lunes, 24 de octubre de 2011

¡Llorad, musas!

La producción de la ópera de Haendel “Acis and Galatea” reúne a un equipo de desacostumbrada calidad al servicio de una obra maestra barroca
Hubo óperas a lo grande en el Cervantes, allá a finales de los ochenta, con mucha tramoya y aparato escénico, y hasta algún pellejo de bicho y joyones ornando a quien en la Scala se creía. Épocas de poderío y billetes grandes. Puro pasado. Pura nostalgia. Y cantantes correctitos, con excepciones gloriosas. Pura nostalgia, pasado puro, ay, infelice de mí cuando los muros de la patria nuestra son presencia de la flacura de la vaca. Pero hay instantes de gloria que llegan como tormenta de verano, luz sobre la luz de la desfalleciente tarde (del compositor del que aquí tratamos, Mozart dijo que hería como el rayo). Porque la ópera que llega el 28 de octubre al viejo Teatro Municipal, que pasa del gris ceniciento al amarillo del oro apagado, es de las que despiertan expectación y hasta envidia. No sólo porque es ópera barroca y de Haendel, sino porque detrás hay sabiduría, fama y talento. Expliquemos que es “Acis and Galatea”, una joya inglesa de Georg Friedrich Haendel (mejor esta vez la grafía inglesa que la original germana), y que será la que esté en el foso la Joven Orquesta Barroca de Andalucía arropados por miembros de la Escuela Superior de Canto de Madrid y de la Capilla Real Renacentista, correspondiendo los roles principales a Diego Blázquez, Rebeca Cardiel, Felipe Nieto (profeta que a esta tierra vuelve, en la que fue muchacho en el Coro de Ópera de Málaga y es ahora en Madrid finísimo tenor mozartiano) y Ana Cristina Marco. La escenografía es de Gregorio Esteban, pero debe destacarse que la musical corre a cargo de Michael Thomas, miembro que fue del excepcionalísimo Cuarteto Brodsky y que después pasó a fundar la difunta Orquesta Sinfónica de Andalucía. Lo que decía, prestigio, talento. Cosas buenas. Con una ópera deliciosa. Que tiene libreto de John Gay reformado por John Dryden y Alexander Pope. A los que todo escolar inglés conoce.
Acis y Galatea, mismamente

         Estrenada en 1718 como mascarada (el mismo género del que tuvimos en el último festival de Música Antigua “Venus y Adonis” de John Blow), basada en un episodio de las Metamorfosis de Ovidio (los amores trágicos de Acis y Galatea con el airado cíclope Polifemo por medio), se compuso para divertir no a un rey sino a un conde con lo que era una sucesión de diálogos en prosa, canciones y baile. Fue la cumbre, tras la que sólo quedarían esfuerzos vanos por mantener el esplendor, de la ópera pastoral inglesa. Ésta que aquí traemos tiene un peso del coro que presagia a los grandes oratorios de su autor, y alberga momentos de extremo patetismo, pero a la vez de ajustada y contenida gravedad, como el coro fúnebre “Mourn, all ye muses” (“¡Llorad, musas! ¡Pastores, llorad!”) o la cristalina lamentación fúnebre de Galatea, “Must I my Acis still bemoan” (¡Lloraré por siempre a mi dulce Acis, / traicioneramente aplastado por esta roca”)  que raya a la misma altura estética que el lamento de Dido en el “Dido and Aeneas” de Henry Purcell. El último número de la ópera, “Galatea, dry thy tears” (“Galatea, seca tus lágrimas / pues Acis ahora un dios semeja”) no tiene menos esplendor, menos vibración áurea, que las odas de Purcell. Si éste fue tildado de “Orpheus Britannicus”, de Haendel sólo puede excluirse la nacionalidad, ya que alemana fue su patria.  Si el espectador asistirá a cómo por obra de un gigante enamorado un amor se convierte en manantial y por ende adquiere el carácter inmortal, a la vez esta música también comparte la perennidad del bronce junto a la delicadeza cruel de las rosas.
Artículo publicado en diario Sur el 22 de octubre de 2011

“Must I my Acis still bemoan”


"Galatea, dry thy tears"

"Mourn, all ye muses!"


