Al cumplirse el centenario del escritor argentino Ernesto Sabato, recientemente fallecido, ofrecemos un retrato desde la amistad y la nostalgia con Málaga al fondo
Miro las fotos sobre la mesa, las cartas y postales, los recortes de prensa, los libros dedicados, las cintas de casete. En voz, en palabras, en imágenes, vuelve a mí alguien que fue muy querido, un amigo que durante veinticinco años me ayudó con sus consejos, con sus charlas aquí y allá, a ser quien ahora celebra, con una punzada en el pecho, los cien años desde que ese amigo naciera, un centenario que tiene demasiado cerca la fecha amarga, 30 de abril de 2011, en que murió Ernesto Sabato. No se hablará aquí de los méritos y de la obra de quien fue el último clásico argentino, erigido en conciencia moral de ese querido y maltratado país. Trato aquí, para devolverlo por unos momentos a la vida, del hombre, del amigo, del vecino, del maestro (al leer esta palabra, agitaría burlón la cabeza, desdeñando la responsabilidad).
En el Palacio Miramar.
Foto: Gloria Rueda Chaves
Cartas
Obviaré una historia familiar sobre malagueños de Colmenar, con idas y vueltas con Argentina, que resulta en el exilio de mi tío-abuelo José Fernández Silva en 1939. El lugar de ese destino austral se llama Santos Lugares, en el gran Buenos Aires, un lugar sencillo, chato y entrañable. Allí, y poco después se instalaría, a un par de calles, Ernesto Sabato. En 1985, en un intercambio de cartas con mi tío-abuelo, éste me comentaría la vecindad de Sabato. En mi respuesta, le alabé la obra de quien era, ya, uno de mis autores favoritos. Pronto, en uno de sus escasos viajes a España tras recuperarse la democracia, mi tío me entregó un libro de Sabato, “La cultura en la encrucijada nacional”, dedicado por el autor junto a la petición de que le escribiera directamente tras haberle leído mi tío esas palabras de elogio.
La respuesta de Sabato (es italiano el apellido, sus libros no ponen tilde al apellido, aunque en el membrete impreso de los sobres que utilizaba para enviar sus letras sí aparece con el incorrecto signo) no tardó en llegar. La copio tal cual no por vanidad sino por iluminar una anécdota posterior: “Santos Lugares, agosto de 1986. Gracias, querido Mario, por tu hermosa, profunda e intensa carta, que de paso, revela la existencia de un escritor que dará grandes cosas. No tengo la menor duda. Te ruego que me mandes esos cuentos de los que me hablas. Si has de publicar, y estoy convencido, tenés que elegir un nombre más corto, menos de registro civil. Mario Montañez sería uno significativo. Espero que un día podamos darnos un abrazo! E. Sabato”. Escrita con una máquina de escribir de caracteres muy pequeños, con algún tachón mecanográfico y con la firma manuscrita, y sobre un papel también muy pequeño, sería la primera de una serie de cartas que yo respondía, en deferencia a sus problemas de visión, con cartas escritas a máquina primero y a ordenador después, fotocopiadas y ampliadas en tamaño A-3 para que ese formato, parecido al de la hoja de un periódico, le proporcionara una lectura grata. En algún sitio de su casa estarán esas cartas monstruosas enviadas desde Málaga por un muchacho que fue querido y no siempre remoto.
En la Fundación Picasso.
Foto: Glotria Rueda Chaves
En el verano (español) de 1988, tras haber ganado un año antes una mención en un certamen de ensayos sobre Sabato organizado en la provincia de Buenos Aires, y conseguido lo que en 1988 eran mil dólares y que la hiperinflación habría convertido, de no haber sido oportunamente cambiado a la divisa norteamericana, al equivalente actual de 13 céntimos de euro, pude al fin conocer el país de mis tíos y de su vecino Ernesto. Primeras tardes tomando café en su biblioteca, con pequeños cuadros de Oscar Domínguez apoyados en las baldas, charlas en las que él callaba y yo hablaba cuando deseaba que fuera al revés. Después de dos meses en Santos Lugares, seguirá el cruce de correspondencia.
