domingo, 27 de mayo de 2012

Meditad que esto ha sucedido

El Día de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto nos pone frente al deber ético de pensar en nuestros demonios
El 28 de enero será, es, un día de inmensa tristeza. Debe serlo, como un deber sagrado, para los que no podemos, no debemos, olvidar. En él se conmemora la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Se trata, por acuerdo de la Asamblea General de la ONU, del Día Internacional de Conmemoración Anual en Memoria de las Víctimas del Holocausto. El término Holocausto, de significado religioso, de ofrenda a una divinidad, no es el más adecuado, ya que asocia al término una cierta racionalidad, un propósito. Más acertado es el término hebreo, Shoah, que significa, concisa y simplemente, tanto masacre como desastre. La tendencia escapista, de consumo rápido y rápido olvido, de nuestra sociedad, su gusto por el hedonismo que rechaza todo lo que sea doloroso o simplemente feo, obliga a soslayar el dictamen tan debatido del filósofo Theodor Adorno que en su “Minima moralia” proclamó, tajante, que  “Escribir un poema después de Auschwitz es barbarie. Después de Auschwitz toda cultura es inmundicia”.
Lasciate ogni speranza...
Sobre las vías, tantos objetos humildes, inútiles

Contra el olvido
El mismo Adorno, en una alocución radiofónica de 1966 reconocería la necesidad de que Auschwitz no fuera, jamás, olvidado: “la educación política debería proponerse como objetivo central impedir que Auschwitz se repita”. Es un deber de todos conjurar ese infierno, que fue EL infierno, del que Auschwitz es sólo el nombre más conocido de las múltiples sedes que el horror tuvo, para que sus puertas, de llamas insaciables, nunca más se abran. Tan inimaginable fue el espanto, el mal absoluto, que el premio Nobel Eli Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo resume con concisión: “Nadie podía imaginar Auschwitz antes de Auschwitz”. En sintonía con él, otro Nobel superviviente, Imre Kertész, remacha: “El campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como realidad”. Otro Nobel, que vivió la guerra desde el lado alemán y siendo un adolescente, Gunter Grass, concluye el póker de citas: Auschwitz “aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”.


Haïm Vidal Sephipha, superviviente sefardí de Auschwitz, formula de forma sencilla esa necesidad de recordar y de contar lo vivido, lo sobrevivido: “Hay que salvar la memoria de todo lo que sucedió en este periodo del nazismo para enseñar que los horrores existieron y existen todavía en este mundo. Del mismo modo que los nazis quisieron exterminar, nosotros debemos exterminar los horrores, el fanatismo y los genocidios de este mundo”. Simon Wiesenthal, el conocido cazanazis que estuvo internado en una docena de campos de concentración, viene a señalar esa necesidad como forma de llevar la contraria a los verdugos. En “Los asesinos están entre nosotros”, Wiesenthal recuerda cómo los soldados de las SS advertían, ufanos, a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros. La historia de los campos, seremos nosotros quien la escriba”.  

Hundidos y salvados
Seis millones de personas murieron en la Shoah, tanto en su primera fase, encargada a los “Einsatzgruppen” (escuadrones militares que en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial exterminaron a un millón de personas en Polonia y la Unión Soviética), como en la fase posterior, conocida como “Solución Final”, en la que los campos de exterminio se erigieron como factorías de muerte. Usando la terminología de Primo Levi (tal vez el más admirado escritor superviviente y que en sus tres libros esenciales sobre la Shoah, “Si esto es un hombre”, “La tregua” y “Los hundidos y los salvados” no se permite una palabra de odio hacia los alemanes), los que sucumbieron, seis millones, son los hundidos; los tres millones de  judíos que quedaban con vida en Europa al terminar la guerra son los salvados. El filósofo Giorgio Agamben, en su ensayo “lo que queda de Auschwitz” advertía (y es algo que también Levi admitía) que el testimonio verdadero de Auschwitz es imposible pues sólo puede venir de los hundidos, los que no volvieron, los que no pudieron relatar la experiencia de su muerte en las cámaras de gas o en los hornos. A lo más, quedan los testimonios póstumos, como los de Ana Frank, que no pudo contar su vida en los campos, o el de Zalman Leventhal, miembro de un sonderkommando [cuadrilla de trabajadores judíos encargado de transportar y manipular los cuerpos de las víctimas en los campos de exterminio], en un testimonio enterrado en el subsuelo de Auschwitz y encontrado 17 años después de la liberación del campo: “Ningún ser humano puede imaginarse los acontecimientos tan exactamente como se produjeron, y de hecho es inimaginable que nuestras experiencias puedan ser restituidas tan exactamente como ocurrieron… nosotros, un pequeño grupo de gente oscura que no dará demasiado que hacer a los historiadores”. El destino de los miembros de los sonderkommando lo expresa Albin Ossowski, superviviente de Auschwitz: “El contacto más trágico que teníamos en el campo era con el Sonderkommando. Lo que describían, lo que tenían que hacer, era horrible. Un hombre dijo que en el grupo que había tenido que quemar estaban los cuerpos de su esposa y sus hijos. Estuvo llorando toda la noche y no podías ayudarle ni hacer nada. Los Sonderkommando vivían sentenciados a muerte, porque al cabo de tres o cuatro meses los alemanes temían que se volvieran locos y los mataban”. Este testimonio, junto a muchos otros, integra el excepcional volumen coordinado por Lyn Smith “Las voces olvidadas del Holocausto” que reúne vivencias recopiladas por el Imperial War Museum, un libro comparable a la otra gran recopilación, de Michal Grynberg, titulada “Voces del gueto de Varsovia”.