Liszt superstar

Se cumple el bicentenario del nacimiento de Franz Liszt, ejemplo perfecto del Romanticismo musical al que siguió una legión de admiradores incondicionales
Hace doscientos años nació de Franz Liszt, alguien que sonará más o menos lejano, menos o más presentes en lo que debiera ser nuestra cultura general y por tanto básica, alguien que, desde estas alturas de dos siglos desde la que lo contemplamos podemos decir que no fue sólo un compositor magnífico y un pianista extraordinario, sino que incluso fue él quien inauguró el fenómeno, tan siglo XX, de fans, y que fue, excusen la audacia, la primera estrella del rock. Bueno, del pop. Lo cierto es que hay una película demencial de Ken Russell, de 1975, en la que se cuenta la vida de nuestro personaje entre mil disparates y con la encarnación aborrecible de Roger Daltrey, de los Who (y Ringo Starr encarnando al Papa), lo mismo se ensaña con el piano de cola o la guitarra eléctrica, hace tonterías con los nazis y finalmente, ordenado sacerdote, se encarga de exorcizar a su yerno, que no fue otro que Richard Wagner. Pero dejemos esa lente distorsionadora y casi alucinógena de la película “Lisztomanía”, para mirar a Franz Liszt como se debe, como merece. A  Franz Liszt, genio y superstar.
Postales para un mito

El beso de Beethoven
Para comenzar, diremos que el apellido original de la familia era List, un apellido alemán que para que fuera bien pronunciado por sus paisanos húngaros, transformaron la grafía por la que conocemos, Liszt, aunque en el idioma magiar signifique, simplemente, harina y, el original alemán, astucia. Hijo de un intendente del príncipe Esterhazy, que fuera protector de Haydn, nació en Raiding, entonces Hungría –el nombre húngaro era Doborján- y hoy Austria, siendo encaminado prontamente hacia los estudios musicales. Ya el padre, Adam Liszt, se dedicaba a tocar el cello, como amateur, en la orquesta del príncipe, ante el que el niño Liszt llegará a tocar a sus tiernos 8 años con la esperanza de un patrocinio de sus estudios, algo que sólo le llegaría por la aportación de tres nobles que estuvieron dispuestos a pensionarlo por seis años y en Viena tras oírlo lucirse al piano. Allí empezará el mozalbete a arrimarse a grandes nombres. Fue Carl Czerny su primer maestro, pero también Antonio Salieri, que ya había olvidado la imposible rivalidad con Mozart. Pero si alguien le marcó, fue Beethoven. Liszt contaba que Beethoven acudió a uno de sus primeros conciertos vieneses y le besó en la frente ante el público, consagrándolo como un elegido por quien, todavía, es el dios de la Música. El dato parece ser falso, pero no lo es que Beethoven (en sus cuadernos de conversación queda la mención) lo recibió alguna vez en su casa. Y tal vez ahí llegaría la muestra de interpretación y el beso (imaginamos a Liszt aporreando el instrumento, a Beethoven pegando la oreja o la trompetilla a la madera, conturbado el gesto). De ese conocimiento de Beethoven le quedará una gratitud de por vida. Prematuramente maduro, el siguiente paso será París. Y allí, una fama que jamás le abandonará.
Liszt por Henri Lehman, 1840

Tras labrarse un mediano nombre en conciertos en Alemania y Austria, residirá en París desde 1823 a 1835. Un lugar en el que el rey del piano es Chopin. Pero el joven Liszt no se arredra. Da conciertos que fascinan a los oyentes y que hacen incluso que el frenólogo Franz Gall intente en vano medirle el cráneo para descifrar la clave de sus aptitudes pasmosas, que en 1824 muestra en Londres ante el rey Jorge IV, que al año siguiente lo recibirá en Windsor, año en que estrena en la Ópera de París una discreta ópera en un acto de tema español, “Don Sancho o el castillo del amor”. En 1826, ya con admiradores incondicionales, realiza giras por Suiza y en 1827 por Inglaterra. Es éste el momento, cuando ya no lo necesita, cuando muere su padre. Las últimas palabras que le diga a su hijo, según contará éste medio siglo más tarde, eran “Temo lo que serán para ti las mujeres”. No le faltará razón.
Marie d'Agoult, 1840