En el nombre del nombre
En una carta de enero de 1991 insistirá en mi nombre, en la conveniencia literaria de usar uno más breve. Esta vez, Sabato desdeña el nombre de Mario y opta por el que conmigo usaría en adelante: “Gracias, querido y siempre recordado Virgilio (insisto en este nombre) por tus cariñosas preocupaciones!”. Ya para entonces había publicado mi primer librito, un cuaderno de versos editado por Ángel Caffarena con ilustración de Eugenio Chicano y nota a la edición de Manuel Alcántara (a él debo, con la misma intensidad y cariño que Sabato haber continuado escribiendo. La doble amistad y confianza de Sabato y Alcántara son un honor que excede a mis méritos; en 1990 y en Málaga se encontrarán Sabato y Alcántara conmigo de humilde espectador). En abril de 1992 realiza en el Centro Cultural de la Villa, en Madrid, la que es la segunda exposición de sus pinturas tras haberlas mostrado, en 1989, en el Centre Georges Pompidou de París. Al día siguiente de la inauguración, hay una charla suya en el auditorio anexo a la sala de exposiciones. Acudo tras haberle confirmado telefónicamente mi asistencia. Con la sala abarrotada de público, Sabato está brillante y volcado con su mensaje. De pronto, se interrumpe en mitad de una frase, mira hacia el público en silencio. Escruta la masa. Pasa un segundo, pasan dos, pasan tres. Dice: “¿Virgilio? ¿Estás ahí, Virgilio Montañez?” Glubs. Los presentes miran a Sabato y buscan por la sala una mano que se alce. Cuento un segundo, cuento dos, cuento tres. Me levanto. Alzo la voz “Sí, aquí estoy, Ernesto”. Sonríe, me señala. Dice “Está bien. Él se llama Mario Virgilio Montañez, es un gran escritor que se empeña en usar ese nombre espantoso, tan de registro civil, en vez de firmar como Virgilio Montañez, que es tan hermoso. Y como es un cabezota, sé que no me hará ningún caso”. Me siento, entre risas, con las mejillas rojas y lleno de orgullo y pudor.
Sabato en la Fundación Picasso.
Foto: Gloria Rueda Chaves
Hojeo los libros sobre la mesa, la veintena de ediciones diversas autografiadas. En un ejemplar de “Heterodoxia”, un simple “A Virgilio, gracias por esta visita” y la firma, en “Sobre héroes y tumbas”, “Para Virgilio, con un gran y fuerte abrazo” y la mención de julio de 1991; en un “Abaddón”, “Para Virgilio este libro que me dio tanto trabajo, tanto éxtasis y tanta desesperación. Julio de 1991”; en “El escritor y sus fantasmas”, “Recuerdo de este cariñoso encuentro. Gracias, Virgilio. Agosto de 1996”. Momentos, en Madrid y en Santos Lugares, en los que compartimos conversaciones y confidencias. Y que en Málaga tuvieron su plenitud.
Un verano malagueño
Agosto de 1990. Sabato participa en el Curso Superior de Filología Hispánica. Me llama el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, Curro Flores. Me dice que informado por Sabato de que soy el único amigo que tiene en Málaga, me encarga acompañarlo cada día mientras aquí esté. Asisto a la primera y multitudinaria charla que da en la sede de la Caja de Ahorros de Málaga en la avenida de Andalucía, y a la mañana siguiente voy a recogerlo en la cafetería de la azotea del Hotel Málaga Palacio. Allí está con Francisco Ayala y con Hans Meinke, jefe máximo de Círculo de Lectores. Me presenta a ellos con exageraciones sonrojantes. Quedamos en acompañarlos al día siguiente a la Casa Natal de Picasso, en la que aún trabajo. Al día siguiente, sólo Ayala y su esposa me acompañarán. Por la tarde, Sabato me pedirá que le cuente mi vida entera. “Para comprender bien a las personas que de veras quiero, necesito saber su vida. Tenemos tiempo, Virgilio. Contame”. Procedo a volcar mi autobiografía íntima a lo largo de más de una hora en la que apenas me interrumpe, escuchándome con una sonrisa tímida y gesto de psicoanalista piadoso. No hay distancias entre nosotros. Me siento en paz. Al día siguiente, iremos a la Fundación Picasso, que visitará con respetuosa lentitud. En una charla con Manuel Alvar, en el Curso que se celebra en el salón Príncipe de Asturias del Miramar, habla del exilio y de la patria propicia que es el idioma. Otro día visitamos