Las cifras de mortalidad son abrumadoras. Primo Levi, en un texto complementario a “Si esto es un hombre”, hace una comparación con el Gulag soviétrico: “Al parecer, en la Unión Soviética, en el período más duro, la mortandad era de un 30% de la totalidad de los ingresados, un porcentaje sin duda intolerablemente alto; pero en los Lager alemanes la mortandad era del 90-98%”. En el propio cuerpo del libro, pone un ejemplo sencillo: “Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado”. En Bolechow, perteneciente a Polonia en el momento de la Shoah y ubicada actualmente en Polonia, donde vivían en armonía con polacos y ucranianos 6.000 judíos, fueron exterminados el 99’2%. El relato de lo allí sucedido se puede encontrar en el emocionante y abrumador libro “Los hundidos. En busca de seis entre los seis millones”, de Daniel Mendelsohn. En su magnífico relato de investigación, Mendelsohn relata su pesquisa para averiguar cómo murieron, y cómo vivieron, seis familiares suyos asesinados a manos de los nazis. Dentro del libro, recoge el testimonio de una superviviente de Bolechow que es preciso citar para demostrar hasta qué extremo de crueldad inhumana se llegó: “Los alemanes y los ucranianos se ensañaron sobre todo con los niños. Tomaban a los niños por las piernas y les golpeaban la cabeza contra el bordillo de las aceras mientras reían e intentaban matarlos de un solo golpe. Otros lanzaban a los niños desde el primer piso, así que el niño en cuestión caía sobre el pavimento de ladrillo hasta quedar hecho trizas. Los hombres de la Gestapo se jactaban de haber matado a seiscientos niños, y el ucraniano Matowiecki estimó con orgullo que había matado a noventa y seis judíos él solo, en su mayoría niños” Heinrich Himmler ya lo había proclamado en septiembre de 1941 con palabras brutales y directas: “Hasta el niño en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso… Vivimos en una época de hierro, en la que es necesario barrer con escobas de hierro”, y más tarde, en un discurso ante un grupo de generales, en mayo de 1944, buscará una forma elíptica para justificar la  inclusión de los niños en la matanza: “Desde mi punto de vista, como alemanes, por muy profundamente que lo sintamos en nuestros corazones, no tenemos derecho a permitir que crezca una generación de vengadores llenos de odio de la que tengan que ocuparse nuestros hijos y nietos porque nosotros, demasiado débil y cobardemente, se la dejamos”. Pero el paso de la destrucción de los judíos de Europa a través de los Eisantzgruppen al método de los campos de exterminio se dio tras asistir Himmler a una de aquellas acciones de asesinatos en masa. Los testigos cuentan que aquella vez eran menos de doscientas las víctimas y que el cabecilla nazi, llegado un momento, prefería mirar al suelo. También los verdugos empezaban a dar muestras de agotamiento nervioso…
Yizkor
Aparte de los libros de Primo Levi, de Liana Milu, de Jean Améry, de Robert Antelme, Eli Wiesel, Ruth Krüger, Paul Steinberg, Jorge Semprún, Irène Nemirovsky o Imre Kertész, de los diarios de Mihail Sebastian, Wladyslaw Szpilman o Viktor Klemperer, de las memorias de Margarete Buber-Neuman “Prisionera de Stalin y Hitler”, del (por qué no y a la vez cómo no) cómic “Maus” de Art Spiegelman,  de los breves apuntes de los niños Rutka Laskier y Petr Ginz, de los poemas de Paul Celan, Miklos Radnóti, Jirí Orten o  Itsjok Katznelson (muerto en Auschwitz, allí dejó enterrado en tres botellas selladas su sobrecogedor “Canto del pueblo judío asesinado”) quedan, como última frontera contra el olvido, los libros de Yizkor. El término, hebreo, significa literalmente “que Él recuerde” y en un sentido más general “Recordación de las almas”; es una plegaria por el descanso y la elevación de las almas de los difuntos. En palabras de Alejandro Baer, “una de las elaboraciones más significativas y menos conocidas de la memoria judía ante la catástrofe del Holocausto son los libros memoriales o, en yidish, “Yisker Bicher”, escritos por los supervivientes de las ciudades y aldeas judías del Este europeo destruidas por los nazis. Esta literatura memorial comprende más de quinientos volúmenes. Los libros, editados en varios formatos y que pueden tener desde pocas páginas a una extensión de cuatro volúmenes, surgen de la necesidad de dejar un testimonio escrito sobre las comunidades y rendir homenaje a las víctimas. Los libros suplen la ausencia del lugar de memoria –el cementerio- y quedan como legado y monumento para las generaciones futuras”. Esos volúmenes se encargan de aportar vida eterna a las vidas exterminadas por voluntad de los nacionalsocialistas.    

Réquiem
Primo Levi inicia su primer gran libro acerca de la Shoah con un poema intenso y breve que sirve como advertencia y conminación, que sirve ahora para poner fin a estas palabras que quieren ser también un lamento, un réquiem, por tantos inocentes, por tanta ceniza dispersa y sin nombre: “Vosotros que vivís seguros / en vuestras casas caldeadas / vosotros que os encontráis, al volver por la tarde, / la comida caliente y los rostros amigos: / considerad si es un hombre / quien trabaja en el fango / quien no conoce la paz / quien lucha por la mitad de un panecillo / quien muere por un sí o por un no. / Considerad si es una mujer / quien no tiene cabellos ni nombre / ni fuerzas para recordar / vacía la mirada y frío el regazo / como una rana en invierno. / Meditad que esto ha sucedido: / os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones / al estar en casa, al ir por la calle, / al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos. / O que vuestra casa se derrumbe, / la enfermedad os imposibilite, / vuestros descendientes os vuelvan el rostro”.
                                            Artículo publicado en diario Sur el 22 de enero de 2010

viernes, 25 de mayo de 2012

Perlas para Janis

Janis Joplin murió dos semanas después que Jimi Hendrix. Una voz desgarradora, un mito trágico que se deja querer y añorar

            Dos semanas después de la conmoción de la muerte de Jimi Hendrix, la conmoción se convirtió en estupor ante la noticia de una nueva víctima de la cultura joven que aspiraba al amor indiscriminado y se convertía en un infierno de degradación e iniquidad según sus detractores. Janis Joplin, una de las más intensas cantantes de blues que han visto los siglos, una criatura tocada por el don de la emoción desbocada, era encontrada muerta el 4 de octubre de 1970. También en una habitación de hotel, el Landmark Motor Hotel, en Los Angeles. El dictamen médico mencionaría una sobredosis accidental de heroína. Nacida el 19 de enero de 1943, sólo dos meses después que Hendrix, en Port Arthur, Texas, en una familia de clase media sin problemas, su historia es la de una adolescente solitaria y tímida que se refugia en la poesía y el blues y que a los diecisiete se escapa para cantar en bares de Houston y Austin, ahorrando para poder instalarse precariamente en San Francisco, capital contracultural de la nación, donde se aficiona a las anfetaminas, es expulsada de colegios y se adentra en el circuito de los locales de blues.