Una alumna hija de un ministro, una condesa posesiva, otra condesa casada a cuya boda asistió el rey de Francia son sus tres primeros amores importantes. El de ésta última, Marie d’Agoult, será clave. Con ella, para escándalo público, tendrá tres hijos. Uno de ellos, Cósima, será conocida por casarse con Richard Wagner. Los amores con Marie son intensos y difíciles. Los amigos de Liszt son gente como Berlioz, Chopin, Balzac, Heine o Delacroix. Todos serán testigos de las desavenencias de la pareja escandalosa, de las infidelidades mutuas. Entre escándalo y escándalo, preñez y preñez, recorren Europa, dando oportunidad para que en Italia Liszt se manifieste incluso como un brillante e incisivo periodista. Peero estos elementos escabrosos nada importarán cuando es tan alta la estima, y la fascinación, que le tiene el público.
El demonio de los pianistas
Su amigo, y reticente admirador, Heinrich Heine viene a dar la razón, en una crónica parisina, a quien en las páginas de “L’Osservatore Triestino” lo anunciaba, con ajustado realismo, como “el auténtico demonio de los pianistas”. Escribe Heine: “Que Franz Liszt no puede ser un pianista tranquilo, para ciudadanos tranquilos y dormilones pacíficos, se entiende muy bien. Se sienta al piano arreglándose el cabello varias veces sobre la frente y empieza a improvisar; luego enfurece, por lo general enseguida, sobre las teclas de marfil: plasma un conjunto salvaje de pensamientos elevadísimos, entre los cuales, aquí y allí, las flores más dulces expanden su aroma, de forma que al mismo tiempo uno siente espanto y embeleso, pero permanece el espanto”. Y más adelante, remacha de forma algo tremendista: “Por más que me gusta Liszt, no por ello su música produce en mi espíritu un efecto agradable, tanto más cuanto que yo nací en domingo y veo a los espíritus que la demás gente sólo oye, porque como ya sabe usted, a cada nota que la mano despierta sobre el piano, sube a mi espíritu la correspondiente figura sonora. Todavía tiembla mi corazón al recuerdo del concierto en el que últimamente oí tocar a Liszt [...] él variaba algunos temas del Apocalipsis. Al principio no podía ver con claridad los cuatro animales místicos, sólo oía su voz, sobre todo el rugido del león y el grito del águila [...] Había lizas como en un torneo y se hacinaban alrededor del terrorífico espacio los pueblos resucitados, temblorosos en una palidez mortal”. En 1839, el propio Liszt se refiere a su relación con el piano en términos menos enérgicos, algo más convencionales: “Mi piano es para mí lo que para el marinero es su barco, lo que para el árabe es su corcel; y quizá más todavía, porque mi piano, hasta ahora, ha sido mi palaba, mi vida, el íntimo depositario de todo lo que he agitado en mi cerebro desde los tiempos más ardientes de mi juventud;  en él se conservan todos mis deseos, mis sueños, todas mis alegrías y mis dolores”.
Un guateque entre amigos

Es nuevamente a Heine a quien hemos de remitirnos para terminar de sugerir hasta qué extremo de virtuosismo llegó Liszt, a quien se sigue considerando el mejor pianista que los siglos vieran. Tal vez sea recomendable asomarse a youtube y buscar la interpretación que en el Royal Albert Hall el joven Evgeny Kissin hizo, en 1997, de “La campanella” de Liszt (y que a su vez retomó de Paganini).
Evgeny Kissin. Londres, 1997

También pueden confrontar la versión de Yundi Li. Si casi sobrenatural es la exhibición que ahí se hace de la mano derecha, que parece tener ella sola diez febriles dedos, mayor era la capacidad de Liszt, del que el poeta alemán, inevitable aquí, decía: “Un solo hombre, uno de los representantes más extraordinarios de la música, por quien vibra el mundo con un entusiasmo casi enloquecedor. Hablo de Franz Liszt, del genial pianista, cuyas interpretaciones me parecen a veces una melodiosa agonía del mundo fenoménico [...] Con excepción de ese hombre único, Chopin, todas los restantes pianistas que escuchamos este año en innumerables conciertos son sólo pianistas y brillan por la destreza con la que manejan ese trozo de madera provista de cuerdas; en el caso de Liszt, no se piensa en la dificultad superada: una vez desaparece el piano, aparece la música”. Tampoco Robert Schumann puede obviar la grandeza de Liszt: “Liszt me parece cada día más grande, más poderoso [...], hace na cantidad de cosas diferentes a como yo las haría, pero siempre de una manera genial”.
En 1861. Más allá del bien y del mal

