No todo va a ser, ni es, alta cultura. Ni siquiera
cultura media, estándar, eso que viene a ser, siguiendo el canon español, lo
que los libros de primaria te mandan leer: que si el Cid, que si el Lazarillo,
que si las Rimas de Bécquer o los poemas de Machado. También caben aquí, y en
mi tiempo, la literatura de evasión, de pasatiempo, lo que uno se lee por saber
de qué va la cosa. A veces, como me ha sucedido con Dan Brown, ese tiempo ha
sido de disfrute, como cuando se ve una película de la serie Bond. En el caso
que nos ocupa, la segunda entrega de las tres de la saga “Cincuenta sombras” de
E. L. James, se leyó con creciente sopor e incredulidad.
En la primera novela, se apreciaban los resortes,
simplísimos, de James como escritora: sobre un escenario de lujo se deja caer
una muchacha ingenua y virgen, avivada simplemente por la convivencia cotidiana
con su mucho más descocada, y normal, compañera de piso. Hágasele coincidir con
un pijo sofisticado, al que todo se le perdona por tener ojos grises y un torso
bien modelado, hágase que el mozo, el tal Christian Grey (a) Cincuenta Sombras,
y tras unas cuantas escenas de sado-maso suave, se asistirá al previsible
proceso merced el cual el depravado mozo se convierte en corderito incipiente
mientras ella sigue teniendo sus miedos previsibles. Eso, en el primer tocho de
los tres.
Mi interpretación del libro
(se sugiere ampliar)
En este segundo, se reconcilian los dos pazguatos,
ella dice Uau unas cuantas veces menos que en la primera novela y la diosa que
ella lleva dentro va poniendo caras cada quince páginas o, lo mismo da, se
pinta las uñas. Aquí, el esquema previo se confirma. El monstruo se redime,
babea, susurra ternuras. Ella se deja hacer mientras no haya exceso de
violencia ni haya, meramente, pupa. Se mezcla por medio una enloquecida ex
amante que es pronto neutralizada, un accidente de helicóptero que es un
mcguffin hitchcockiano (¡toma ya!) especialmente torpe, resuelto con torpeza
del tipo “mi perro se comió los deberes, seño”, y un editor salido, frustrado y
con ganas de joder la marrana (y también a la protagonista). Todo ello
aderezado con coitos resueltos con la maestría de los relatos para rápido
consumo de nuestra efervescente juventud internáutica. A veces, incluso, con
pretensiones de sublimizad que son ridículos al mezclar el culo del sexo con
las témporas de los abismos psicológicos. Véanse las páginas 217 y 218.
Imaginemos esto en la futura versión cinematográfica, metiendo de fondo
cualquier musiquilla trascendente, lo mismo da que sea el Réquiem de Fauré o,
qué se yo, el Moldava de Dvorak, por no volver a manchar a Tallis o a su revisión
por Vaughan-Williams. Copio esas páginas que a alguien podrá emocionar y que
encuentro estúpidas, dignas de Corín Tellado:
Esto me supera por completo. Me abruma su confianza en mí,
me abruma su miedo, el daño que le han hecho a este hombre maravilloso, perdido
e imperfecto.
Tengo los ojos bañados en lágrimas, que se derraman por mi rostro mezcladas con
el agua de la ducha. ¡Oh, Christian! ¿Quién te hizo esto?
Con cada respiración entrecortada su diafragma se mueve convulso, y siento su
cuerpo rígido, que emana oleadas de tensión mientras mis manos resiguen y
borran la línea. Oh, si pudiera borrar tu dolor, lo haría… Haría cualquier
cosa, y lo único que deseo es besar todas y cada una de las cicatrices, borrar
a besos esos años de espantoso abandono. Pero ahora no puedo hacerlo, y las
lágrimas caen sin control por mis mejillas.
—No, por favor, no llores —susurra con voz angustiada mientras me envuelve con
fuerza entre sus brazos—. Por favor, no llores por mí.
Y estallo en sollozos, escondo la cara en su cuello, mientras pienso en un
niñito perdido en un océano de miedo y dolor, asustado, abandonado, maltratado…
herido más allá de lo humanamente soportable.
Se aparta, me sujeta la cabeza entre las manos y la echa hacia atrás mientras
se inclina para besarme.
—No llores, Ana, por favor —murmura junto a mi boca—. Fue hace mucho tiempo.
Anhelo que me toques y acaricies, pero soy incapaz de soportarlo, simplemente.
Me supera. Por favor, por favor, no llores.
—Yo también quiero tocarte. Más de lo que te imaginas. Verte así… tan dolido y
asustado, Christian… me hiere profundamente. Te amo tanto…
Me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—Lo sé, lo sé.
—Es muy fácil quererte. ¿Es que no lo entiendes?
—No, nena. No lo entiendo.
—Pues lo es. Yo te quiero, y tu familia también. Y Elena y Leila, aunque lo
demuestren de un modo extraño, pero también te quieren. Mereces ser querido.
—Basta. —Pone un dedo sobre mis labios y niega con la cabeza en un gesto
agónico—. No puedo oír esto. Yo no soy nada, Anastasia. Soy un hombre vacío por
dentro. No tengo corazón.
—Sí, sí lo tienes. Y yo lo quiero, lo quiero todo él. Eres un hombre bueno,
Christian, un hombre bueno de verdad. No lo dudes. Mira lo que has hecho… lo
que has conseguido —digo entre sollozos—. Mira lo que has hecho por mí… a lo
que has renunciado por mí —susurro—. Yo lo sé. Sé lo que sientes por mí.
Baja la vista y me mira, con ojos muy abiertos y aterrados. Solo se oye el
chorro de agua cayendo sobre nosotros.
—Tú me quieres —musito.
Abre aún más los ojos, y también la boca. Inspira profundamente, como si le
faltara el aire. Parece torturado… vulnerable.
—Sí —murmura—. Te quiero.
Hay un tópico, en las charlas de bar y filosofía
barata, al hablar de las diferencias con que se viven las relaciones de pareja
según seas hombre o mujer. Aquél de “Las mujeres dan sexo para conseguir amor;
los hombres dan amor para conseguir sexo”. En estas novelas se juega justamente
con esto. A las mujeres se les da amor para que las lean, a los hombres se nos
da sexo (tampoco especialmente bien narrado; es más, a la tercera cópula, se
torna monótona la descripción) para tolerar esa lectura tediosa, con tanto uau,
con tanto ojos grises y tanto arrobo. El pavo de Christian Grey va calmándose
en su ardor, y se adecúa a la lógica femenina, y va primando el amor que se
hace empalagoso y niñatesco. La pava de Anastasia Steele, mientras la diosa que
lleva dentro se zampa un yogur con bífidus, transige con alguna picardía carnal mientras mira a Christian Grey a los
ojos (grises, grises, grises) y se apiada de ese pobre niño maltratado que fue.
El lector avezado, al avanzar por las páginas, consigue, a pesar de tanto
almíbar, tanta lágrima y pellizco en el corazón y suspiro y congoja, simpatizar
con las prácticas sadomasoquistas. Que consistiría en coger la fusta, el látigo,
lo que haya a mano en el truculento armario del señor Grey y emprenderla a
palos con la autora, o, en su defecto (sí, ya sé que los pobrecitos no tienen la culpa, pero hay que desfogarse) con los personajes. Qué peligro, qué jarturita, señor.