La maja bebida, 1968

          Cinco años después vuelve a Texas dispuesta a ser una buena chica limpia de anfetas y de alcohol. Ahora, su voz honra a una banda de country hasta que se enrola en un grupo creado ex profeso, “Big Brother and the Holding Company”, que en 1967 saca su primer disco. Son tiempos de psicodelia, de canciones que Janis aúlla, que hablan de desgarro y dolor. En 1968, el segundo disco, “Cheap Thrills” es un rotundo éxito, que afecta a Janis, convertida en un ser salvaje y endiosado, con una sexualidad ambivalente y feroz y que llevará a la disolución de la banda en 1969 después de haber actuado en Woodstock. El nuevo proyecto se llamará Kozmic Blues Band. La crítica se queda fría ante el nuevo disco, “I Got Dem Ol’ Kozmic Blues Again Mama!”, pero el éxito de público es notorio. Para entonces, Janis está fuera de control. Janis llegaría a decir que era una mujer que hacía el amor sobre el escenario con 25.000 personas pero que después volvía sola a casa. En 1970 cambia de grupo. Ahora es la “Full Tilt Boggie Band”. Gira por Canadá con Grateful Dead. La brusca muerte de hace cuarenta años. El 1 de febrero de 1971, cuatro meses después de la muerte absurda de Janis, se publica el álbum póstumo “Pearl”. Una obra maestra absoluta, de una belleza dolorosa y afilada que será un éxito rotundo.

“Piece of my Herat (1968): “¿No te hice sentir que eras el único hombre? ¡Sí! / ¿Y no te di casi todo lo que posiblemente / una mujer puede dar? [...] Me oyes cuando lloro por la noche, / cariño, y lloro a todas horas, / pero cada vez me digo a mí misma que, / bueno, ya no puedo soportar el dolor”. Cry, baby (1970): “¿No sabes, cariño, / que nadie te amará nunca como yo trato de hacerlo? / ¿Quién aliviará todo tu dolor, cariño, y también toda tu angustia? / Pero si tú me necesitas, sabes que siempre estaré cerca / en caso de que me quieras, vamos y llora, llora nene, / llora nene, llora nene, como siempre dices que haces. ”

Piece of my heart

Olvídense de la estética hippie, de la psicodelia. De las drogas. Janis Joplin cantaba blues con arreglos más o menos de época. Con un talento, una autenticidad, una energía, una fragilidad, un cabreo y una ternura como nunca se han visto. Oírla es quererla. Es gozar, amar, sufrir. Es recordarla, con unas flores y unas perlas dejadas sobre la tierra.

Artículo publicado er diario Sur el 18 de septiembre de 2010

Jimi Hendrix: La sabiduría del fuego


Hay en Londres una casa venerable y sosa, como tantas en esa ciudad, en el número 25 de la calle Brook. En ella vivió Händel, quizás el mejor compositor que diera el Barroco, o al menos el que mejor ha sobrevivido a su época, el que más vivo se mantiene. En esa casa, y ocupando también la vecina, la número 23, un modesto museo acoge la memoria de los años británicos del músico alemán pero también, y en estas fechas y con motivo de esta efeméride de luto, los años británicos de un músico norteamericano. Porque en el ático del 23, donde están las oficinas de administración del Museo Haendel, estuvo alojado Jimi Hendrix junto con su novia inglesa Kathy Etchingham, entre julio de 1968 y septiembre de 1969. Un año más tarde, en una fecha de la que ahora se conmemora el 40 aniversario, Hendrix, que fue también barroco y fue inagotable y fue genial, moría por una combinación funesta de alcohol y somníferos. Era el capítulo final de una vida en la que no todo fue muerte, drogas y rock and roll. La sombra fatal y amada de Janis Joplin también comparecerá aquí, llamada para adormecer a las Parcas.


 El legado
                Jimi Hendrix fue antes James Marshall Hendrix, y antes aún, aunque jamás usara ese nombre, Hohn Allen Hendrix. Mejor ser Jimi, más contracultural y de calle, más auténtico, que Johnny, que John, que James. Nacido el 27 de noviembre de 1942 es Seattle, estado de Washington, moriría en Londres, como Händel, hijo de un negro americano y de madre de sangre india cherokee. El nombre que finalmente impondrían al hijo, tras descartar el de John Marshall, era el de un hermano del padre, recién fallecido. Que el matrimonio se disolviera a los nueve de edad de Jimi y que a sus dieciséis muriera, cirrótica y beoda, su madre, son datos que nutrirían la biografía prototípica de algún jazzman y que, por ello, quizás no sean innecesarios. Lo que pasma y se erige por encima de cualquiera de estas contingencias es el hecho de que en sólo cuatro años de carrera artística como solista se convirtiera en el guitarrista más influyente de toda la Historia del rock al fusionar las tradiciones torrenciales del jazz, el blues y el soul a través del cauce del rock de vanguardia británico. A pesar de su imagen de éxtasis haciendo diabluras con las cuerdas antes de prender fuego al instrumento, sus composiciones iban desde los delirios sonoros más cargados de rabia y distorsión hasta las más delicadas baladas. Esta versatilidad unida a una personalidad carismática con capacidad de electrizar a las multitudes en una comunión instantánea con una figura que se sabía convertida en icono de una música y de una época, explica la perennidad de su legado.  Esa capacidad para condensar influencias múltiples la dejó expresada en una máxima de cuya sapiencia es casi taoísta: “El conocimiento habla, pero la sabiduría escucha”.