En Málaga
Entre noviembre de 1839 y septiembre de 1847, en lo que se conoce como sus años de virtuoso, Liszt actúa en 166 ciudades de 18 países. Una de las 166 es Málaga. Camino de Valencia, entre febrero y marzo de 1845, Liszt recorrió Andalucía, actuando en Córdoba, Granada, Sevilla y Málaga (un periódico rico en minucias musicales, el “Sonntagsblätter” de Viena, recoge en ese mismo año la noticia de que Liszt ha actuado en Málaga.  El sitio concreto de su actuación fue el Parador de San Rafael (en el edificio anterior al actual, levantado dos años después del concierto y que es la actual sede de Turismo Andaluz), en calle Puerta Nueva. Los pormenores del programa es algo que escapa a la capacidad de este cronista. Valga, a cambio, aportar el dato de que en nuestra ciudad no se limitó a actuar sino también a componer: el manuscrito de dos de sus Preludios, su poema sinfónico más conocido, el nº 9, “La Terre”, y el 10, “Les flots”, están fechados en Lisboa y Málaga, donde además escribió una carta al violinista belga Lambert Massart, el 8 de marzo de 1845, dándole cuenta de sus múltiples ocupaciones.

Decidido a sufragar un monumento a Beethoven en Bonn con motivo, en 1845, del 75 aniversario del nacimiento del compositor, Liszt emprendió una gira europea agotadora que le hará no sólo abonar una quinta parte del mismo, sino pagar íntegramente la construcción de una buena sala de conciertos allí, sorprendentemente carente de ella. En el homenaje a Beethoven, presidido por los reyes de Prusia y de Inglaterra, participó Liszt con el temor, dijo la prensa, de que la celebración se convirtiera en  “un festival Beethoven en honor de Liszt”.  La presencia de la escandalosa aventurera Lola Montez al arrimo de un enganche amatorio con nuestro músico contribuyó a un desenlace chusco de las celebraciones. Y a que en el centenario de Beethoven, 25 años después, a Liszt no se le invitara.

El abate Liszt
Instalado, en calidad de Maestro de Capilla, en Weimar desde 1842, allí introducirá y defenderá músicas de otros (Berlioz, Schumann, Wagner) con una generosidad y noblezas inhabituales, a la vez que se vuelca en la orquesta y va abandonando la obsesión por el piano. Son los años de su mejor producción: los primeros doce poemas sinfónicos, el segundo concierto para piano, la sinfonía sobre Dante. En 1861 se instala, por ocho años, en Roma arrastrando su tumultuoso pasado amatorio (debe consignarse que en ese mundo de “groupies” decimonónicas era un deber conquistar a Liszt, que también se dejaba querer; entre las reliquias más codiciadas por las fans que no llegaron a esa intimidad, se cotizaban especialmente las colillas de sus cigarros ). Allí busca del Papa la disolución del matrimonio de su amante Elizabeth Sayn-Wittgenstein, que habrá de esperar tres años a que fallezca su esposo. La toma de hábitos, fruto de las tentaciones religiosas que desde joven tuvo, le privaría de unirse legalmente a su amante. Como una especie de Lope terminal, con las llamas latiendo bajo las ropas talares, transcurrirán sus últimos años, en los que la música sacra concentra, junto a la dirección orquestal, su labor. Mientras tanto, su hija Cósima se había casado en 1870 con Richard Wagner (tras haberle dado previamente tres hijos), de quien Liszt había dirigido “Tannhäuser” en 1849, “Lohengrin” en 1850. Culminado el sueño wagneriano de tener su propio teatro para sus óperas en Bayreuth, allí morirá Franz Liszt el 31 de julio de 1836 a consecuencia de un resfriado mal curado al asistir al estreno de “Parsifal” el día 21. Allí, no lejos del palacio en el que pasará a descansará dos años más tarde Wagner, reposa el cuerpo, que tan amado fue, de quien sigue siendo inmortal. Franz Liszt, superstar.
Artículo publicado en diario Sur el 22 de octubre de 2011

viernes, 21 de octubre de 2011

Las terceras oportunidades

Suponemos que muero. Por mano de otro. Yo, bajo tierra. El asesino, sobre ella. Yo seré condenado a la inmovilidad, inmune al tiempo y a  la sucesión de los días. Al otro se le dará, tal vez, es un decir, una condena. Y verá desde la celda el lento sucederse de las jornadas. Y un día, antes, tal vez mucho antes de que llegue a la cifra de tiempo fijada en la condena, se le liberará para seguir la vida que a la víctima le fue negada. Es lo que se llama dar una segunda oportunidad, lo que la Constitución Española, tan perfectible, llama reinserción (Artículo 25: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”). No hay segunda oportunidad para la víctima. Por ello, para igualar en lo posible los derechos inexistentes de la víctima y los del agresor, soy partidario de la cadena perpetua revisable. Hablando en plata, “el que la hace, la paga”. Aunque habrá quien prefiera nombrar el Talión.