Marbella, acompañados por María José de Miguel, esposa de Curro Flores, y un chófer del Ayuntamiento. Tomamos café en la Plaza de los Naranjos, paseamos, charlamos. En la sobremesa del almuerzo, en un restaurantito modesto frente al mar, suspira, invoca a Matilde, su esposa, la elogia. Le acompaño en el encomio. Mira al mar, suspira. Pregunta: “¿Queda lejos Torremolinos?” Le informo. Se explica: “Allá vive una vieja amiga, Ulrike von Kühlmann, a la que hace décadas que no veo”. Me cuenta la historia de Ulrike, una alemana hija de un funcionaria nazi represaliado por el régimen, que en el Buenos Aires de los años 40 encandiló a Sabato y éste se la presentó a quien de ella, “como un colegial”, se enamoró: Borges. Recientemente, al conocer que su hijo Jorge Federico Sabato era Ministro de Cultura del gobierno de Alfonsín, y para que se instalaran en una sala especial de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, le había hecho llegar a su casa de Santos Lugares varias cajas llenas de libros y manuscritos de Borges que en una infructuosa labor de cortejo había regalado a Ulrike. “Figurate, el Borges más íntimo, al que tantos se empeñan en presentar como mi enemigo, está, en sus cartas y en esos poemas de enamorado en el sótano de mi casa”. Me hablaba de la esplendorosa y sofisticada belleza de Ulrike, de cómo el fantasma de aquella pasión nunca satisfecha parecía estar tras “Ulrica”, el relato que en “El libro de arena” es la clave para comprender la tumba, los símbolos, que Borges había elegido para su tumba en Ginebra... Le animé a llamarla, a verla, a revivir aquella amistad prodigiosa y remota. “No, Virgilio. No la veré. Ella me habrá visto en los diarios, en los libros, en la televisión. Sabe que soy este viejo espantoso. Yo prefiero seguir viéndola como aquella mujer bellísima tan inteligente. No quiero tener en mi mente una imagen como la mía. A lo más, la llamaré desde el hotel”.
En Marbella.
Foto: María José de Miguel Molina
En vista de que su último día en Málaga estaba vacante, sobre la marcha quiso organizar, un sábado por la mañana, un encuentro con los escritores malagueños que entonces, hace tanto, éramos jóvenes. Aquella conversación se celebró en la sala de juntas del Archivo Municipal. En las páginas del “Diario de la Costa del Sol” se especificó que “En la reunión, prolongada durante más de cuatro horas, Sábato respondió a las numerosas preguntas formuladas por los jóvenes, convirtiéndose el encuentro informal en una verdadera clase magistral sobre los porqués del arte literario”. En “Diario 16 de Málaga” y en la edición nacional se publicaría la única entrevista concedida por Sabato durante esa estancia malagueña. El titular, “Creen que voy a morirme, pero yo tengo otros planes”. Los autores, M. V. Montañez y Héctor Márquez. El último encuentro, pleno de melancolía, será en Badajoz en 2002. Nublada la memoria por un incipiente Alzheimer, yo seré un extraño. Y él, una añoranza imborrable.
En el Archivo Municipal de Málaga.
Foto: María José de Miguel Molina
Mucho, mucho más, queda en este tintero enlutado y emocionado y triste. Miro una humilde tarjeta que firma “La Comisión de Vecinos”. El texto es interesante. Tras una cita de Sábato (con tilde en la tarjeta) se dice que “Invitamos a Ud al agasajo que ofreceremos a nuestro ilustre vecino Don Ernesto Sábato, gloria viviente de las Letras Argentinas, con motivo de sus 80 años, junto a su esposa Matilde, en el Club Defensores de Santos Lugares, el día 26 de Julio de 1991, a las 19’30 horas”. Allí estuve, con mi compañero Salvador Bonet, tras participar con sendos dibujos en una carpeta que le fue entregada en ese acto de homenaje y en el que estuvo vibrante y cariñoso, apocalíptico y bromista. Sus palabras (de fondo las escucho en una cinta de casete) son las de un amigo, las de un vecino, las de un maestro que ahora, con la muerte aún viva, cumple 100 años y que en la niebla del recuerdo me sonríe tras las gafas oscuras al ver que firmo, sólo hoy, con el nombre que él para mí quiso.
Virgilio Montañez
Artículo publicado en diario Sur el 18 de junio de 2011