Mal estudiante y guitarrista autodidacta, buscó en el ejército un destino frustrado. La otra alternativa era el correccional. Paracaidista, una lesión como pretexto, unido a la confesión fingida de homosexualidad, le evitó la experiencia extrema de la guerra de Vietnam. La década de los sesenta, que tendrá su imagen y su sonido, le sorprende como guitarra de acompañamiento para diversas y fugaces bandas. Primero en Tennessee, después en Nueva York, es un músico mercenario, que se amolda rápidamente a las necesidades de cada patrón, y que lo mismo se desempeña óptimamente en el blues que en el rock que aún no ha llegado a la psicodelia que él encarnará.  De 1964 a 1966 define un estilo que ya no es el del imitador de voces, la fidelidad de la sombra: su sonido pasa a ser fuego, furor y fiebre en sus dedos. Y así pasa, en este intervalo, de acompañar a los Isley Brothers, Little Richard y a Ike & Tina Turner, a los que hace sombra a  fuerza de desmesura y talento, a cambiar América por Inglaterra.
Entre dos orillas
Hey Joe, con subtítulos



All along the watchtower (en vivo en Atlanta)


Desde la atalaya con subtítulos

En Nueva York, cuando ha entrado ya en la vorágine de las drogas, el contacto con el bajista de The Animals (“House of the rising sun” sigue siendo un tema hipnótico) le lleva a fichar para actuar en Inglaterra en agosto de 1966.  Junto al bajista Noel Redding y el batería Mitch Mitchell, ambos británicos, forma un trío que asombra en sus actuaciones a un público fascinado entre los que se encuentran los integrantes de los Beatles, Rolling Stones y los Who. La leyenda acaba de nacer: sólo queda llegar rápido al estallido final, la súbita mortalidad, la inesperada e inevitable inmortalidad. Acumula Jimi experiencia, vampiriza los modos y el espíritu de Bob Dylan, de los Yarbirds, también de los Beatles, y acumula y superpone los modos indumentarios de los hippies blancos, la apostura provocativa de los Panteras Negras y las estridencias elegantísimas de la moda de Carnaby Street. En noviembre de ese 1966 su banda, The Jimi Hendrix Experience, consigue su primer éxito, una canción tradicional que llega al sexto puesto en las listas británicas sigue viva. “Hey Joe” tiene letra de blues, y en las actuaciones en vivo Hendrix la interpreta poniendo la guitarra en la nuca o mordiendo las cuerdas, en un arrebato diabólico  (“Hey Joe, / ¿a dónde vas con esa pistola en la mano? / Voy a pegarle un tiro a mi señora / pues sabes que la pillé tonteando con otro hombre”). Antes de que en el verano de 1967 aparezca su primer álbum, “Are you experienced?”, al que sólo adelantará el impagable “Sgt Pepper’s” de los Beatles, otros discos sencillos del grupo de Hendrix entran en la lista: “Purple haze” y “The wind cries Mary” (un tema escrito en el piso vecino vecino al de Händel durante una bronca con su novia inglesa). En diciembre, un nuevo álbum sentencia la carrera meteórica: “Axis: Bold as Love”. El profeta terminará siéndolo en patria cuando en 1967 actúe en el Festival de Monterey por recomendación de Paul McCartney. Allí es donde la guitarra arde en lo que Hendrix definiría como un sacrificio religioso: “Cuando quemé mi guitarra fue como un sacrificio: sacrificas las cosas que amas. Y yo amo mi guitarra”.

Sin retorno
En 1968 regresa a Estados Unidos, pero el resultado de este retorno es desigual. El diario ABC habla en ese mes de 1968 de la llegada a Estados Unidos de tres grupos ingleses de música moderna dispuestos a conquistar el país: se tratan de los muy británicos Soft Machine (con Kevin Ayers), Eric Burdon and the Animals y de The Jimi Hendrix Experience. Al lector español podía no extrañarle que pudiera ser inglés el hombre de pelo afro y sombrero de ala ancha. A los norteamericanos, tampoco. Tal era el peso que los años ingleses habían dejado en el músico de Seattle, convertido en el chamán de Monterey, que ahora con su nuevo disco, que es doble, “Electric Ladyland”, la ambición y el deseo de ir más allá deja perplejos a los oyentes. Hendrix intenta imponer un estilo mucho más complejo, con letras más extrañas. Oigamos “Voodoo Child”: “Bien, me pararé junto a una montaña / y la cortaré con el filo de mi mano; / recogeré los pedazos y haré una isla / aunque podría levantar un poco de arena / porque soy un niño vudú”. O la maravillosa “All along the watchtower”: “Debe haber algún modo de salir de aquí, / dijo el bromista al ladrón: / Hay demasiada confusión, / no tengo consuelo. / Los hombres de negocio se beben mi vino, / los labradores escarban mi tierra. Ninguno de ellos en su sitio / sabe lo que eso vale”. La admiración, inevitable, se combinó con la duda, con la extrañeza. El carácter de Hendrix, abrumado ya de alucinógenos, se complicó en la medida que también lo hacía su música. De regreso en Londres, en febrero de 1969 dos conciertos clamorosos en el Royal Albert Hall marcan el último momento feliz de Hendrix. En junio de 1969 un concierto en Denver terminará en tumulto y gases lacrimógenos. Al día siguiente se disuelve el grupo; un mes antes, en Toronto se le incauta a Hendrix heroína y marihuana.
Ficha policial canadiense

 El final está cerca. El 18 de agosto de 1969 será el adiós de las masas. El lugar, el mítico festival de Woodstock. El momento culminante, en una actuación de dos horas, las filigranas enloquecidas, más alucinadas que rabiosas, sobre el tema patriótico “The star and spangled banner”. El final definitivo es sórdido y miserable. Londres. 18 de septiembre de 1970. Hace cuarenta años, ya saben. Un hotel en Londres, el Samarkand. Alcohol, somníferos. Un vómito. Asfixia. La muerte. Para un hombre que supo diferenciar conocimiento y sabiduría. Alguien que dijo: “Lo que quiero es hacer una música tan perfecta que se filtre a través del cuerpo para curar toda enfermedad”.
Artículo publicado en diario Sur el 18 de septiembre de 2010


jueves, 24 de mayo de 2012

Frédéric Chopin: un hombre herido entre las flores



Pocos artistas tan respetados, tan populares, tan conocidos. Tan desconocidos. Porque Frédéric Chopin, que cumple 200 años este 1 de marzo (en junio los cumplirá Schumann, otro artista desgarrado), que conoció el éxito fulminante e ininterrumpido hasta hoy mismo, sigue siendo preso de su propia leyenda, reducida a cuatro trazos rápidos que vienen a decir que fue polaco y patriota, enfermizo y preso de mal de amores y que estuvo en Mallorca y murió joven y en plenitud segada por la tuberculosis. Todo ello es cierto, pero en los 39 años de su corta vida hubo mucho más. Siendo trágica la brevedad de su vida, no es inusual esa fugacidad en aquellos tiempos. Por centrarnos en los años 1809 y 1810, en los que nacieron cinco grandes, grandísimas, figuras de la cultura universal, comprobaremos que la vida era fugitiva por entonces: nacidos en 1809, Poe, Larra y Mendelssohn vivieron 40, 27 y 38 años; nacidos en 1810, Chopin y Schumann vivieron 39 y 46 años…