Ahora resulta que la banda criminal ETA dice que renuncia a la lucha armada. Y la gente se alegra. También yo me alegro de que dejen de fabricar silencio y desolación y ausencias. Y a la vez reclaman la memoria de sus muertos. De sus atroces muertos. De sus deshonrosos muertos. De sus asesinos y extorsionadores y secuestradores que propugnaban la independencia y el  socialismo para las Vascongadas (no llamaré País a lo que es, en sus mentes, Aldea). También piden dialogar con Francia y España. Para conseguir lo que por las armas no pudieron: la Independencia, el Socialismo. Independentzia eta Sozialismoa. ¿Y qué más? El honor, la redención, para sus presos. Sus presos atroces, sus deshonrosos  presos. Que ya es doloroso que tengan segunda oportunidad y ahora buscan una tercera. Pienso en las más de 800 víctimas (de mi infancia recuerdo el nombre de dos, el niño Alberto Muñagorri y el industrial Ángel Berazadi; ni siquiera los googlearé; hay crímenes que se quedan ahí, pegados a la memoria de la inocencia).
Apadrina un asesino (ahora puedes)

Pienso en Iñaki de Juana Chaos, al que mi país dejó en libertad tras cumplir sólo 18 años de prisión por 25 asesinatos. Debería haber cumplido 3.000 según la condena, sin segunda oportunidad. Debería estar contento por el anuncio de ETA. Pero no lo estoy. ¿Me comprendéis vosotros, Ángel Berazadi? ¿Me comprendes, Alberto Muñagorri?

martes, 18 de octubre de 2011

Preferiría no hablar de Gilad Shalit

Porque desde hoy está libre, flaco y confuso, pálido y aclamado. Porque duele ver que su libertad ha costado la de 447 prisioneros hoy, que llegarán a ser 1027 en los próximos días, y duele ver a este joven Cristo rescatado de los infiernos volviendo a asombrarse del aire y del sol cuando también lo hacen quienes fueron privados de libertad no por cumplir un deber ineludible (Shalit era, o es, soldado de Israel) sino por combatir, normalmente a través del terrorismo, un estado creado al amparo de Naciones Unidas en 1948 para pretender conseguir el estado palestino que ellos rechazaron crear entonces. En un platillo de la balanza se ha puesto a un soldado, tan inocente y tan culpable como cualquier soldado. En el otro platillo, 1027 palestinos, de los que 280 fueron sentenciados a cadena perpetua por participar en asesinatos que costaron la vida a centenares de israelíes. El viejo deporte de matar judíos, tan antiguo. 

Veo las imágenes del muchacho pálido que deja atrás 1941 días de secuestro (no diré cautiverio: secuestradores, por tanto criminales, fueron los que decidieron ese destino). Veo las imágenes de los palestinos, su algazara en las calles, sus gestos obscenos de victoria, sus besos y abrazos a esos nazis de la sharia. Que adoran a un Ismail Haniyye al que en televisión entrevistó Iñaki Gabilondo presentando al primer ministro de Hamas en Gaza como líder de un grupo religioso, sin mencionar en ningún momento los asesinatos y las extorsiones de ese grupo. Y duele ese silencio, ese ocultamiento, ese júbilo de hoy. El victimismo por todas partes, el dolor tan repartido. Su discurso de las balas sionistas, de la mugre y las moscas. Su hipocresía ilimitada, su alegría porque se cumple una coacción. No son inocentes los que festejan a un lado. Duele la alegría por la resurrección de Shalit al otro lado. Soy sionista, sí. Quizás ahora más que antes. Asco por esa alegría, pudor amargo por la que debería sentir y no siento.


