos presuntos de Morote porque hay algo que calla, porque dispara con
calibre grueso, poco sutil, con flechas envenenadas, asiéndose a frases
insignificantes de Vargas, sobredimensionándolas con pujos de inquisidor,
arrimándoles candela, pez, brea, lo que sirva para convertir en pecados
capitales simples ligerezas. Debe haber un motivo oculto, un rencor, una
afrenta, para explicar el ardor de Morote. Que nos hurte su razón verdadera, la
causa de este libelo, su casus belli, invalida todo el libro.
No merece más espacio
Morote, su libro áspero y torpe, risible en su insistencia, en su mordisco.
Busco en la red palabras sobre este libro. Encuentro un artículo de Gustavo
Faverón. Copio el inicio del mismo, y sólo ese inicio basta:
"Escribir en contra de
Vargas Llosa es, a estas alturas, un deporte nacional, un ejercicio
frecuentísimo y, por supuesto, todo un género de literatura. Su cultor más
reciente es Herbert Morote; el título de su agravio, Vargas Llosa, tal cual.
Herbert Morote ha leído mucho a
Vargas Llosa, pero lo ha leído mal. Escribe acerca de él como escribiría
un feligrés sobre un gurú que le falló, y acerca de sus obras como lo
haría un viejo católico embravecido sobre los libros apócrifos de la Biblia. No
comprende —o prefiere olvidar— que difícilmente puede alguien aproximarse a una
pieza literaria con los ojos inyectados, dispuesto a avasallar a patadas y
cabezazos cualquier cosa que en ella se diga y aun así comprenderla, evaluarla,
meditarla, censurarla y esclarecerla”.