Chopin por Delacroix, 1839

Una juventud polaca
Nacido el 1 de marzo de 1810 en la aldea polaca de Zelazowa Wola, muy cerca de Varsovia, Frédéric (Fryderyk en polaco), hijo de un emigrado francés, Nicolas Chopin, y de un polaca, Justina Kryzanowska, el propio apellido paterno pasó por una multiplicidad de formas (Chapin, Chappen, Chapenne, Chopen, Chopyn, Szopen y Schopping) a lo largo de las generaciones, en la que no faltó algún que otro compositor aficionado. En todo caso, los Chopin franceses se movieron siempre por la Lorena francesa, una región con vínculos políticos con Polonia desde la boda de Luis XV con una polaca cuyo padre será nombrado duque de Lorena con sede y palacio en Nancy. En todo caso, tenemos a un campesino lorenés, políglota y violinista, llegando en 1787 a Varsovia, destinado a involucrarse en las rebeliones por la libertad de Polonia y a ser preceptor de la mítica María Walewska, que daría un hijo a Napoleón. Este campesino de vida novelesca y en ascenso pasará a la Historia como padre nuestro compositor.
Con una vida musical consagrada (con excepciones aquí y allá) a un único instrumento, el piano, el joven Chopin no tuvo ningún profesor del mismo. Sus primeras enseñanzas musicales las recibirá de su hermana Louise, a la que sustituirá un violinista checo, Wojciej Zywny que le transmitió el amor por Bach y Mozart. El magisterio de Zywny será decisivo al animarle a inventar sobre el teclado más que a seguir partituras ajenas. Los resultados de este enfoque pedagógico se plasmarán en la anotación que, en 1829 y ya en el Conservatorio de Varsovia, hará su profesor (de contrapunto y armonía, pero nunca de piano) Josef Elsner: “genio musical”. Para entonces, Chopin ha compuesto en 1817 su primera obra (una polonesa en Sol menor) y a los ocho años ha interpretado su primer concierto.  Destinado a ser un segundo Mozart, ha escrito mazurcas y polonesas y la inspiración fluye de forma natural sobre el teclado: improvisa y experimenta más que imita las formas tradicionales. Es también un aficionado a la ópera, atravesando tempestades y haciendo largos viajes para asistir al teatro, como el que hará en 1828 a Berlín y que aprovechará para escuchar óperas de Spontini, Onslow y Cimarosa. La visita que Paganini hará a Varsovia en 1829, con sus endiablados ejercicios de virtuosismo, convencerá a Chopin del camino que habrá de seguir su arte, con la convicción de que en él el virtuosismo sólo será un medio para expresar las emociones y no un fin en sí mismo.
En un daguerrotipo, 1846

El músico errante
Imbuido de las melodías del folclore polaco, y concienciado de las desventuras de su patria, atormentado por ganglios en el cuello que le obligaban a frecuentes sangrías y a un estado de permanente debilidad, en 1829 emprende su primer viaje por Alemania y Austria como concertista, faceta en la que se destacaba por los matices y la delicadeza más que por la rapidez o la fuerza: sus metas serán Viena (con resultado apoteósico), Dresde y Breslau. Tras una pausa en que se enamora platónica e intensamente de la cantante Constanza Gladkowska, abandona Polonia en un viaje de estudio  y promoción que le alejará para siempre de su país. Detrás deja compuestos tres conciertos extraordinarios: el Concierto en Fa menor, el Concierto en Mi menor y la Gran Fantasía sobre temas polacos. Pasa por Breslau, Dresde, Praga, Viena y finalmente París. El joven triunfador es ahora un hombre retraído que confiesa a su amigo Liszt que “no tengo temple para dar conciertos: el público me intimida, me siento asfixiado por sus miradas curiosas, mudo ante esas fisonomías desconocidas”. También lleva la desesperanza por el aplastamiento de la rebelión polaca contra los rusos de 1830-31, la aprensión por su madre y por Constanza (que en 1830 se ha casado con otro hombre), a las que imagina ultrajadas por los rusos. El “spleen” romántico, la melancolía, erigida en “mal del siglo” ha encontrado en Chopin un compañero al que no abandonará.  En París, donde pasará, con esporádicas salidas, los 18 años finales de su vida,  se consagrará como poeta del piano, como la mejor encarnación del nuevo espíritu musical. Pero, con un estilo y una personalidad más idóneos para los pequeños salones que para las grandes salas de concierto, sólo dará 19 conciertos en ese mismo periodo. Preferirá los pequeños auditorios de amigos e invitados  selectos que las interpretaciones públicas ruidosas. Los asiduos a sus veladas íntimas serán Delacroix, los Rothschild, Berlioz, Mendelssohn, Bellini (a quien quiso como a un hermano), Liszt, la condesa Marie d’Agoult, Heinrich Heine, Adam Mickiewicz. Lo que un periodista de entonces, con veracidad pero no sin rencor, llamará “la aristocracia de la sangre, del dinero, del talento, de la belleza”. A pesar de su vida triunfal y de lujo, Chopin se considera un rebelde: “Odio a los partidarios de Luis Felipe, me considero un revolucionario”.

Grande Polonaise Brillante. Literalmente.
Lang Lang al piano. Puro goce.