Leo en la prensa las palabras de Yosi Tzur, padre de un adolescente israelí que fue asesinado junto a otras 16 personas, refiriéndose a otro canje, otro chantaje, al que Israel condescendió hace 26 años: "Los liberados en el canje del 85 mataron a 180 personas. El acuerdo salva a Gilad pero matará a muchos otros". Estamos advertidos. Vuelvo a la portada del periódico: habla de que en San Sebastián se han reunido unos llamados "mediadores internacionales" para, en lenguaje de los terroristas, pedir que España, y Francia, se reunan con los asesinos para hablar cara a cara para resolver el conflicto. Otra vez los platillos igualados. Las víctimas con la misma dignidad que sus asesinos. Hoy, toda España, la España inocente que no quiere sino vivir su vida pequeña, cumplir su deber mínimo, es otro soldado Shalit.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las afinidades electivas

En la inminencia del aniversario del nacimiento de Picasso, el Teatro Cervantes reúne a Toldrá, Brahms y la Sinfonía del Nuevo Mundo en una velada de sutiles matices
Hay momentos que llegan como ladrón en la noche, por usar una comparación evangélica, en los que se produce una conjunción de elementos, sin recurrir a la atolondrada comparación de los hechos planetarios. Momentos en los que coincide, dentro de unos días, el 130 aniversario del nacimiento de Picasso, del niño del Chupa y Tira que fue tan de aquí pero que tuvo talento y osadía para ser universal, cósmico, infinito, y en esas fechas la Orquesta Filarmónica de Málaga le dedica su concierto reglamentario, y resulta que las piezas de la velada se ajustan no sólo entre sí, como debe ser, sino que sirven para describir lo que Picasso representó. Y así nos encontramos con que el concierto de los días 21 y 22 de octubre del año 130 d. P. (después de Picasso) tendrá como director a un grande, Antoni Rios Marbá, y como solistas a Igmar Vineta Sareika al violín y Christian-Pierre La Marca al violonchelo, y en el programa confluyen el scherzo de “La filla del marxant”, de Eduard Toldrá, el Doble Concierto para violín, violonchelo y orquesta en la menor, opus 102, de Johannes Brahms y la Sinfonía nº 9 en mi menor, opus 95, “Del Nuevo Mundo” de Antonin Dvořák. El título unificador, “Vieja Europa ante un Mundo Nuevo”.
Los Dvorak, en New York

Un español de Cataluña, un alemán, un checo. Alguien que buscó ser cosmopolita sin renunciar a la cultura catalana en la que se desenvolvió, un alemán que quiso mantener los valores del clasicismo en un tiempo adverso, un checo que quiso proclamar, sin obviar cuáles eran sus raíces, un horizonte nuevo e inabarcable, un mañana que nos abarque y nos justifique. Algo que se ajusta, que describe y define, a Picasso. Pero si debemos ajustarnos a un elemento de la velada, deberemos obviar la pieza de la suite sinfónica concebida para acompañar un drama de Adriá Gual basado, a su vez, en una canción popular catalana (“La filla del marxant / diuen que es la més bella; / no es la més bella, no; / que altres n'hi ha sense ella”: “La hija del marchante / dicen que es la más bella, / no es la más bella, no, / que otras no hay como ella”). También, con gran dolor, el doble concierto de Brahms, una de sus piezas menos populares por su rareza y en la que no está ausente el elemento zíngaro y de notable lirismo que destaca junto al elevadísimo virtuosismo que su tercer tiempo permite. Lo que nos queda, lo que recordaremos, es la obra maestra de Dvořák.


Karajan. 4º movimiento

       El checo, que había compuesto un Te Deum para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América, y que a la sazón era director del Conservatorio de Nueva York, tuvo un año más tarde, en 1893, el olfato que en ocasión tan señalada le faltó. Supo abrirse a los sonidos de esa América que a falta de grandes catedrales levantaba puentes y fábricas de titánica y angustiosa ambición y belleza. Las amplias praderas bajo el sol, la tensión de la hierba mecida por el viento entre postes de telégrafo, el amanecer o el crepúsculo sobre Monument Valley, la caldera bullente de las ciudades en las que se cruzaban eslavos, negros o irlandeses, todo eso, como profecía y dardo lanzado más a la emoción que al juicio, está ahí.  Quien estaba destinado a regentar una cervecería en Bohemia y vio en sí cumplido, en ambas orillas, su sueño americano y europeo, lo quiso describir de forma más modesta “Yo sólo he escrito los temas, amoldándolos a las particularidades de la música de los negros o de los pieles rojas y sirviéndome de estos temas como sujeto los he desarrollado por medio de los recursos del ritmo, de la armonía, del contrapunto y de los colores de la orquesta moderna”.
Artículo publicado en diario Sur el 15 de octubre de 2011

lunes, 10 de octubre de 2011

La rusa con botas

La zarzuela-opereta Katiuska, ambientada en la guerra civil rusa, lleva al Teatro Cervantes una obra maestra de juventud de Pablo Sorozábal
Llamamos rebeca a las chaquetillas de lana más o menos holgadas, y sin cuello, porque en una película de Hitchcock que así se llamaba las lucía Joan Fontaine. Llamamos katiuskas a las botas de goma que llegan casia la rodilla desde que Greta Garbo las lucía (garbosamente, y a juego con una gabardina) en la comedia “Ninotchka” y la gente, por aquello de que iba de rusos blancos y rusos rojos hizo la gracia de ponerle nombre de acuerdo con un éxito musical reciente: la zarzuela (puede que opereta) Katiuska, de Pablo Sorozábal. Ambos anécdotas de la cultura popular española, que mezclaba indumentaria, cine y música delata no sólo la popularidad de la oscura fábula cinematográfica (fácil es recordar aquello de “Anoche soñé que volvía a Manderley”) sino la capacidad de influir sobre los gustos populares de Sorozábal. Esa opereta (puede que zarzuela) llega al Teatro Municipal Miguel de Cervantes nada menos que el 12 de octubre, día de la Hispanidad pero también de la raza (léase y escríbase ahora con erre chica), en una producción de la meritoria compañía (por malagueña pero también por ser justos) del Teatro  Lírico Andaluz.

Mencionemos el necesario elenco para esta opereta (hay quien la llama zarzuela) en dos actos de Pablo Sorozábal con libreto de Emilio González del Castillo y Manuel Martí Alonso: Lourdes Martín, Ruth Terán, Antonio Torres, Luis Pacetti, Victoria Orti, Susana Galindo, Vicky Bravo, Pablo Prados, Miguel Guardiola, Francisco Labraka, José Truchado, Patricio Sánchez y Alberto Cerrada. La coreografía es de Aída Sánchez; la dirección escénica es de Pablo Prados, y de Arturo Díez Boscovich la musical. El coro y orquesta son los del propio Teatro Lírico Andaluz.  
No es Sorozábal un compositor raro en nuestra ciudad, pues el año pasado ya se representaron en el Cervantes “Los gavilanes” y “La tabernera del puerto”, y en la memoria sentimental de quien escribe hay, allí mismo y en los noventa, una arrebatadora puesta en escena de “La del manojo de rosas” con un Carlos Álvarez jovencito y ya magistral. Curiosa opereta ¿o era zarzuela? ésta. Escrita en 1930 (la primera composición para la escena de su autor), fue estrenada en el Teatro Victoria, de Barcelona, el 28 de enero de 1931 (la República enseñaba las orejas en el horizonte), siendo grabada en un disco que al día siguiente del estreno ya se anunciaba en los periódicos. La apuesta discográfica por una obra primeriza y exótica (titulada como “Katiuska, la mujer rusa” y ambientada en la guerra civil rusa, entre zaristas y bolcheviques) se debe a que en ella participaba el que la víspera del estreno la cartelera de Barcelona llamaba “el divo de divos” Marcos Redondo. Entre los atractivos de la zarzuela (así se la llama en la prensa en ese momento) se cuenta, con un lenguaje casi taurino, con “4 decoraciones nuevas 4, de los reputados escenógrafos Valera, Zabala y Campsaunas, 120 trajes de la Casa Peris Hnos, Muebles casa Piqué. 40 profesores de orquesta, 40. La obra será dirigida por su autor el maestro Pablo Sorozábal”. El éxito fue el esperado. Arrollador.
Los rojos no usaban sombrero (sí gorros de piel)

La ligereza de la música, llena de piezas tarareables, junto a la extrañeza de la ambientación, que se reparte entre la Rusia convulsa y el París de la nostalgia y los exiliados, hizo que le cayera inevitablemente la denominación de opereta. Federico Sopeña supo ver el acierto de esta zarzuela (u opereta): “El gran músico de teatro que es Sorozábal se ve aquí, en esta obra de juventud, pues a través de la romanza nos da personajes que no son títeres, sino personajes de carne y hueso. Hay en esas romanzas, que pronto se hicieron popularísimas, una gradación hábil e instintiva a la vez: la voz grave de barítono expresando una emoción no ruda, pero si resueltamente varonil, fácil a la violencia y la voz de Katiuska que, deseando como escaparse hacia la pajarería de las tiples ligeras, se centra en un lirismo ingenuo y hondo al mismo tiempo, mientras que el tenor, por el mundo caído que representa, se lo coloca en un cierto tono gris logradísimo musicalmente”.
Artículo publicado en diario Sur el 8 de octubre de 2011