El amor y otras enfermedades
En 1835 dejará de preocuparse por los ganglios al enfermar de tuberculosis. Los primeros vómitos de sangre le hacen ver cerca la muerte e incluso meditar en adelantarla por propia mano. La muerte, también prematura (a los 34 años) de su queridísimo Bellini tampoco ayudó a otorgarle mejor ánimo. El músico opta por permanecer en casa, renunciando a la vida mundana hasta el extremo que en 1836 se rumorea su muerte. La fragilidad de su salud lleva a que la familia Wodzinsky, amiga de los Chopin desde su infancia, decida romper el frágil y secreto compromiso que unía a Frédéric con la menor de las hijas de la familia afincada en Dresde, María: la Fundación Chopin guarda en Varsovia un paquete de cartas de María atadas con un lazo rosa; en el envoltorio del paquete, Chopin ha escrito, subrayando la segunda palabra, “moja bieda”. “Mi desgracia”.
 Las grandes obras de Chopin empiezan a fluir a partir de 1838, precisamente a partir de los nueve años de su tumultuosa relación con George Sand. Todo comenzó en 1836. Por entonces, tras el primer contacto, Chopin escribió a su familia su primera impresión: “He conocido a una gran celebridad: Madame Dudevant, conocida con el nombre de George Sand. Pero su cara noi me es simpática, no me ha gustado nada. Incluso hay algo en ella que me repele […] ¡Qué antipática mujer es la Sand! ¿Es verdaderamente una mujer? Estoy dispuesto a dudarlo”. En octubre de 1837, Chopin había cambiado su parecer. Escribe en su diario: “La he visto tres veces. Ella me miraba profundamente a los ojos, mientras yo tocaba. Era una música un poco triste, leyendas del Danubio; mi corazón danzaba con ella en el país remoto. Y sus ojos en mis ojos, ojos oscuros, ojos singulares, ¿qué decían? Se apoyaban sobre el piano y sus miradas abrasadoras me inundaban… Flores en torno nuestro. ¡Mi corazón estaba preso! La he vuelto a ver dos veces… Me ama…”.  Lo que después sucederá lo contará la escritora en sus memorias: “nos besamos, tocamos el cielo durante algunos fugitivos segundos […] Chopin era virginal, evanescente”. Viajaron a Mallorca, donde vivieron unos primeros días maravillosos y un invierno ingrato en el que compuso sus Preludios. Los recelos hacia los extranjeros que no pisaban la iglesia y ella, además, vestía pantalones y fumaba puros, terminaron por expulsarlos de la isla en pleno empeoramiento de la salud del polaco (“El estado del enfermo empeoraba todos los días, el viento lloraba en la torrentera, la lluvia golpeaba nuestros cristales…”, escribe Sand en “Un invierno en Mallorca”). Abandonarán la isla en un carguero que llevaba cerdos, una travesía en la que Chopin tuvo una hemorragia que por poco no le quitó la vida. La siguiente estación del peregrinar será Nohant, el pueblo de Sand, en el que reciben las visitas de Delacroix, Liszt y Pauline Viardot, hermana de María Malibrán.  Allí, recuperándose, compone Nocturnos, tres Baladas  y la Barcarola.

Amargura con el final cerca. 1849

El fin
Con el amor termina, en 1847, la ilusión de la salud y el afianzamiento de la depresión, ahora invencible. Mortalmente enfermo de tuberculosis, viaja a Londres, que le hace recaer. Diversos viajes por Inglaterra y Escocia, y el trato de Emerson, Dickens y Carlyle no bastaron (“Veinte años en Polonia, diecisiete en París: nada de extraño que no me encuentre a gusto en Londres”).  Vuelve al sur de Francia y tras ese breve paréntesis de sol retorna a París y se instala en la lujosa Place Vendôme. El tiempo apremia, y compone las dos últimas obras maestras: las mazurcas en Sol menor y Fa mayor. El abad Jelowicki, al que Chopin ha rechazado dos veces, consigue imponerle los últimos sacramentos el 17 de octubre de 1849. No llegará a ver sino la madrugada de ese día. La víspera había garabateado la última de sus voluntades: “Ya que esta tierra me ahogará, os ruego que abráis mi cuerpo para que no sea enterrado vivo”. Su corazón será enviado a la iglesia de la Santa Cruz en Varsovia. En su funeral, en la iglesia parisina de La Madeleine, se interpretó el “Réquiem” de Mozart. En el entierro, su propia marcha fúnebre. Una elegante, aunque no excesiva, tumba en el cementerio parisino de Pére Lachaise cobija su cuerpo herido entre flores.



Tumba parisina de Chopin.
En ella, el cuerpo con una herida en el pecho


Iglesia de la Santa Cruz, Varsovia.
Dentro de este pilar, el corazón de Chopin reposa

                           
Semblanzas
Robert Schumann expresó atinadamente el potencial político de la música chopiniana en un momento en que los nacionalismos eclosionaban: “Las obras de Chopin son cañones sepultados entre flores. Si el poderoso tirano del Norte supiera qué peligroso es el enemigo que le acecha en las obras de Chopin, en las sencillas melodías de sus mazurcas, prohibiría esa música”. George Sand, que siempre tuvo un punto de vista un tanto maternal sobre Chopin, tuvo siempre una alta opinión de su antiguo amante: “Es siempre bueno como un ángel. Sin su amistad perfecta y delicada perdería a menudo el valor… Es el más gentil, el más reservado y el más modesto de los hombres de genio”. Pero la enfermedad también supo hacerlo insoportable. Escribe Sand: “Dulce, jovial, encantador en sociedad, Chopin enfermo era desesperante en la intimidad exclusiva… Su espíritu estaba desollado en vida; el pliegue de un pétalo de rosa, la sombra de una mosca, le hacían sangrar”. Y remacha: “Como era de una cortesía encantadora, se podía tomar por benevolencia lo que no era sino frío desdén, incluso aversión insuperable… Cuanto más exasperado estaba, más frío se mostraba y no se podía juzgar del grado de su furor más que por el de su helada cortesía”.
Liszt, que habría de erigirse a la postre en el mejor icono musical de la vida romántica, trazó un retrato idealizado y sutil, de pura evanescencia, del compositor polaco e íntimo amigo: “¡Chopin! ¡Genio dulce y armonioso! El conjunto de su persona era armonioso y no parecía exigir comentario. Su mirada azul era más espiritual que soñadora; su fina y dulce sonrisa no conocía la amargura. Su porte era tan distinguido y sus gestos tenían un sello tal de calidad que involuntariamente se le trataba como si fuera un príncipe. Todo su aspecto hacía pensar en las clemátides que balancean, sobre sus tallos de finura increíble, sus cálices divinamente coloreados de un tejido tan vaporoso que al menor contacto se quiebran”.
Máscara funeraria de Chopin


Artículo publicado en diario Sur el 27 de febrero de 2010

domingo, 20 de mayo de 2012

Botticelli, entre dioses y lágrimas

Hay pocos artistas cuya obra concilie el sello personal con una fama amplia e imperecedera. Pocos artistas que a simple vista sean reconocidos al contemplarse una obra que no hayamos visto nunca. Es lo que sucede con las melancólicas figuras de Leonardo da Vinci, con los ausentes personajes de Modigliani, con los serenos protagonistas de Botticelli. Ahora, el 17 de mayo, se cumple el quinto centenario de la muerte del prodigioso pintor que conocemos como Sandro Botticelli, la cifra que ratifica la inmortalidad de un artista que fue parte del olvido durante la mayor parte de esos siglos.