Hombres y engranajes

Este título de un ensayo plenamente vigente de Ernesto Sabato, que habla de cómo nos convertimos en piececitas de una cosa monstruosa, tal y como en una escena de “Tiempos modernos” nos mostraba el insolente Charles Chaplin, viene a cuento de la sinfonía de Sergei Prokofiev que ocupa la mitad del programa que la Orquesta Filarmónica de Málaga, bajo la batuta de Jacques Lacombe, llevará a las tablas del Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 7 y 8 de octubre. Entonces, bajo el título genérico de “Introspección/Exhibición” se interpretará “Introspección I”, en su estreno absoluto, de Demián Luna, el Concierto para piano y orquesta en sol mayor, de Maurice Ravel, con Ingmar Schwindt al piano, y la Sinfonía nº 5 en si bemol mayor. Si es cierto que para las obras de Luna y Ravel cabe usar el término de introspección y el de exhibición para Prokofiev, también lo es que, usando el binomio sabatiano, podemos identificar los engranajes con Prokofiev y, en cambio, el hombre con las piezas de Ravel y Luna.
La edad de la inocencia, o sea

Ya la temporada pasada estuvo presente en la programación de la OFM el compositor ruso con la música incidental para la película de Eisenstein “Iván el Terrible”, una creación que lo puso en el disparadero. Para terminar de dar el paso hacia la destrucción, hacia el abismo nuestro de cada día, sólo necesitó esta sinfonía quinta a pesar de que fuera un éxito absoluto. Expliquémonos: compuesta durante lo que los soviéticos llamaban, con no poca razón, “La Gran Guerra Patriótica” y nosotros conocemos más amplia y desapasionadamente como Segunda Guerra Mundial, su estreno tuvo lugar el 13 de enero de 1945, cuando el Ejército Ruso había pasado a la ofensiva final sobre lo que habían sido los dominios de los nazis. Aunque Prokofiev había dedicado esta sinfonía “a la grandeza del espíritu humano”. No lejana en su intención a la Quinta Sinfonía de Shostakovich, dedicada a Leningrado y estrenada bajo las bombas, la de Prokofiev se vio acompañada, antes de que empezara a sonar la orquesta, por un rítmico cañoneo que retumbaba no demasiado lejos y que celebraba que los soviéticos habían cruzado el Vístula en su avance sobre Polonia.

                             Bajo la alegría pueril, algo ominoso late

 En su último movimiento, “Allegro giocoso”, se encuentra lo que Alex Ross llama un “runrún de engranajes. Es posible que este pasaje se concibiera como un reflejo de la imagen que tenía Stalin de los ciudadanos soviéticos como dientes de una gran máquina, pero acaba dando lugar a una conclusión extrañamente gélida para la narración de una aparente victoria”. Esta sinfonía, convertida en la más grande, la más beethoveniana de su autor, en la más popular y perecedera, tuvo en su estreno la presencia del pianista soviético Sviatoslav Richter (permitan una acotación genealógica, anecdótica y prescindible: estaba emparentado con la que fue la esposa de Sabato, Matilde Kuminsky-Richter), que recordaba el momento de la apoteosis final, y terminal, del compositor: “Cuando Prokofiev se puso en pie parecía como si la luz cayera sobre él desde lo alto. Allí estaba, como un monumento sobre un pedestal”. Él, que aceptó regresar a la Unión Soviética para convertirse en poco menos que el compositor oficial del régimen, sufriría una rápida y terrible decadencia. Antes de que ese mes de enero, que viera su triunfo definitivo, un ataque de hipertensión lo derribará, causándole una conmoción cerebral de la que no se recuperará del todo. El 10 de enero de 1948, el Politburó le acusará, justificando esa repulsa de forma especial en esta quinta sinfonía, de “desviaciones formalistas y tendencias musicales antidemocráticas extrañas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”. Diez días después, su esposa será detenida y deportada a un campo de trabajo, al Gulag, acusada de espionaje por el simple hecho de enviar dinero a su madre, residente en España. La muerte definitiva de Prokofiev coincidió, separada por unas horas, de la de Stalin. Ante la importancia de la inmovilidad del gran y supremo engranaje, poca atención recibió la de ese hombre destrozado y solo entre los dientes de acero.

Artículo publicado en diario Sur el 1 de octubre de 2011