La biografía de quien nació como Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi tiene como fuente principal la que Giorgio Vasari incluyó dentro de su clásica recopilación “Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos” que vio su edición definitiva en 1568, más de medio siglo después de la muerte de Filipepi. No obstante, la biografía de Botticelli que en ella se incluye está viciada, más que por inexactitudes, por algunas interpretaciones sesgadas e incluso hostiles.

Años de aprendizaje

De su niñez, Vasari cuenta que era “impaciente; y nada le satisfacía en las escuelas, de lectura, escritura o de ábaco, de manera que el padre aburrido de esta extravagante cabeza, desesperado lo colocó con un orfebre amigo suyo, al parecer llamado Botticello, muy competente maestro entonces en este arte”.  Es probado que este Botticello (que en español se traduce como “Tonelete”, por lo que se le imagina panzón y achaparrado) no era sino el hermano mayor de Sandro, y que le llevaba 25 años. El dato permite suponer que Botticelli, cuyo apellido paterno será sustituido por el apodo de su maestro-hermano), era realmente hijo adoptado por los Filipepi, con la particularidad de que, sea como fuera, sí fue adoptado por el hermano orfebre, de lo que se deduce un repudio por parte del patriarca de los Filipepi.

A través de la orfebrería, Sandro irá introduciéndose en el mundo artístico, en el que los artistas seguían teniendo el rango y consideración de artesanos pero que, en dura competencia por conseguir encargos, debían procurarse una preparación intelectual para ponerse al nivel de los comitentes, los nobles, burgueses y eclesiásticos que encargaban las obras eligiendo los elementos a representar. La creciente sofisticación de los comitentes, inmersos en el Humanismo y en la recuperación, y revivificación, de la cultura clásica, obligaba a los artistas a tener un bagaje insospechado hasta el momento, cuando bastaba con tener habilidad manual. Así, Botticelli tuvo que acercarse a los círculos neoplatónicos de Florencia para estar al corriente de la nueva sensibilidad que es la que dictaría el rumbo de su producción. El aire andrógino de sus figuras, su aire de ensoñadora melancolía, son frutos directos del pensamiento neoplatónico de su época y de su lugar, la Florencia de los Médicis.

El negocio familiar de curtiduría prospera de forma constante, lo que les permitió ser vecinos del tutor privado de Lorenzo el Magnífico, Nastagio Vespucci (padre de Américo Vespucci que daría su nombre al continente aún por descubrir, y de cuya familia forma parte Simonetta Vespucci, la gran musa del Renacimiento y amante/amada de Giuliano de Médicis), lo que dará acceso al joven Botticelli a las principales personalidades de la ciudad. Con todo, Botticelli entró a trabajar como aprendiz en el taller de fray Filippo Lippi, en el que se mantuvo alrededor de cinco años y que proporcionará a nuestro artista su más destacado discípulo: Filippino Lippi, hijo del fraile pintor y de una monja, del que Botticelli se hace cargo cuando Lippi padre huye tras el escándalo de esta relación. Con Lippi, Botticelli aprende los secretos de la perspectiva y las técnicas del fresco y de la pintura sobre tabla, así como la morfología base de los personajes. También es cuando el joven artista se inicia en los temas sacros, que serán los predominantes, hasta el extremo de que ocuparán el 87 por ciento de su producción final. A la vez, la gran influencia de estos años de aprendizaje vendrán del campo de la escultura, cuyos volúmenes intentará trasladar al campo de las dos dimensiones. También se ha señalado como base de la androginia de sus figuras la unión de la delicadeza de Lippi y la contundencia escultórica.

En 1470, cuando Botticelli tiene veinticinco años, se establece como artista independiente, volcado sólo en su arte. Nunca se casará, nunca se le conocerán amoríos. Pero esta dedicación plena no se traducirá nunca en estabilidad. Vasari habla de lo escasamente previsor que fue el artista, que en Roma “vivía al día como era práctica suya”, y que al dedicarse a ilustrar la “Divina Comedia” de Dante “le consumió de mucho tiempo, sin trabajar, esto fue causa de infinitos desórdenes en su vida”, así como de la “incómoda vejez” y de la necesidad en que Botticelli vivió sus últimos años.

Aunque se establece 1480 como el momento en que alcanza la plena madurez, antes habrá dejado obras muy destacables e incluso indudables obras maestras como “La adoración de los Reyes Magos” en la que los astrólogos errantes son encarnados por tres importantes miembros de la familia Médicis y el propio Botticelli comparece como espectador que se vuelve hacia el observador. Es justamente este oportuno homenaje a la dinastía medicea la que le abre las puertas a los encargos por parte de la familia, siendo su comitente más destacado, y también amigo, Giuliano de Médicis, cuya vida durará poco.

"La adoración de los Reyes Magos".
A la derecha, revestido de azafrán,
Sandro Botticelli as himself


Ocho ahorcados

La conspiración de la familia Pazzi para acabar con el poder de los Médicis en la primavera de 1478 se resolvió con el asesinato de Giuliano Médicis, protector de Botticelli y enamorado perpetuo de Simonetta Vespucci (modelo más tarde de nuestro pintor), y el fracaso y apresamiento de los conjurados.  A fin de dar publicidad a la justicia sobre los prisioneros, Botticelli recibirá el encargo de pintar un fresco sobre la puerta de Dogano en la vía de Gondi: imágenes de los ocho principales conspiradores ahorcados, acompañado cada uno de ellos por unos versos satíricos escritos por Lorenzo el Magnífico, herido en el ataque y máximo objetivo de este golpe fallido. Ya que el asesino de Giuliano, Bernardo Bandini, había escapado, Botticelli lo representó colgado de un pie (iconografía idéntica a la carta del ahorcado en el Tarot). Cuando fue detenido, el fresco fue corregido, siendo el encargado de repintar la figura nada menos que Leonardo da Vinci. El acercamiento entre Florencia y Roma (que tendrá entre otras consecuencias la participación de Botticelli junto a otros artistas florentinos en la decoración de la capilla Sixtina) llevará a que más tarde sea borrada la figura del arzobispo Francesco Salviati. En 1494, el triunfo de los Pazzi en la revuelta de 1494, con la huida de los Médicis, hizo que el fresco entero fuera borrado, y con ello se perdió para siempre una de las más curiosas obras del arte occidental, fruto del oficio y de la saña, confabulados, de Leonardo da Vinci, Sandro Botticelli y Lorenzo el Magnífico.
           
            El nacimiento de la Primavera
           
            El acercamiento de posturas entre Roma y Florencia tras el golpe fallido de los Pazzi y la participación de Botticelli en la Sixtina (retratos de Papas y frescos en los que se trazaban paralelismos entre Moisés y Cristo) dejaron al artista en una posición óptima para ser incluido en la élite del arte toscano, un prestigio subrayado por la complejidad simbólica y la erudición bíblica demostradas en los frescos vaticanos. En los años siguientes, habrá una eclosión de temas profanos en su pintura, de los que  son un ejemplo los cuatro óleos sobre la historia de Nastagio degli Onesti. Tres de ellos se conservan en el Museo del Prado, con la salvedad de que se cree que son obras de su taller, limitándose el maestro a pintar los cartones preparatorios, siendo de su mano únicamente uno de los personajes del primer cuadro. A cambio, tenemos en España un legítimo Botticelli de su última etapa, y que es su única pintura que se exportó en vida del autor: “La agonía en el huerto”, presente en la Capilla Real de Granada de 1504, a la que llegó en cuanto propiedad de Isabel la Católica.


El Botticelli de Granada

            “El nacimiento de Venus” y “La primavera” son las dos obras insuperables de Botticelli, también las más complejas. Realizadas para un miembro de la rama menor de los Médicis, junto a “Palas y el Centauro”, son la ilustración de las teorías neoplatónicas de Marsilio Ficino. Ambas obras comparten el personaje central, Venus, que en la pintura sobre su nacimiento encarna a la Venus Celestial y en la Primavera a la Venus Vulgar. En ambos casos, sus facciones son las de Simonetta Vespucci (muerta en 1476 de tuberculosis). Ambas, desde una perspectiva cristiana más evidente en la Primavera, pueden interpretarse también como un trasunto de la Virgen María. También comparten al personaje de Flora, que en la Primavera la vemos en sus dos encarnaciones (siguiendo un verso de Horacio: “Fui una vez llamada Cloris y ahora soy Flora”). La complejidad iconográfica de las dos obras es inagotable, como lo es la discusión sobre las fuentes literarias de ambas. En el caso del cuadro sobre Venus, su fuente principal parece ser un poema de Angelo Poliziano: “Por los céfiros lascivos empujada / veríais la diosa que del mar salía / exprimiendo cabellera remojada / mientras el pecho la cubría”.

La Primavera


El nacimiento de Venus


            Entre llorones

Tras la muerte de Lorenzo el Magnífico, en 1494 se instaura en Florencia un régimen republicano bajo la férula del monje Girolamo Savonarola, un ardiente reformista apocalíptico que no tardará en levantar piras, llamadas “Hogueras de las Vanidades”, de siete pisos (uno por cada pecado mortal) en las que arderán libros, objetos de lujo y obras de arte. Vasari, confundiendo a Botticelli con uno de sus hermanos, que huirá de Florencia al derrumbarse en 1498 la tiranía de Savonarola,  llega a atribuir a una falsa adscripción a las ideas del monje la responsabilidad sobre su desorden económico: “fue muy partidario de esta secta. Y esto fue causa de abandonar la pintura; y no teniendo ingresos de los que vivir, cayó en un gran desorden. Obstinado en la secta y haciendo continuamente los días de llorón, se apartó del trabajo, y al envejecer y al olvidar cayó en muy mal estado”.

Natividad mística

Llorones, piagnoni, era el modo despectivo de llamar a los pietistas y puritanos partidarios del monje que rigió Florencia. No fue un llorón, pero sí convivió con ellos en armonía, retomando los temas sacros y realizando en 1498 un austero retrato de Savonarola. Hombre de fe al fin y al cabo, Botticelli se acomodó a las circunstancias y sus obras de estos años muestran un “pathos” singular, de emotividad suma. Que no fue un cómplice de los nuevos regentes de Florencia se comprueba con el hecho de que una vez terminado el periodo de austeridad obligada, volvió a los temas profanos. No obstante, tampoco abandonó los sagrados, que ahora encaró con un estilo más realista y minucioso, con formulaciones que presagiaban el Manierismo que habría de llegar décadas más tarde. Es también en este periodo final cuando, por vez primera en la historia del arte, pinta para sí mismo, sin obedecer a encargos. Son tanto las ilustraciones para “La Divina Comedia”, en las que su técnica se aligera y se hace más libre, y en la tabla “La calumnia de Apeles”, en la que, coincidiendo con una denuncia por sodomía que rápidamente se descartó, se enfrenta al reto de reconstruir una pintura de Apeles que Luciano de Samosata describe minuciosamente en su tratado “De Calumnia”. El resultado, denso en sus símbolos y perfección en la ejecución, se corresponde con la comparación que el poeta Ugolino Verino hizo entre el pintor griego y el florentino: “No se indignará Apeles al ser igualado con Sandro, su nombre se conoce por todas partes”.

La calumnia

Muerto al borde de la indigencia, achacoso y con muletas hace 500 años, Botticelli cayó pronto en el olvido. Los prerrafaelistas (al fin y al cabo, Botticelli lo fue cronológicamente) lo tomaron como modelo artístico, una devoción que heredarán los decadentes y que desembocó en una admiración universal. La pregunta que Botticelli propicia y que todavía puede responderse, la formuló en 1870 Walter Pater: “¿Cuál es la sensación peculiar, cuál es la cualidad peculiar, que su obra tiene la propiedad de excitar en nosotros y que no encontramos en ninguna otra parte?”

Artículo publicado en diario Sur el 15 de mayo de 2010